Moví la cabeza. Me estaba dando mucha saliva en la boca, como cuando a uno le van a dar purgante.
—Ahora lo conocerás. ¿Conoces la casa correccional?
La moví otra vez. Y no tenía ganas de conocerla tampoco.
—¿Quién te mandó robar la guagua?
—Nadie. No la robé. ¿Para qué la quería? Era muy gritona y si yo la dejaba sola se reventaba gritando. Por eso la tomé en brazos…
—¿Por eso corrías con ella tan apurado? ¿Es un sistema nuevo para acallar a los niños?
—¡Me iba a mi casa!
—¿Con la guagüita? ¿Tu papacito la había pedido?
—No señor. Yo me iba a mi casa. La guagua iba conmigo porque si no la llevaba se reventaría de gritar.
—Comprendo. La robabas por compasión. Pero tu papacito la necesitaba de todas maneras.
—Eso no sé. Yo creía que le iba a caer mal por lo gritona.
—Y aunque creías eso, la llevabas de todos modos. Al papá hay que obedecerle, ¿no? ¿Qué iría a hacer con ella?
—No sé.
—De modo que sin saber lo que él pretendía, tú te llevabas una criatura y dejabas a su madre desesperada buscándola. ¿Es médico tu padre?
—No, señor, es desocupado.
—¿Vas a menudo a la población?
—Primera vez…
—No te ofendas si no te creo. Aquí en la policía sabemos muchas cosas y conocemos a la gente. Tú eres muy precoz para tus años. Vas a acabar muy mal. Por eso te hará bien el tratamiento que te daremos aquí… —se rió. Su risa me dio un frío a la espalda.
—¿Qué tratamiento? —pregunté con la saliva bien dulce.
—Ya lo verás. Ahora conviene que cantes un poco. Eso te hará más suave el tratamiento.
—No sé cantar, pero si usted quiere…
—No te hagas el niñito. Cuando digo “cantar”, quiero decir que cuentes todo lo que sabes. Sale más sencillo si hablas sin que te preguntemos nosotros.
—Yo di mi palabra de hombre de no hablar del misterio —dije.
—¿Conque tu palabra de hombre, no?
—Sí, señor.
—¿Y cuál es el misterio?
—Eso es lo que no puedo decir.
—Tu papacito nos contará todo…
—Mi papá no tiene nada que ver en eso. Es una cuestión que pasó en la población y él no sabe nada.
—Pero tú sí, ¿verdad?
Pensé un rato. Parecía como que el teniente me quería obligar a faltar a mi palabra.
—Oiga —le dije—. Si usted promete callarse y después habla, ¿qué clase de tipo es?
—Un hombre sin palabra, claro… Pero a la justicia hay que decirle la verdad. Callarla es hacerse cómplice. Es ayudar al asesino
—No es por ayudarlo, pero prometí no hablar.
Me estaba bajando susto. Yo podía contar las cosas sin dar nombres y así “cantaba” para darles gusto y guardaba mi palabra de no decir los nombres.
—Antes de darme el tratamiento quiero decirle, señor, que a mí no me han pegado nunca en mi casa porque me puedo caer muerto. Soy así.
—En ese caso, y si no quieres morir joven, anda contando lo que sabes…
—Primero que todo dígame usted una cosa. ¿Hay crimen cuando no hay ningún muerto y el asesino lo mató por pura casualidad?
—No te entiendo muy bien. Si no hay muerto, ¿cómo mató el asesino por pura casualidad?
—Estaban discutiendo…
—Ahora comprendo. ¿Quiénes discutían?
—Yo no los conocía.
—Perfectamente. ¿Entonces?
—Entonces uno murió y el otro desapareció.
—Perfecto. ¿Dónde está el muerto?
—También desapareció.
—Eso no está tan claro. Alguien lo ha escondido. Un muerto no puede escaparse…
—Eso mismo pensaba yo antes. Yo sólo lo enterré. Después fui a verlo y había desaparecido.
—¿Y el asesino?
—Ese desapareció primero.
—¿Y qué parte en esto tiene la guagua?
—La parte de llorar tanto.
—¿De modo que tú, además de ladrón de menores, estás metido en un crimen?
—Metido, no, señor. Salido. Y tampoco puede haber crimen si no hay muerto.
—Eso es bastante lógico. Sin embargo, eres tú el que has hablado del crimen.
—Pero sin nombrar a nadie. Y también yo creía que usted quería que le hablara de eso… ¿Puedo irme ahora?
—Puedes pasar al dormitorio… —sonrió—. Mañana hablaremos.
No era simpático.
—¿Eso quiere decir que estoy preso? —pregunté.
—No te alarmes. Estás detenido —y mirando por encima de mí le habló a otro tipo que esperaba medio durmiendo. Y me pescaron de una oreja y me metieron aquí donde estoy. ¿Qué tendrán mis orejas porque todo el mundo cree que son mi agarradero?
Un beso de Papelucho.
Yo no quería escribir más diario, porque ¿hasta cuándo? Pero resulta que mi mamá me dio esta carta, yo la pegué aquí y ahora que han pasado más cosas, quiero explicarlas. Primero, en esta casa la gente no es como debía ser. Quiero decir que nadie celebró la vuelta del hijo pródigo, y no diré que hicieron alguna fiestecita, porque no había ni carne, sino que puro charquicán, el día que llegué. A más de esto y de todo lo que era estar detenido, me ligó un reto separado de cada uno. Hasta del propio Javier…
La mamá estaba rara. Y al otro día seguía igual. Un poco lunática y como pensando siempre en la misma cosa. Y contestaba una tontera cada vez que uno le preguntaba algo. La Domi andaba con cara de marihuanera, el papá todo chinche con la mamá, como si ella estuviera enferma. Y algo pasaba aquí. Yo no sabía cómo puede cambiar tanto la gente en un solo día.
La famosa guagua me está penando. Anoche soñé con ella todo el tiempo y se me ha quedado como retratada dentro de la cabeza y la veo en cada cosa. Me da como remordimiento pensar que estará gritando sin tener nada que chupar y me miro el dedo y pienso en ella y lo mucho que le gustaba. Total que decidí buscarle alguna mamadera, o chupete en esta casa, y entré en el cuarto que se llama de costura y es siempre puro cachureo. Lo tenían con llave, pero la del baño le hizo. Fue como una adivinación porque ahí me encontré como en un cuento de hadas para la guagua gritona. Había un canasto arreglado como cuna, una mamadera con chupete y todo envuelta en papel celofán, un chal rosado y una chomba que le venía de perilla. Pensé que era como de milagro, encontrar en mi propia casa y sin gastar un peso todo lo que ella necesitaba, y también cosas que a nadie le sirven y las guardan las mamás por esa manía que tienen de guardar.
Total que hice un paquete y salí para la población a dejarle las cosas. Iba bien apurado para volver antes de encontrarme con la gente conocida de allá. Solamente la guagua o tal vez su mamá. Y el chofer del micro no quería dejarme subir el canasto, pero yo le ofrecí meterme dentro para no ocupar más hueco y así me dejó. Y llegué allá corriendo y ni miré a nadie. Derechito al rancho de la guagua. Y ahí estaba ella sola con sus ojos de choro en el rincón y me reconoció y se reía de gusto. Le puse la chomba rosada, el chal, la mamadera con agua, la metí en la cuna y me fui. Quedó feliz, y yo también pensando en lo que diría su mamá cuando vuelva y la encuentre tan elegante, tan bien alimentada y tan cómoda en su cunita nueva.
Cuando llegué a mi casa me encontré con la gran rosca. Mi mamá estaba en cama con esterico. Creía que yo me había perdido otra vez. Y habían llamado al doctor y a papá a la oficina. Y la Domi andaba con cara de “zorro” y como si ella fuera la que dirige el mundo. Y nadie me retaba, pero todos decían que mi mamá estaba enferma por mi culpa y ella sólo me hacía cariños y lloraba. Y habría sido mejor que me pegara o algo. Pero la gente grande todo lo hace al revés y uno se siente pésimo.
Por fin llegó mi papá con el doctor y cerraron la puerta del cuarto de mi mamá. Y la Domi seguía poniendo caras de misterio o cantando como Lucho Gatica. Y la puerta cerrada del cuarto de mi mamá era como una televisión o algo por el estilo. Porque yo veía en ella al doctor moviendo la cabeza y diciendo: “¡No hay remedio!” y a mi papá tirándose el pelo de quedar viudo y yo huérfano y Javier ídem por mi culpa. ¿Por qué serán tan nerviosas las mamás y se mueren por cualquier cosa? Y no se oía un ruido. Y pensaba yo en la carroza y en las coronas y tenía mucha congoja, hasta que por fin se abrió la puerta y apareció el doctor con mi papá y muy sonriente le decía:
—Lo felicito, hombre, después de ocho años…
Yo me sentí un poco pésimo. No entendía palabra. Todo se volvía misterio. El doctor decía: “Cama y nada de molestias. Mucha tranquilidad”.
Y por fin se fue.
Muy asustado, entré a ver a mi mamá y ella tenía cara de santa. Casi me puse a llorar. Era como señal de que se iba a morir. Yo la miraba y ni podía hablar de la pena. Hasta que ella me dijo:
—Acércate, lindo…
Debía estar muy mal. Si yo no era el enfermo y ella me decía lindo, era señal de muerte. Me acerqué y tragué mi pena.
—Vas a portarte muy bien, ¿no? —dijo con voz dulce. Yo contesté que sí con la cabeza. Y ella me besó y entonces se me salió la pena por los ojos y más me besó ella.
—No te aflijas, lindo —otra vez y más lloré. Hasta que por fin le pude preguntar:
—¿Es cierto que es por mi culpa que usted está grave?
—No —dijo ella y se rió—. Te contaré un secreto. Vas a tener una hermanita. Yo voy a ser mamá otra vez.
—¿Y por eso está enferma?
Así que yo voy a ser hermano. La mamá se siente mal, pero yo no siento absolutamente nada. Uno va a ser hermano y ni lo sabe. Es raro pensar que va a llegar una persona de afuera, que uno ni conoce y será de la familia. La mamá dice que será una hermanita. A ratos se me figura una intrusa, una hurguete y una pituca. No me cae bien una mujer metida en todo. Pero tengo ganas de conocerla.
—Tienes que ser muy bueno para que tu hermanita no se pierda —dijo mamá.
—¿Cómo se va a perder si no ha nacido? —le pregunté. Pero a los grandes les encanta el misterio y no me contestó sino que sólo se rió.
—¿Te gustaría tener una hermanita? —me dijo.
—Depende —contesté. Me estaba imaginando que me revolvía mis cajones. No sé por qué creo que las chiquillas son cuentistas y hacen cosas de espías. Iba a preguntar más, cuando entró mi papá muy feliz. El pobre no tiene una idea de lo lloronas que son las guaguas de ahora. Y esta hermana me parece igual a la guagua de la población.
—Papelucho, tú vas a cuidar a tu mamá y hacer todos sus mandatos para que ella no se levante ni se incomode.
—Sí, papá.
—Pero antes que nada, irás a cortarte el pelo. Pareces un escobillón.
—Por ningún motivo —dijo mi mamá—. No quiero que salga. Basta con que se peine con agua.
Se veía que no era grave lo de mi mamá. Ya empezaban a discutir. Uno se alegra de no ser huérfano, aunque le lleguen hermanas.
—¿A quién le obedezco? —pregunté.
—A tu mamá —dijo el propio papá. Debe ser muy rico que uno va a ser papá, porque él está feliz y distinto.
—Péinate con mi colonia —dijo, y eso que me lo ha prohibido con pena de pecado.
Y le obedecí. Pero como yo hoy estaba quemado, se me tuvo que quebrar el frasco de colonia y le hizo una cruz al lavatorio. Y también por limpiar el lavatorio, la colonia se fue por el desagüe y se tapó la cañería con los vidrios del frasco. Yo le habría querido contar a mi mamá, pero, ¿qué hace uno cuando no se la puede molestar?
Es la fatalidad.
La pobre mamá está en cama. Cuando mi papá se fue a la oficina, yo pensé acompañarla y la encontré durmiendo. Yo me quería acostumbrar a ser hermano de una chiquilla, pero a cada rato la veía tan chinche y tan criticona que me cargaba. Y me venían ganas de que se perdiera. Yo comprendo que una mamá se quede en la cama para que no se pierda un hijo, pero una hija… Y por último aunque se levante, si ella se queda en su cuarto, es imposible que se pierda en un dormitorio tan chico. Por eso la sacudí hasta que la desperté: —Mamacita —le dije—. Si se aburre en la cama, levántese un rato. —No me aburro, déjame dormir… —Es que si duerme en el día, ¿que va a hacer en la noche? —Dormir. Los hijos cuestan muchos sacrificios… —La gente grande todo lo llama sacrificio y lo arregla con suspiros y misterios. No sabe divertirse. Hay que ayudarlos. Por eso le fui a buscar un poco de ese barrito blando que yo tenía en el jardín. Ella antes tenía ganas de hacer cerámica. En la cama era el mejor momento. Se lo traje corriendo y de nuevo la encontré durmiendo. Así que se lo dejé al lado de su mano para que se divirtiera cuando despertara. ¡Qué iba a saber yo si tenía puestas las sábanas elegantes! ¡Gran pelotera! ¡No hay caso! La gente vieja piensa más en que no se ensucie una sábana que en pasarlo bien…