—Muy improbable. Además, sólo hubo dos intentos, frustrados. El viento del norte está cabrón.
—¿Hospitales?
—Por supuesto que nada, Mario.
—¿Hoteles?
El Viejo negó con la cabeza y apoyó los codos en el buró. Tal vez se estaba aburriendo.
—¿Asilo político en posadas, vayuses, pilotos clandestinos?
Al fin sonrió. Apenas un movimiento del labio sobre el tabaco.
—Vete al carajo, Mario, pero acuérdate de lo que te dije: a la próxima te parto la vida, con juicio por desacato y todo.
El teniente Mario Conde se puso de pie. Recogió el file con la mano izquierda, y después de acomodarse la pistola esbozó un saludo militar. Empezaba a girar cuando el mayor Rangel ensayó otra de sus combinaciones de voz y tono, buscando el raro equilibrio que indicara persuasión y curiosidad a un tiempo:
—Mario, déjame hacerte dos preguntas. —Y apoyó la cabeza entre las manos—. Chico, ¿por qué te metiste a policía? Dímelo de una vez, anda.
El Conde miró los ojos del Viejo como si no hubiera entendido algo. Sabía que lograba desconcertarlo con su mezcla de despreocupación y eficacia y le gustaba disfrutar aquella mínima superioridad.
—No lo sé, jefe. Hace doce años que lo estoy investigando y todavía no sé por qué. ¿Y la otra pregunta?
El mayor se puso de pie y rodeó el buró. Alisó la camisa de su uniforme, una chaqueta con charreteras y grados que parecía recién salida de la tintorería. Miró los zapatos, el pantalón, la camisa y la cara del teniente.
—Ya que eres policía, ¿cuándo te vas a vestir como un policía?, ¿eh? ¿Y por qué no te afeitas bien? Mira eso, parece que estás enfermo.
—Fueron tres preguntas, mayor. ¿Quiere tres respuestas?
El Viejo sonrió y negó con la cabeza.
—No, quiero que encuentres a Morín. Total, a mí no me interesa por qué te metiste a policía y menos por qué no te quitas ese pantalón desteñido. Lo que me importa es que esto sea rápido. No me gusta que me estén presionando los ministros —dijo, y devolvió sin deseos el saludo militar y regresó a su buró para ver salir al teniente Mario Conde.
ASUNTO: DESAPARICIÓN
Denunciante: Tamara Valdemira Méndez
Dirección particular: Santa Catalina, N.° 1187, Santos Suárez, Ciudad Habana
Carnet de Identidad: 56071000623
Ocupación: Estomatóloga
Generales del caso: A las 21:35 horas del jueves 1 de enero de 1989 se presenta en esta Estación la Denunciante para notificar la desaparición del ciudadano Rafael Morín Rodríguez, esposo de la Denunciante y vecino de la dirección arriba citada, carnet de identidad 52112300565, y de señas particulares piel blanca, pelo castaño claro, ojos azules, estatura aproximada 1,80 cm. Explica la Denunciante que, siendo las primeras horas de la madrugada del día 1 de enero y luego de participar en una fiesta donde habían celebrado con sus compañeros de trabajo y amigos el fin de año, la Denunciante regresó a su casa acompañada por el citado Rafael Morín Rodríguez y que luego de verificar que el hijo de ambos dormía en su habitación con la madre de la Denunciante, se dirigieron a su habitación y se acostaron, y que a la mañana siguiente, al despertarse la Denunciante, el ciudadano Rafael Morín ya faltaba de la casa, pero que al principio ella no le prestó la mayor atención, pues solía salir sin informar su paradero. En horas del mediodía, algo preocupada, la Denunciante telefoneó a algunos amigos y compañeros de trabajo así como a la Empresa donde labora Rafael Morín Rodríguez, sin obtener información alguna sobre su paradero. Que ya a estas alturas se preocupó, pues el ciudadano Rafael Morín no había utilizado el automóvil de su propiedad (Lada 2107, chapa HA11934), ni tampoco el de la Empresa, que estaba en el taller. Ya en horas de la tarde y acompañada por el ciudadano René Maciques Alba, compañero de trabajo del Desaparecido, telefonearon a varios hospitales sin respuesta positiva y luego visitaron otros con los que había sido imposible la comunicación por vía telefónica, obteniendo igual resultado negativo. A las 21 horas se presentaron en esta Estación la Denunciante y el ciudadano René Maciques Alba con el propósito de presentar esta Denuncia por la desaparición del ciudadano Rafael Morín Rodríguez.
Oficial de Guardia: Sgto. Lincoln Capote.
Orden de Denuncia: 16-0101-89
Jefe de Estación: Primer Tte. Jorge Samper.
Adjunto 1: Fotografía del Desaparecido.
Adjunto 2: Datos laborales y personales del Desaparecido.
Dar curso a investigación. Eleva a nivel de prioridad 1, Delegación Provincial C. Habana.
Vio a Tamara haciendo su denuncia y miró otra vez la foto del desaparecido. Era eso: un imán que revolvía nostalgias lejanas, días que muchas veces quiso olvidar, melancolías sepultadas. Debía de ser reciente, la cartulina brillaba, pero podría tener veinte años y seguiría siendo la misma persona. ¿Seguro? Seguro: parecía inmune a los pesares de la vida y cordial incluso en las fotografías de pasaporte, ajeno siempre al sudor, al acné y a la grasa, a la amenaza oscura de la barba, con ese algo de ángel intachable y perfecto. Ahora, sin embargo, era un desaparecido, un caso policiaco casi vulgar, un trabajo más que hubiera preferido no realizar. ¿Qué es lo que está pasando, mi madre?, se dijo y abandonó el buró sin deseos de leer el informe de los datos personales y laborales del intachable Rafael Morín. Desde la ventana de su pequeño cubículo disfrutaba un cuadro qué le parecía sencillamente impresionista, compuesto por la calle flanqueada de laureles viejísimos, una mancha verde difusa bajo el sol pero capaz de refrescar sus ojos adoloridos, un mundo insignificante del que conocía cada secreto y cada alteración: un nuevo nido de gorriones, una rama que empezaba a morir, un cambio de follaje advertido por la oscuridad de aquel verde perpetuo y difuso. Detrás de los árboles una iglesia de rejas altas y paredes lisas y algunos edificios apenas entrevistos y muy al fondo el mar, que sólo se percibía como una luz y un perfume remoto. La calle estaba vacía y cálida y su cabeza apenas vacía y un poco turbia, y pensó cuánto le gustaría estar sentado bajo aquellos laureles, tener otra vez dieciséis años, un perro para acariciar y una novia para esperar: entonces, sentado allí con la mayor simpleza, jugaría a sentirse muy feliz, como casi había olvidado que se puede ser feliz, y tal vez hasta lograría recomponer su pasado, que entonces sería su futuro, calcular lógicamente cómo iba a ser su vida. Le encantaba calcularlo pues trataría de que fuera distinta: aquella larga cadena de errores y casualidades que habían formado su existencia no se podía repetir, debía haber algún modo de enmendarla o al menos romperla y ensayar otra fórmula, en verdad otra vida. Su estómago parecía estar ya más sosegado y deseaba tener la cabeza limpia para meterse en aquel caso que venía del pasado dispuesto a romperle la tranquilidad de la abulia soñada para el fin de semana. Apretó la tecla roja del intercomunicador y pidió que le llamaran al sargento Manuel Palacios. Quizás podría ser como Manolo, pensó, y pensó que por suerte existían gentes como Manolo, capaces de hacer agradable la rutina de los días de trabajo, sólo con su presencia y su optimismo. Manolo era un buen amigo, comprobadamente discreto y tranquilamente ambicioso, y el Conde lo prefería entre todos los sargentos y auxiliares de investigación de la Central.
Vio la sombra que crecía contra el cristal de la puerta y el sargento Manuel Palacios entró sin tocar.
—Yo creía que todavía no habías llegado… —dijo y ocupó una de las butacas, frente al buró del Conde—. No hay vida, hermano. Coño, qué cara de sueño estás usando hoy.
—Ni te imaginas el peo que levanté anoche. Terrible —y sintió que se estremecía sólo de recordarlo—. Era el cumpleaños de la vieja Josefina y empezamos con unas cervezas que conseguí, después comimos con vino tinto, un vino rumano medio cagón pero que pasa bien, y terminamos el Flaco y yo enredados con un litro de añejo que se suponía que él le regalaba a la madre. Por poco me muero cuando el Viejo me llamó.
—Dice Maruchi que estaba encendido contigo porque le colgaste el teléfono —sonrió Manolo y se acomodó mejor en la butaca. Tenía apenas veinticinco años y una evidente amenaza de escoliosis: ningún asiento le resultaba propicio para sus nalgas esmirriadas y no resistía estar mucho tiempo de pie, sin caminar. Tenía unos brazos largos y un cuerpo magro con algunos movimientos de animal invertebrado: de las personas que el Conde conocía era el único capaz de morderse el codo y lamerse la nariz. Se movía como si flotara, y al verlo se podía pensar que era débil, incluso frágil y seguramente más joven de lo que aparentaba ser.
—Es que el Viejo está preocupado. A él también lo llaman de arriba.
—El lío es gordo, ¿no? Porque él mismo fue el que me llamó.
—Más que gordo es pesado. Mira, llévate esto —dijo, organizando las piezas del file—, léetelo y salimos en media hora. Déjame pensar por dónde vamos a meterle a esto.
—¿Y todavía tú piensas, Conde? —preguntó el sargento y abandonó la oficina, moviéndose con su levedad gaseosa.
El Conde volvió a mirar hacia la calle y sonrió. Todavía pensaba y sabía que aquello era una bomba. Se acercó al teléfono, discó y el sonido metálico del timbre le trajo recuerdos de un terrible despertar.
—Aló —escuchó.
—Jose, soy yo.
—Oye, ¿cómo amaneciste, muchacho? —le preguntó la mujer y él la sintió alegre.
—Mejor ni te cuento, pero fue un buen cumpleaños, ¿no? ¿Cómo anda la bestia?
—Todavía no ha amanecido.
—Suerte que tienen algunos.
—Oye, ¿qué te pasa? ¿De dónde tú llamas?
Suspiró y miró otra vez hacia la calle antes de responder. El sol seguía calentando desde el cielo limpio, era un sábado que ni mandado a hacer a mano, dos días antes había cerrado un caso de tráfico de divisas que lo agotó con interrogatorios que parecían interminables, y pensaba dormir todas las mañanas hasta el lunes. Y que se perdiera ahora aquel hombre.
—De la incubadora, Jose —se lamentó, refiriéndose a su pequeña oficina—. Me levantaron temprano. No hay justicia para los justos, vieja, te lo juro.
—¿Entonces no vienes a almorzar?
—Me parece que no. ¿Oye, qué es lo que estoy oliendo por teléfono?
La mujer sonrió. Siempre puede reírse, qué bárbara.
—Lo que te pierdes, muchacho.
—¿
Something special
?
—No
, nothing special
pero muy rico. Oye bien: las malangas que tú trajiste, hervidas, con mojo y les eché bastante ajo y naranja agria; unos bistecitos de puerco que quedaron de ayer, imagínate que están casi cocinados por el adobo y alcanzan a dos por cabeza; los frijoles negros me están quedando dormiditos, como a ustedes les gusta, porque están cuajando sabroso y ahora voy a echarle un chorrito del aceite de oliva argentino que compré en la bodega; al arroz ya le bajé la llama, que también le eché ajo, como te dijo el nicaragüense amigo tuyo. Y la ensalada: lechuga, tomate y rabanitos. Ah, bueno, y el dulce de coco rayado con queso… ¿No te has muerto, Condesito?
—Me cago en mi estampa, Jose —dijo, sintiendo un reordenamiento en su maltratado abdomen. Era un fanático de las mesas abundantes, se moría por un menú como aquél y sabía que Josefina estaba preparando la comida especialmente para él y para el Flaco y tenía que perdérsela—. Oye, ya, no quiero hablar más contigo. Ponme ahí al Flaco, despiértalo, que se levante, borracho de mierda…
—Dime con quién andas… —se rió Josefina y dejó el teléfono. Hacía veinte años que la conocía y ni en los peores momentos la sintió fatalista ni derrotada. El Conde la admiraba y la quería, a veces de un modo más tangible que a su propia madre, con la que nunca había tenido ni la identificación ni la confianza que le inspiraba la madre del Flaco Carlos, que ya no era flaco.
—Habla, tú —dijo el Flaco y su voz sonaba profunda y pegajosa, tan horrible como debió de sonar la suya cuando el Viejo lo despertó.
—Voy a quitarte la curda —anunció Mario y sonrió.
—Coño, falta que me hace, porque estoy matao. Oye, salvaje, ni una más como la de anoche, te lo juro por tu madre.
—¿Te duele la cabeza?
—Es lo único que no me duele —respondió el Flaco. Nunca le dolía la cabeza y Mario lo sabía: podía beber cualquier cantidad de alcohol, a cualquier hora, mezclar vino dulce, ron y cerveza y caerse borracho, pero nunca le dolía la cabeza.
—Bueno, a lo que iba. Me llamaron esta mañana…
—¿Del trabajo?
—Me llamaron esta mañana del trabajo —siguió el Conde—, para darme un caso urgente. Una desaparición.
—No jodas, ¿se perdió otra vez Baby Jane, tú?
—Sigue jugando, mi socio, que voy a acabar contigo. El desaparecido es nada más y nada menos que un jefe de empresa con rango de viceministro, y es amigo tuyo. Se llama Rafael Morín Rodríguez. —Un buen silencio. Le di en la cara, pensó. Ni siquiera dijo pal carajo, tú—. ¿Flaco?
—Pal carajo, tú. ¿Qué pasó?
—Eso, desapareció, se perdió del mapa, voló como Matías Pérez, nadie sabe dónde está. Tamara lo denunció el primero por la noche y el gallo sigue sin aparecer.
—¿Y no se sabe nada? —la expectación crecía con cada pregunta y el Conde imaginaba la cara que tendría su amigo, y entre los asombros del Flaco logró contarle los detalles que conocía del caso Rafael Morín—. ¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó el Flaco después de asimilar la información.
—Rutina. No se me ocurre nada todavía. Interrogar gentes y eso, lo de siempre, no sé.
—Oye, ¿y es por culpa de Rafael que no vienes a almorzar?
—Mira, hablando de eso. Dile a Jose que me guarde mi parte, que no se la dé a ningún huevón muerto de hambre que pase por ahí. Hoy a la hora que termine voy para allá.
—Y me cuentas, ¿no?
—Y te cuento. Ya te imaginarás que voy a ver a Tamara. ¿Le doy recuerdos de tu parte?
—Y las felicitaciones, porque empezó año nuevo con vida nueva. Oye, salvaje, y me cuentas si la jimagua sigue tan buena como siempre. Te espero por la noche, tú.
—Oye, oye —se apresuró el Conde—. Cuando se te quite la nota piensa un poco en el lío este y después hablamos.
—¿Y qué tú crees que voy a hacer? ¿En qué voy a pensar? Después hablamos.
—Buen provecho, mi hermano.
—Le doy tu recado a la vieja, mi hermano —dijo y colgó, y Mario Conde pensó que la vida es una mierda.
El Flaco Carlos ya no es flaco, pesa más de doscientas libras, huele agrio igual que todos los gordos y el destino se ensañó con él, pero cuando lo conocí era tan flaco que parecía que iba a partirse en cualquier momento. Se sentó delante de mí, al lado del Conejo, sin saber que íbamos a ocupar esos tres pupitres, junto a la ventana, mientras estuvimos en el Pre. El tenía un bisturí afiladísimo para sacarle punta a los lápices y le dije: «Flaco, asere, préstame la cuchilla ahí», y desde aquel día le dije Flaco, aunque no me pude imaginar que iba a ser mi mejor amigo y que alguna vez ya no sería flaco.