Parque Jurásico (21 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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John Hammond arrugó la nariz, como si oliese algo desagradable:

—¿Estética? —repitió.

Estaban en pie en la sala de estar de la elegante casa de campo de Hammond, ubicada detrás de las palmeras, en el sector norte del parque. La sala estaba bien ventilada y era confortable, dotada de media docena de monitores de televisión que mostraban los animales en el parque. La carpeta que llevaba Wu, en la que, marcado con un sello, decía
DESARROLLO DE ANIMALES: VERSIÓN
4.4, estaba sobre la mesa de café.

Hammond miraba al genetista con aire paternal, paciente. Wu, con treinta y tres años de edad, era muy consciente de que había trabajado para Hammond durante toda su vida profesional: Hammond le había contratado en cuanto salió de la escuela universitaria para graduados.

—Por supuesto, también hay consecuencias prácticas —continuó Wu—. Realmente pienso que debe usted tomar en consideración mis recomendaciones para la fase dos. Debemos ir a la versión 4.4.

—¿Quiere remplazar todas las cepas actuales de animales? —preguntó Hammond.

—Sí, eso quiero.

—¿Por qué? ¿Qué hay de malo en ellas?

—Nada, salvo que son dinosaurios verdaderos.

—Eso es lo que pedí, Henry —dijo Hammond, sonriendo—. Y eso es lo que me diste.

—Lo sé. Pero, verá usted… —Vaciló. ¿Cómo le podía explicar eso a Hammond? El anciano prácticamente nunca visitaba la isla. Y lo que Wu estaba tratando de comunicar era una situación peculiar—. En este mismo momento, mientras estamos aquí, casi nadie, en todo el mundo, ha visto alguna vez un dinosaurio verdadero. Nadie sabe cuál es su aspecto verdadero.

—Así es…

—Los dinosaurios que ahora tenemos son verdaderos —prosiguió Wu, señalando las pantallas que había alrededor de la sala—, pero, en ciertos aspectos, no son satisfactorios. No son convincentes. Los podría fabricar mejor.

—¿Mejor en qué sentido?

—En primer lugar, se desplazan demasiado deprisa. La gente no está habituada a ver animales grandes que sean tan ágiles. Temo que los visitantes crean que los dinosaurios aparentan estar acelerados, como en una película que pasa demasiado rápido.

—Pero, Henry, estos son dinosaurios verdaderos. Tú mismo lo dijiste.

—Lo sé, pero nos resultaría fácil generar dinosaurios más lentos, más domesticados.

—¿Dinosaurios
domesticados
? —resopló Hammond—. Nadie quiere dinosaurios domesticados, Henry. Quieren la realidad.

—Ésa es la cuestión: no creo que la quieran. Quieren ver lo que satisfaga sus expectativas, que es algo completamente distinto.

Hammond fruncía el entrecejo.

—Usted mismo lo dijo, John, este es un parque de entretenimiento. Y el entretenimiento nada tiene que ver con la realidad. El entretenimiento es la antítesis de la realidad.

Hammond suspiró:

—Pero, Henry, ¿vamos a tener otra de esas discusiones abstractas? Sabes que me gusta mantener las cosas sencillas. Los dinosaurios que tenemos ahora son reales, y…

—Bueno, no exactamente —lo interrumpió Wu. Recorrió la sala de punta a punta; señaló los monitores—. No creo que nos debamos engañar. Aquí no hemos
vuelto a crear
lo pasado. Lo pasado ya no está. Nunca se puede volver a crear. Lo que hemos hecho es
reconstruir
lo pasado o, al menos, una variación sobre lo pasado, una versión de lo pasado. Y estoy diciendo que puedo hacer una versión mejor.

—¿Mejor que la real?

—¿Por qué no? Después de todo, estos animales ya están modificados. Hemos introducido genes para hacer que sean patentables y les hemos creado la dependencia de la lisina. Y hemos hecho todo lo que hemos podido para favorecer el crecimiento y para acelerar el desarrollo hasta llegar al estado adulto.

Hammond se encogió de hombros:

—Eso era inevitable. No quisimos esperar. Tenemos inversores en los que pensar.

—Por supuesto. Pero lo único que estoy diciendo es, ¿por qué detenernos aquí? ¿Por qué no avanzar más, para hacer exactamente la clase de dinosaurio que nos gustaría ver? ¿Uno que fuera más aceptable para los visitantes, y que nos resultara más fácil de manejar? ¿Una versión más lenta, más dócil, para nuestro parque?

Hammond frunció el entrecejo:

—Pero entonces los dinosaurios no serían reales —adujo.

—Es que no lo son ahora. Eso es lo que estoy tratando de decirle. No hay realidad alguna aquí.

Se encogió de hombros, en un gesto de impotencia: podía ver que no lograba explicarse. A Hammond nunca le habían interesado los detalles técnicos, y la esencia de esa discusión era técnica. ¿Cómo le podía explicar la realidad de los experimentos fallidos con el ADN, los emparchados, los vacíos en la secuencia que se había visto obligado a rellenar sobre la base de las mejoras que lograba hacer pero, así y todo, no siendo más que suposiciones? El ADN de los dinosaurios era como viejas fotografías a las que se había retocado; básicamente, lo mismo que el original pero, en algunas partes, reparadas y emparejadas y, como resultado…

—Vamos, Henry —dijo Hammond, pasando el brazo alrededor del hombro de Wu—, si no te importa que lo diga, creo que te estás acobardando. Estuviste trabajando muy intensamente durante mucho tiempo e hiciste un trabajo sensacional, un trabajo sensacional, y ya es momento de que les revele a algunas personas lo que conseguiste. Es natural estar un poco nervioso. Tener algunas dudas. Pero estoy convencido, Henry, de que el mundo estará enteramente satisfecho. Enteramente satisfecho.

Al tiempo que hablaba, Hammond conducía a Wu hacia la puerta.

—Pero, John, ¿recuerda, allá por el 1987, cuando empezamos a construir los dispositivos de contención? Todavía no teníamos adultos desarrollados del todo, de modo que debíamos predecir lo que habríamos de necesitar: ordenamos aturdidores táser grandes, vehículos en los que se habían montado pinchos para ganado, lanzadores que despedían redes eléctricas. Todo ello construido de acuerdo con nuestras especificaciones. Ahora tenemos toda una panoplia de dispositivos… y todos ellos son demasiado lentos. Tenemos que introducir algunos ajustes. ¿Sabe usted que Muldoon quiere equipo militar, misiles «TOW» y dispositivos guiados por láser?

—Dejemos a Muldoon fuera de esto —repuso Hammond—. No estoy preocupado. No es nada más que un zoológico, Henry.

El teléfono sonó, y Hammond fue a atenderlo. Wu trató de pensar en otra forma de insistir en su argumento. Pero el hecho era que, después de cinco largos años, el Parque Jurásico estaba a punto de ser una realidad, y John Hammond sencillamente ya no estaba escuchando lo que Wu pudiera decirle.

Hubo una época en la que Hammond le escuchaba con mucha atención. En especial cuando Wu estaba recién reclutado, en los días en que era un licenciado de Biología de veintiocho años que trabajaba en su tesis de doctorado en Stanford, en el laboratorio de Norman Atherton.

La muerte de Atherton había precipitado el laboratorio en la confusión, así como en la aflicción. Nadie sabía qué iba a ocurrir con la provisión de fondos o con los programas para el doctorado. Había mucha incertidumbre; la gente estaba preocupada por su carrera.

Dos semanas después del funeral, John Hammond fue a ver a Wu. Todos los del laboratorio sabían que Atherton había tenido algún tipo de vínculo con Hammond, aunque los detalles nunca estuvieron claros. Pero Hammond se le había acercado a Wu de manera tan directa, que éste nunca lo olvidó:

—Norman siempre decía que usted era el mejor genetista de su laboratorio —había dicho—. ¿Cuáles son sus planes ahora?

—No sé. Investigación.

—¿Quiere un nombramiento en la Universidad?

—Sí.

—Es un error —contestó Hammond con energía—. Al menos, lo es si usted respeta su talento.

Wu parpadeó:

—¿Por qué?

—Porque, enfrentemos los hechos, las Universidades ya no son los centros intelectuales del país. La idea en sí es absurda. Las Universidades son el agua estancada. No se sorprenda tanto. No le estoy diciendo nada que usted no sepa. Desde la Segunda Guerra Mundial, todos los descubrimientos verdaderamente importantes salieron de laboratorios privados: el láser, el transistor, la vacuna contra la polio, el microprocesador, el holograma, el ordenador personal, la obtención de imágenes por resonancia magnética, las exploraciones por tomografía computarizada…, la lista sigue indefinidamente. Las Universidades, sencillamente, no están más donde ocurren las cosas, y no lo han estado durante cuarenta años. Si usted quiere hacer algo importante en los ordenadores o en la genética, no vaya a una Universidad. Por Dios, no.

Wu descubrió que no podía articular palabra.

—¡Cielo santo! —decía Hammond—, ¿por qué cosas debe pasar usted para iniciar un nuevo proyecto? ¿Cuántas solicitudes de beca, cuántos formularios, cuántas aceptaciones? ¿La comisión de iniciativas? ¿El director de departamento? ¿El comité de asignación de recursos de la Universidad? ¿Cómo consigue más espacio para trabajar, si lo precisa? ¿Más ayudantes, si los necesita? ¿Cuánto tiempo tarda en conseguir todo eso? Un hombre brillante no puede malgastar un tiempo precioso con formularios y comités. La vida es demasiado corta, y el ADN demasiado largo. Usted quiere dejar su huella. Si quiere que algo se haga, manténgase alejado de las Universidades.

En aquellos días, Wu quería con desesperación dejar su huella. John Hammond atrapó toda su atención:

—Estoy hablando de trabajo —proseguía Hammond—. Verdaderos logros. ¿Qué necesita un científico para trabajar? Necesita tiempo, y necesita dinero. Estoy hablando de darle un encargo por cinco años, y diez millones al año como fondos. Cincuenta millones de dólares, y nadie le dice cómo gastarlos. Usted decide. Todo lo demás, sencillamente, no le obstaculiza el camino.

Era demasiado bueno para ser cierto. Wu quedó silencioso durante largo rato. Finalmente preguntó:

—¿A cambio de qué?

—Por intentar hacer lo imposible —contestó Hammond—. Por intentar algo que, probablemente, no se puede hacer.

—¿En qué consiste?

—No le puedo dar detalles, pero, en rasgos generales, la tarea supone hacer la clonación de reptiles.

—No creo que sea imposible. Los reptiles son más fáciles que los mamíferos. Es probable que la obtención de clones sólo tarde diez, quince años en conseguirse. Siempre y cuando se logren algunos avances fundamentales.

—Tengo cinco años —le contestó Hammond—. Y mucho dinero, para alguien que quiera hacer el intento ahora.

—¿Mi trabajo se va a poder publicar?

—Con el tiempo.

—No inmediatamente.

—No.

—¿Pero, con el tiempo, se podrá publicar? —insistió, sin irse por las ramas.

Hammond se rió:

—No se preocupe, todo el mundo sabrá lo que usted hizo, se lo prometo.

Y ahora parecía que, en verdad, todo el mundo lo iba a saber, pensaba Wu. Después de cinco años de extraordinario esfuerzo, se encontraban justo a un año de distancia de la inauguración del parque para el público. Por supuesto, esos años no habían transcurrido del modo exacto prometido por Hammond. Wu tuvo algunas personas que le decían qué hacer y, muchas veces, se vio sometido a terribles presiones. Y el trabajo en sí varió; ni siquiera se trataba de hacer la clonación de reptiles, una vez que empezaron a entender que los dinosaurios eran tan parecidos a los pájaros. Era clonación de aves, una propuesta muy diferente. Mucho más difícil. Y, durante los dos últimos años, Wu fue, primordialmente, un administrador, supervisando grupos de investigadores y bancos de secuenciadores computarizados de genes. La administración no era la clase de trabajo que deleitaba a Wu; eso no era lo que él había pactado.

Y, aun así, tuvo éxito. Hizo lo que nadie realmente creía que se pudiera hacer, no en tan breve lapso por lo menos. Y Henry Wu pensaba que le correspondían algunos derechos, que debía tener voz y voto en lo que sucedía, en virtud de sus conocimientos y de sus esfuerzos. En vez de eso encontró que su influencia se desvanecía conforme pasaban los días: los dinosaurios existían. Los procedimientos para obtenerlos se habían resuelto hasta el punto de volverse rutinarios. Las técnicas estaban maduras… y John Hammond ya no necesitaba a Henry Wu.

—Así estará bien —decía Hammond, hablando por teléfono. Escuchaba un poco y sonreía a Wu—. Espléndido. Sí, espléndido.

Colgó.

—¿Dónde habíamos quedado, Henry?

—Estábamos hablando de la fase dos —repuso Wu.

—Ah, sí. Ya tratamos antes este asunto, Henry…

—Lo sé, pero usted no se da cuenta…

—Discúlpame, Henry —dijo Hammond, con un asomo de impaciencia en la voz—, sí me doy cuenta. Y debo decírtelo con franqueza, Henry, no veo motivo alguno para mejorar la realidad. Cada cambio que debimos introducir en el genoma nos fue impuesto por la legislación o por la necesidad. Puede que hagamos otros cambios en el futuro, para resistir las enfermedades o por alguna otra razón. Pero no creo que debamos mejorar la realidad nada más que porque pensemos que es mejor de esa manera. En estos momentos tenemos dinosaurios verdaderos ahí fuera. Eso es lo que la gente quiere ver. Y eso es lo que debe ver. Es nuestra obligación, Henry. Eso es honesto, Henry.

Y, sonriendo, Hammond le abrió la puerta para que saliese.

Control

Grant miró todos los monitores de ordenador de la oscurecida sala de control, sintiéndose irritado: no le gustaban los ordenadores. Sabía que eso le convertía en anticuado, pasado de moda como investigador, pero no le importaba. Algunos de los muchachos que trabajaban para él tenían verdadera sensibilidad para los ordenadores, una intuición. Grant nunca sintió eso; encontraba que eran maquinitas engañadoras, extrañas. Hasta la distinción fundamental entre sistema operativo y aplicación le dejaba confuso y descorazonado, literalmente perdido en una geografía ajena a él, que no podía entender. Pero observó que Gennaro estaba perfectamente cómodo y Malcolm parecía encontrarse en su elemento, emitiendo ruiditos de husmeo, como un sabueso que sigue una pista.

—Ustedes quieren saber cosas sobre los mecanismos de control —decía John Arnold, girando en su silla. El ingeniero jefe era un hombre delgado, tenso, de cuarenta y cinco años, que fumaba un cigarrillo tras otro. Miró de soslayo a las demás personas que le acompañaban en la sala—. Poseemos mecanismos increíbles de control —aseguró, y encendió otro cigarrillo más.

—Por ejemplo… —insinuó Gennaro.

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