Y no nos dejan tocar nada. Y cada cosa tiene un número y la casa está llena de gente que se pasea y mira y se va.
Y metidos en el cuarto de mamá, vamos a dormir en el suelo tal como en campamento. Y tenemos un solo plato para todos.
Al principio era medio divertido, pero después del almuerzo uno se sentía como preso, hasta que por fin el papá nos dio permiso para dar una vuelta por la casa.
Resulta que en el remate hay una radio salvaje de linda, que toca todo el tiempo.
Dice mi papá que no es de nosotros, pero si no se remata, voy a pedir que me la den a cambio de mis patines que se perdieron en medio de la pelotera. Yo le muevo la onda y me afirmo en ella para que parezca que es de nosotros y una chiquilla que estaba con su mamá se acercó a preguntar cosas. Y me preguntó si era grabadora y si tenía televisión y yo le dije que sí.
Entonces la mamá dijo: “Va a salir muy cara…” y se fue. Y otro señor que la miraba mucho también se fue, así que se ve que nadie la va a comprar.
A la hora de comida nos echaron a la cama en el suelo y nos dieron un solo plato con bastante ensalada. Yo le pregunté al papá:
—¿Puede uno rematar cosas en su propia casa?
—De poder, puede. Pero es una tontería. Además, tú eres demasiado chico para que el martiliero te vaya a tomar en cuenta.
Yo pienso que una tontería no es una cosa grave. Es una pura tontería y nada más. Y tengo unas ganas terribles de tener esa radio. Todo el tiempo la veo y me gusta hasta el olorcito que tiene. ¡Qué más da hacer otra tontería cuando uno hace tantas cada día!
Si mi papá se va a comprar un auto, ¿por qué no puedo yo rematar una radio? Creo que voy a ser la persona más feliz del mundo mañana en la tarde.
En vez de ser feliz, tengo ganas de morirme.
No tanto de morirme como de haberme muerto hace mucho tiempo. Porque papá me pegó en tantas partes que tengo que escribir tirado de boca y comer ídem. Es un verdadero tirano. Porque además de que a uno le remata hasta su propia cama, después no lo deja comprarse ni siquiera una radio.
Esta mañana yo estaba feliz. Me levanté temprano y me fui al remate de nosotros. Y por fin entendí tal como era y me encantó el negocio. Es pura cuestión de levantar el dedo. Había montones de cosas que yo quería rematar, pero me aguanté hasta que llegó la cuestión de la radio. El señor que remataba dijo que era lo más estupendo del mundo, todavía mucho mejor de lo que yo creía y la ofreció de regalo en quinientos mil pesos. Yo levanté mi dedo, pero nadie lo vio, porque había una tremenda apretura. Entonces el señor la bajó a cuatrocientos. Volví a levantar mi dedo y se me enredó en la cartera de una señora y no lo pude asomar.
Y el señor la bajó a trescientos. Entonces me subí a una silla y justo cuando iba a levantar el dedo, el señor la bajó a doscientos. Yo dejé mi dedo arriba y como la señora que estaba delante se movió un poco, vieron mi dedo.
—¡Tengo doscientos mil pesos! —gritó el señor, y yo me sentí feliz.
Pero en ese momento apareció otro dedo y el señor gritó:
—¡Doscientos cincuenta! Mi dedo seguía parado encima de la señora que se movía.
Y el señor gritaba:
—¡Trescientos! ¡Trescientos cincuenta! ¡Cuatrocientos! ¡Cuatrocientos cincuenta! ¡Quinientos! ¡Y se va en quinientos! Es un regalo, señores. ¡Quinientos cincuenta! ¡Seiscientos! ¡Y la entrego en seiscientos…! ¡Y seiscientos y seiscientos! Al señor… —y el empleado me dio un papelito y yo comprendí que la radio era mía. Sólo seiscientos mil pesos un verdadero regalo, como decía el señor.
Pero lo que pasó lo vine a saber en la noche, cuando llegó el papá y le dijo a mamá:
—¡Siento no haber podido darte la sorpresa que te tenía! Como te vi interesada por la radio, pensé comprártela y le hice posturas hasta medio millón de pesos. Pero el otro interesado no cedió nunca.
—¡Papá! —le grité yo feliz desde la cama en el suelo—. ¡La radio es suya, o de mamá si quiere! ¡Yo era el otro interesado! ¡Aquí tiene el papel!
Y se armó la grande. Parecía un verdadero terremoto y el cuarto se me daba vueltas para todos lados. Hasta que empezaron las palmadas, también por todos lados, y era inútil que la mamá le explicara al papá.
—¡Ese imbécil me ha hecho pagar el doble! —gritaba mi papá—. No había más que dos interesados: él y yo. Pude conseguirla por doscientos mil pesos y tendré que pagar tres veces su valor. ¡Seiscientos mil pesos por una radio que no vale ni la mitad!
Yo creo que el papá me dio una palmada por cada peso de la radio y no acababa nunca jamás. Yo me encogía y me retorcía y era inútil. Se me corrían las lágrimas y se me salían los gritos y nunca he sentido una cosa más larga que su furia. Y me daba hipo y se me salían los tallarines que estaba comiendo, pero dale y dale. Él seguía pegando. Hasta que la pobre mamá le dijo que no se comprara el auto y que era mucho mejor tener una buena radio. Y le dio las gracias por el regalo y yo quedé tirado con el hipo y todos los tallarines en la cama.
¡Así que después de todo la radio no es mía y me revienta!
Resulta que el remate fue tan bueno que a pesar de la radio, mi papá se compró también un auto. Es bastante antiguo, pero no importa porque es muy barato. Tiene seis cilindros y cuatro puertas. Yo no lo conozco todavía porque lo están revisando en el garaje. Es mellizo mío. Uno no es viejo de casi nueve años y mucho menos un auto. También antes los hacían mucho mejores.
Ya tenemos todo listo para el viaje y mañana a las nueve le entregan el auto al papá. La radio se va en un camión con la Domi y todas las cosas nuevas que compramos. Estoy bastante feliz de irme a un país tan estupendo donde pienso hacer una vida muy chora.
Por fin llegamos a Concón.
Resulta que el auto que compró el papá es una buena mugre y apenas salimos de Santiago se nos quedó en pana de motor. Tuvimos que hacerlo remolcar a un garaje y cambiarle platinos, bujías, batería, frenos, etc. Nos demoramos no sé cuántas horas, pero parecía que había quedado estupendo. Así que pagamos la tremenda cuenta y nos fuimos felices.
Íbamos por un camino regio que se llama Panamericana y se puede llegar por él a cualquier parte del mundo. De repente un disparo salvaje, y ¡zas!, por poco nos damos vuelta. Era un neumático.
Nos bajamos y Javier y yo empezamos a ayudar al papá. Lo más difícil era descargar el auto para sacar el repuesto porque venía la casa entera metida adentro. Cacerolas, chombas, lámparas, tallarines, zapatos, ropa y demases, etc., y debajo de todo, el famoso neumático. Y la gata.
La mamá y la Domi se bajaron y empezaron a hacernos sandwiches y nosotros trabajando con la famosa gata que nadie la entendía. Hasta que por fin la pusimos, elevamos el auto y sacamos la rueda. Y cuando estaba en tres patas, ¡zas!, crujió un poquito, se dobló la gata y se vino al suelo… Y lo peor fue que se cayó encima de las cacerolas y las atortilló.
Nadie lo podía levantar hasta que un camión paró y unos tipos nos ayudaron. Y le cambiamos neumático. Y volvimos a meter las cosas, pero no sé por qué no cupieron todas y mi papá se puso firme en dejar tiradas un montón de cuestiones de almacén.
Íbamos muy felices, cuando de repente empezó a saltar una lluvia de agua hirviendo encima del vidrio. Paramos y al capó le salía un humo de tren. El papá dijo que estaba hirviendo, y había que esperar que se enfriara.
Esperamos horas y partimos de nuevo. Al poco rato volvió a hervir. Vuelta a esperar. El papá decidió irse bien despacito, para que no hirviera. En eso se oscureció y se hizo de noche Quiso encender las luces y apenas las encendió, ¡zas!, se apagaron. Era el fusible y no había repuesto. Tuvimos que seguir más despacito, y cada vez más despacito, hasta que se reventó el otro neumático y con el otro reventado no hubo más remedio que dejar el auto ahí y hacer dedo.
Y nos vinimos en un camión inmenso donde cabía todo y hasta habría cabido todo lo que tiramos de almacén.
Llegamos a Concón a las doce de la noche y la refinería de petróleo es como un barco gigante todo de luces y chimeneas, bolas de plata inmensas con un volcán de llamaradas rojas. También parece algo de Marte porque todo es espacial.
Eso me consoló mucho del viaje tan largo, porque pensando que uno llega a tierras tan estupendas, donde todo es diferente, tan inmenso y tan lunar, hay mucho donde entretenerse. Mañana voy a tener harto que hacer recorriendo esto que tiene olores anónimos.
Porque por la refinería se siente algo como comida mal hecha y después una cosa fresca y salada con gusto a jaibas y cosas ricas.
La cuestión es que mi papá tenga tiempo de sacarnos a pasear todo el día y que la mamá se conforme con pensar en su guagua para que nos deje pasear hasta la noche.
La casa en que vivimos ahora, está en un cerro y se ve el mar completamente negro. Hay pocos muebles, pero como es tan tarde, la mamá armó las camas en cualquier parte para que nos acostemos y mañana nos vamos a instalar con la radio y demás cosas.
Todos se durmieron ya, menos yo, que estoy desvelado, porque esa luz roja que sale de la refinería me parece algo tan estupendo que creo que sería una buena idea agrandarla otro poco y entonces no habría noche en ninguna parte.
Mientras estaba escribiendo me dio hambre y me acordé de los sandwiches que me había hecho hace tiempo y traía en mi maleta. La abrí y resulta que tenían una cantidad de pelitos blancos largos y un olor tan fétido que tuve que botarlos.
Ojalá que aquí amanezca temprano y salga luego el sol, porque yo tengo tanto que hacer y tantas cosas que visitar y no quiero perder tiempo.
Hay muchas pulgas en mi cama y tengo todas las costillas llenas de ronchitas blancas con orilla rosada. Pero no se pueden agarrar porque son demasiado chicas. Se ve que son pulgas hambreadas y que hace mucho tiempo que no comían. Eso me consuela de que me piquen y no me voy a rascar más para no molestarlas ni machucarlas, quiero que estén sanitas y gordas para mañana y hacer un criadero.
Tengo el desengaño de la vida más tremendo y se me ha engordado tanto la garganta que apenas puedo tragar. Porque yo creía que el famoso Concón era fenómeno y resulta que es todo lo contrarío. Quiero decir que cuesta tanto acostumbrarse a que uno viva en un pueblo cuando ya tenía todo arreglado en la cabeza para vivir en una ciudad de rascacielos. El primer día no me cayó tan mal porque el mar es lindo y la playa y la desembocadura del río con sus botes y la refinería de petróleo era bastante colosal, pero al otro día, cuando quise ir a las tiendas y conocer, lo encontré bien penca. Aquí uno pide permiso para algo prohibido y se lo dan. Salí a caminar solo y lo recorrí entero con cerros y todo y mientras más andaba más cototo me bajaba de que fuera lo que era… Hasta que por fin pensé que más valía acostumbrarme y me hice amigo de un pescador que se llama el General. Tiene un bote sin motor, pero hace bien remar para criar pecho. Y crié bastante aunque el remo me botó tres veces. Lo bueno de Concón es que toda la gente es igual y de confianza y puros almaceneros o pescadores y no se trabaja sino que uno sale al mar en bote y recoge el pescado. Así que nadie se cansa ni rezonga sino que simplemente descansan en la caleta y conversan o salen a pescar. La telefonista teje delante de una mesita con fichas con bisagra y de repente se cae una tapita y ella se pone los fonos y dice: —Concón, le marco —y enchufa un fierrito y da vuelta una perilla y sigue tejiendo. El correo tiene una rejilla como de caja de banco y suena todo el tiempo el telegrama, pero no hay que apuntarlo porque es solamente para que no se amohose. Y cuando llega una carta hay que firmar un libro. En el almacén hay sacos con maíz y muchas escobas, pero pocos chocolates. Los dueños son italianos y bastante colorados.