Papelucho Detective (3 page)

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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

BOOK: Papelucho Detective
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—¿Usted es la señora del Chato?

—¿Por qué me preguntas? —dijo ella.

—¿Conoce este zapato? Lo miró y no dijo nada. Pero de repente se largó a llorar y a sollozar con hipos y gritos. Y ligerito llegaron sus amigas y la miraban y la miraban. Entonces yo me acordé de que me quería ir a mi casa y justo cuando iba a partir, dos tipos me pescaron de los brazos y me dijeron:

—Tú te vienes con nosotros.

Me solté de un tirón y eché a correr, pero ellos me agarraron a la fuerza, me taparon la boca, me llevaron a un rancho y me amarraron. Yo lloraba de pura rabia, pero cuando ellos se fueron y quedé ahí, una señora que era como dueña de casa me dijo:

—Si prometes no salir de aquí, te suelto —y me desató.

Yo me sobé un poco, me soné con la camiseta y me hice amigo con un perrito sin cola. La señora se puso a lavar ropa.

—Se llama Chincol —me dijo por el perro. Ella me miraba.

—¿Es suyo? —le pregunté—. ¿Usted tiene hijos?

—¿Por qué me lo preguntas? —y siguió lavando.

—Porque parece muy buena. La gente no es siempre buena… —le dije rascando al Chincol—. Yo he sufrido bastante en esta población. Todos creen que soy un cuentista…

—No te conocen —me dijo—. A veces los ricos son malos con los pobres y les tenemos miedo…

—¿Cómo sabe que yo soy rico?

Se rió.

—No eres de aquí. Conozco a todos los amigos de esta población.

—¿Usted me dejaría irme a mi casa?

—Si te dejara ir sería peor para ti y para mí. Te pescarían de nuevo y te entregarían al Orocimbo para que te cuidara. Él ya está bastante furioso por lo del incendio…

—¿Y el Chingue? —pregunté.

—Ese no aparecerá en muchos días.

—Todo el mundo vio la pelea esta mañana y les da con nosotros. Cualquiera puede decir quién mató al Chato.

—Nadie va a cantar aquí. Le costaría muy caro. Yo no creo que tú vayas a hablar, pero sin que te des cuenta te van a hacer decir la verdad o lo que tú crees que es la verdad.

—¿Entonces tengo que quedarme aquí escondido toda la vida?

Hizo un gesto de “¡Qué sé yo!” y siguió lavando. Yo me puse a pensar en usted y en mi casa y ya me quería dar cototo cuando decidí mejor olvidarme del pasado y tratar de ser un chiquillo de la población. ¿Qué sacaba con sufrir? Ya iba a ser la noche y era el primer día. Era mejor acostumbrarme altiro.

—Si a usted se le perdiera su hijo, ¿se pondría nerviosa? —le pregunté, y como no me contestó, le dije—: Los nervios son una buena tontera y no dejan hacer muchas cosas buenas. ¿A qué edad se pone nerviosa la gente?

—Tú preguntas cosas raras —dijo—. Yo te voy a preguntar quién te mandó venir a meterte aquí.

—Soy amigo del Chirigüe. —¿Qué haces con ese zapato roto? —¿Ese zapato? (se me había olvidado que lo tenía en la mano) ¿Tiene usted el compañero de este zapato? —¡No! —dijo y me pareció que le caía mal mi pregunta. Entonces pensé que a lo mejor ella sabía quién se robó el cadáver del Chato y era una cómplice. —¿Por qué me miras con esos ojos? —me preguntó ella. Yo pensé: “No hay que dejar que ella sospeche que yo sospecho…” y miré al zapato y no le contesté. —Tira ese zapato que apesta… —me dijo y entonces yo comprendí que mi rastro era una verdadera pista. Y no lo solté. —Eres un chiquillo raro —me dijo—. Teniendo buenos zapatos te guardas esa chancleta inmunda… —Me trae buena suerte —dije y la escarbé con un palito. Y de repente se le soltó el pedazo de suela y se asomó un papelito… Yo me di cuenta de que ese papelito debía ser otra pista, pero no, dije nada, y lo dejé ahí mismo, para leerlo después. La señora estaba haciendo fuego y echaba palitos quebrados y pedazos de una silla vieja. Y cuando por fin soltó la llama, me pasó una tetera con agua. —Ponla al fuego —me dijo y como era pesada, yo tuve que dejar mi zapato. En ese momento lo pescó y lo tiró a las llamas. Yo solté la tetera y traté de salvar el papelito, pero no pude. También ella se puso furiosa por el desparramo de agua y la saltadura de la tetera y ya no fue más amiga mía. Yo me di cuenta de que era una cómplice de todas maneras y había quemado el papelito para borrar la huella y desaparecer la pista. —Si no le tuviera miedo al Orocimbo te mandaría a tu casa ahora mismo, mocoso intruso —me dijo. —Si me deja irme le regalo la tetera de mi mamá —le dije— y también otras cosas. —No quiero tus regalos. A ti te va a pasar más de algo por intruso. ¿Quién te manda a meterte en cosas de aquí? —Es la pura fatalidad. Este es el primer crimen en que me meto. —No es crimen —dijo levantando la cuchara con cara de amenaza—. El Bonito no es ningún asesino… Yo iba a contestar, cuando entraron al rancho dos mujeres y un hombre desconocidos. Hablaban todos a un tiempo y decían que el autopatrulla había llegado. Allá lejos se oía la sirena que se venía acercando. Yo pensaba todo el tiempo en qué iría a pasar y a quién tomarían preso en vez del Bonito. Tal vez a la señora de la cuchara que era su cómplice, por algo se lo venían a avisar. Pero entonces sucedió lo fatal. Hablaron unas cosas que no alcancé a entender y salieron afuera cerrando la puerta para siempre. Yo, como en las películas, traté de abrirla y golpeé y apuñeteé las tablas sin conseguir nada. El rancho estaba oscuro y poco a poco me acostumbré a ver con la luz que se colaba por entre los tablones. No había nada que hacer ahí: unos tarros ahumados sobre la mesa, unas herramientas rotas en un rincón y en el otro un montón de trapos que servían de cama. De puro desesperado, pensaba yo que hay gente que vive en la miseria y es atroz. Y debe haber alguna manera de arreglar este asunto de la pobreza, y tal vez si pasara un camión todos los días por las casas y recogiera las cosas que se guardan y las repartiera, podría ser una solución. Y estaba pensando en esto, y me estaba dando como sueño, cuando sentí un crujido en el fondo del rancho. Escuché y me puse muy contento: era un gatito nuevo que venía a acompañarme. Feliz me acerqué al montón de trapos y escarbé entre ellos buscándolo. Y descubrí una guagua. No era gato, era una cosita chica, envuelta y rezongona, arrugada de llorar y desaparecida entre los estropajos. Me dio una cosa como susto o respeto. Pero después me dio pena. Ahora lloraba a grito pelado. Y tan chiquitita y tan furiosa. Seguramente quería su mamadera.

Pero por más que la busqué, no la pude encontrar. Entonces, como no había qué pasarle para que chupara, le presté mi dedo. Y le encantó. Se calló al tiro. Pasado un rato, me quise llevar mi dedo y soltó el grito. Tuve que prestárselo de nuevo. La guagua tenía unos tremendos ojos mirones y harta fuerza para chupar. Mi dedo se puso blanco y arrugado. Y no había caso de quitárselo. Total, que para poder moverme, tuve que tomarla en mis brazos y andar con ella todo el tiempo. Ella estaba feliz, pero a mí me volvieron las ganas de irme a mi casa. Y de repente, descubrí que la puerta tenía una cosa chapita de palo y que era refácil abrirla. La probé, y ¡listo! La cuestión era irme antes de que volviera la gente. Dejé la guagua entre sus trapos, pero empezó a chillar con tanta fuerza, que busqué algo para meterle en la boca en vez de mi dedo y no encontré más que un palito. Y no le gustó nada. Y gritaba cada vez con más estérico y llegaba a tiritar de rabia y se ponía roja y toda su cara se volvía roja y ni respiraba. No he visto guagua de tan mal carácter. Total que si no le daba a chupar mi dedo se podía reventar, así que no tuve valor para dejarla reventarse sola. La tomé otra vez en los brazos, se quedó calladita y yo tenía que irme y ¿qué hacía con ella?

Salí afuera perfectamente desesperado y no había nadie cerca. Allá lejos estaba todo el mundo al lado del autopatrulla. Yo no podía acercarme, yo no podía dejar esa guagua. ¿Qué habría hecho usted en mi caso? Eso fue lo que hice yo: eché a correr con guagua y todo. Y tan feliz estaba ella que me soltó el dedo y ni chilló más.

Al verla callada, quise librarme y dejarla en el suelo, pero apenas la había soltado, vuelta a desesperarse y no respirar más. Y la pesqué de nuevo sin pensar en ella; pensaba solamente en mí, en llegar luego a mi casa, en que no me escondieran los amigos del Bonito y en irme muy lejos del crimen.

Y cuando me subí a la micro no más me acordé de la famosa guagua. Ella me miraba con sus ojos de choro. ¿Qué cara iría a poner usted al verme llegar con ella? Pensé que se iba a confundir, que la Domi iba a decir que se iba, que a papá no le iba a gustar cuando llorara… Lo mejor era devolverla. Pero, ¿cómo? Si me veían llegar me encerraban de nuevo para que no hablara. Había que llevarla de vuelta en la noche. Mientras tanto podía telefonearle a usted para que estuviera tranquila. Fue lo que hice, y le dije a la Domi que volvería a comer y después le explicaría todo a usted.

Me demoré tanto en conseguir la comunicación que cuando logré hablar, la guagua se había dormido. Esa era la solución. Ahora la podía dejar sin que llorara… Pero, ¿dónde? Su mamá la echaría de menos. Había que arriesgarse y volví con ella a su casa.

Poco a poco fui haciendo dedo porque no tenía ni un peso. Y por suerte ya no se divisaba el autopatrulla y todo parecía tan tranquilo en la población. Así que me fui caminando sin mirar a ningún lado, derechito al rancho de la guagua que todavía dormía. Y justo ya iba a llegar allá, cuando alguien me pesca de un brazo, otro grita: “¡Pillado!” y antes de darme cuenta había mil personas alrededor mío y todos me insultaban y decían en buenas cuentas que yo me había robado la famosa guagua. Y ni me dejaban hablar. Y la guagua despertó y miraba y miraba hasta que me la quitaron y se largó a chillar sin resuello y a nadie le importaba nada. Si yo hubiera sabido que no importaban sus gritos, no me habría metido con ella ni me habría compadecido. Total, que entre insultos y cosas, de repente me vi en el autopatrulla, entre dos tenientes y tres metralletas Máuser. Eran de cien tiros y completamente nuevas y sin uso.

—Conque robando guaguas —dijo uno con una carraspera de bronquitis. Y el otro dijo:

—Conque secuestrando, ¿no? ¿Quién te mandó sacar esa guagua?

—Nadie más que ella —dije yo—. Era tan llorona que se callaba solamente en mis brazos. Pero dígame mi teniente a dónde vamos…

—Adivina —me dijo y se rió.

—A mi casa —dije yo feliz.

—Allá mismo. Para que no te canses, te llevamos en auto a tu misma casa.

—Gracias —le dije—. La Domi les dará té y churrasco. Siempre le da churrascos a los de uniforme. Pero, ¿cómo saben ustedes la dirección de mi casa?

—¡Es muy sabida! —dijo el otro y se rió—. ¿De modo que churrasco a los uniformados, no? ¿Van muchos a tu casa?

—No muchos. Nunca muchos juntos. Casi siempre uno, el que está de turno. Después va otro…

—¿La Domi es tu hermana?

Ahí me reí yo. Y seguimos conversando de cosas y de ametralladoras y cuestiones. Hasta que por fin llegamos a una parte que ni pensaba en ser mi casa, porque era la policía.

Yo creí que irían a buscar algo o a dar algún recado o tal vez a decir que me iban a dejar, etc., pero me hicieron bajar y me entraron del brazo, y una vez adentro ni se acordaron más de lo amigos que éramos.

Uno se puso repatoro y le hablaba de mí no sé cuánto a otro teniente más seco y le decía que yo había sido “sorprendido” en hurto de menor, etc., etc., etc., etc. Y el que mandaba me miraba mucho como si yo fuera un fenómeno y apuntaba en una hoja grande. Hasta que por fin se largó a preguntarme:

—Tu nombre, promesa de gángster.

—Papelucho.

—¿Tu dirección?

—¿Para qué? No quiero que lleven cuentos a mi casa.

—Tu dirección —bufó con voz de trueno, y yo di la dirección antigua, que también era mía antes.

—¿Cuántas veces has caído preso?

—Ninguna.

—¿Conoces el calabozo?

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