Es algo increíble eso de sentirse escritor. Aunque el taller, en verdad, parecía una corte de los milagros. Había de todo: desde los dos únicos maricones reconocidos del Pre, Millán y el negrito Pancho, hasta el Quijá, el capitán del equipo de
basket
, que hacía unos sonetos larguísimos; desde Adita Vélez, tan fina y tan linda y tan delicada que era imposible imaginarla en el acto cotidiano de cagar un mojón, hasta Miki Cara de Jeva, el lindoro del Pre, que todavía no había escrito ni una línea en su vida y lo que buscaba era alguna jeva que levantar; desde el negro Afón, que no iba casi nunca a clases, hasta la profesora Olguita, la de literatura, que dirigía aquello, pasando por mí y por el Cojo, que era el inventor y el alma del taller. La gente decía: «Ese sí es poeta», porque había publicado unos versos en
El Caimán Barbudo
y usaba unas camisas blancas de cuello duro y mangas largas recogidas hasta el codo, pero no porque fuera poeta ni nada, sino porque no tenía otras camisas blancas para ir al Pre y estaba rematando las últimas glorias de cuello y corbata que había usado su padre como promotor de ventas en Venezuela allá por el cincuenta y pico, justo cuando nació el Cojo, que por tanto era venezolano pero de La Víbora y fue al que se le ocurrió hacer una revista del taller literario y formó sin quererlo la descojonación.
Nos reuníamos los viernes por la tarde debajo de los algarrobos que había en el patio de educación física y la profe Olguita llevaba un termo grandísimo con té frío, y nos cogía la noche matándonos a poemas y cuentos, y éramos ultracríticos con los otros, buscando siempre la contrapelusa de las cosas, el marco histórico, si era idealista o realista, cuál era el tema y cuál el asunto y esas pendejadas que nos enseñaban en el aula como para que no quisiéramos leer, a pesar de que la profe Olguita nunca hablaba de eso y nos leía cada semana un capítulo de
Rayuela
; se veía que le gustaba muchísimo porque casi llorando nos decía esto es la literatura, y ella se me fue pareciendo tanto a la Maga que casi me enamoro, aunque yo era novio de Cuqui y estaba enamorado de Tamara, y eso que Olguita tenía la cara llena de unos huequitos y me llevaba como diez años, y también dijo que sí, que era buena idea eso de sacar todos los meses una revista con las mejores cosas del taller.
Esa fue la otra bronca: las mejores cosas. Porque todos escribíamos cosas buenísimas y nos hacía falta un libro para que cupieran, y entonces el Cojo dijo que en el número cero —y me sorprendió aquello de número cero, si en verdad era el uno, porque cero es cero y no podía quitarme de la cabeza algo así como una revista con las páginas en blanco o mejor, en este caso, como la revista que nunca existió, ¿no?— debíamos ser muy rigurosos, y entre él y Olguita escogieron las cosas, un voto de confianza para ellos por esta vez. Y escogieron «Domingos» y no me cabía un alpiste en el culo de pensar que de verdad yo iba a ser un escritor, y el Flaco y Jose se pusieron contentísimos, y el Conejo envidiosísimo, al fin iba a publicar. En el número cero iban también dos poemas del Cojo —el que puede puede— y uno de la novia del Cojo —lo dicho—, un cuento de Pancho, el negrito maricón, una crítica de Adita a la obra de teatro del grupo del Pre, otro cuento de Carmita y un editorial de la profe Olguita para presentar el número cero de
La Viboreña
, la revista literaria del taller literario José Martí, del Pre René O. Reiné. Qué clase de embullo.
Iba a tener diez hojas la revistica y el Cojo consiguió un paquete de mil cuartillas, salían cien ejemplares, y la profe Olguita habló en la dirección para picarlos y tirarlos y yo soñaba todas las noches con ver a
La Viboreña
y saber que ya era escritor de verdad. Hasta que estuvo lista, nos pasamos una noche empalmando hojas y presillando y al otro día por la mañana nos paramos en la puerta del Pre a repartírsela a la gente, el Cojo no se enrolló las mangas de la camisa y parecía un camarero, y la profe Olguita nos miraba desde la escalera, estaba orgullosa y contenta la última vez que la vi reírse.
Al otro día nos citó el secretario, aula por aula, para una reunión a las dos de la tarde en la dirección. Éramos tan escritores y tan ingenuos que esperábamos recibir diplomas además de felicitaciones y otros estímulos morales por aquella revista tan innovadora, cuando el director nos dijo que nos sentáramos, y ya estaban sentados allí la jefa de cátedra de español, que jamás había ido al taller, la secretaria de la Juventud y Rafael Morín, que respiraba como si tuviera un poco de asma.
El director, que al año siguiente ya no sería director por el escándalo Waterpre, hizo abuso de la palabra: ¿Qué quería decir ese lema de la revista de que «El Comunismo será una aspirina del tamaño del sol», acaso que el socialismo era un dolor de cabeza? ¿Qué pretendía la compañerita Ada Vélez con su crítica a la obra sobre los presos políticos en Chile, destruir los esfuerzos del grupo de teatro y el mensaje de la obra? ¿Por qué todos, todos los poemas de la revista eran de amor y no había uno solo dedicado a la obra de la Revolución, a la vida de un mártir, a la patria en fin? ¿Por qué el cuento del compañerito Conde era de tema religioso y eludía una toma de partido en contra de la iglesia y su enseñanza escolástica y retrógrada? Y sobre todo, dijo, nosotros estábamos como si nos hubiéramos emborrachado, y se paró frente a la flaca Carmita, se veía que la pobre estaba temblando y todos ellos movían la cabeza, diciendo que sí, ¿por qué se publica un cuento firmado por la compañera Carmen Sendán con el tema de una muchacha que se suicida por amor? (y dijo tema, no asunto). ¿Ésa es acaso la imagen que debemos dar de la juventud cubana de hoy? ¿Ése es el ejemplo que proponemos en lugar de resaltar la pureza, la entrega, el espíritu de sacrificio que debe primar en las nuevas generaciones…?, y ahí se formó la descojonación total.
La profe Olguita se puso de pie, estaba rojísima, permítame interrumpirlo, compañero director, dijo y miró hacia la jefa de cátedra que embarajó el tiro y se puso a limpiarse las uñas y al director que sí le sostuvo la mirada, pero tengo que decirle algo: y le dijo muchísimas cosas, que si no era ético que ella se enterara allí del asunto de la reunión (dijo asunto y no tema), que si estaba totalmente en desacuerdo con aquel método que tanto se parecía a la Inquisición, que no entendía cómo era posible aquella incomprensión con los esfuerzos y las iniciativas de los estudiantes, que sólo unos trogloditas políticos podían interpretar los trabajos de la revista de aquella forma y como veo que no hay diálogo desde esas acusaciones y desde esa perspectiva estalinista que usted propone y que acá la compañera de mi cátedra evidentemente aprueba, hágame el favor de firmarme la baja que yo no puedo seguir en este Pre, a pesar de que hay alumnos tan sensibles y buenos y valiosos como estos muchachos, —y nos señaló, y salió de la dirección y no se me olvida nunca que iba rojísima todavía, y estaba llorando y era como si no tuviera huequitos en la cara, porque se había convertido en la mujer más linda del mundo.
Nosotros nos quedamos congelados, hasta que Carmita empezó a llorar y el Cojo miró al tribunal que nos juzgaba, cuando Rafael se puso de pie, sonrió y todo, y se paró al lado del director, compañero director, dijo, después de este feo incidente, creo que es bueno hablar con los estudiantes, porque todos son excelentes compañeros y creo que van a entender lo que usted les ha planteado. Tú misma, Carmita, dijo y le puso una mano en el hombro a la flaca, seguramente no pensaste en las consecuencias de ese cuento idealista, pero hay que estar despiertos en eso, ¿verdad?, y creo que lo mejor es demostrar que pueden hacer una revista a la altura de estos tiempos, en la que podamos resaltar la pureza, la entrega, el espíritu de sacrificio que debe primar en las nuevas generaciones
(sic)
, ¿verdad, Carmita? Y la pobre Carmita dijo que sí, sin saber que decía sí para siempre, que Rafael tenía razón y yo hasta dudé si la tendría, pero no podía olvidarme de la profe Olguita y lo que habían dicho de mi cuento, y entonces el Cojo se paró, permiso, dijo, cualquier queja contra él que se la hicieran como crítica en su comité de base y también salió, le costó un año de limitación de derecho y una mala fama del carajo, siempre ha sido un conflictivo y un socarrón, además de autosuficiente, se cree que porque le han publicado unos poemitas, dijo la jefa de cátedra cuando lo vio salir, y yo quise morirme como nunca he vuelto a querer morirme en la vida, tenía miedo, no podía hablar pero no entendía mi culpa, si nada más había escrito lo que sentía y lo que me había pasado cuando era chiquito, que me gustaba más jugar pelota en la esquina que ir a misa, y por suerte guardé cinco ejemplares de
La Viboreña
, que jamás llegó al número uno, que iba a ser el de la democracia, porque la profe Olguita, tan buena gente y tan linda, pensó que lo podríamos hacer escogiendo a votación los mejores materiales de nuestra abundante cosecha literaria.
—¿Ya almorzaste? —Manolo asintió, se frotó levemente el estómago y el Conde pensó que era una mala idea seguir allí sin comer nada—. Bueno, me hace falta que vayas ahora a la computadora y pidas todos los casos, todos, que se han abierto en La Habana en los últimos cinco días y que…
—¿Pero todos-todos? —preguntó Manolo y se sentó frente al Conde dispuesto a discutir la orden. Lo miraba fijo, a la cara, y la pupila de su ojo izquierdo empezó a desplazarse hacia la nariz hasta casi perderse tras el tabique.
—Oye, no me mires así… ¿Me dejas terminar? ¿Puedo hablar? —preguntó el teniente y apoyó la barbilla entre las manos, observando con resignación a su subordinado y preguntándose otra vez si Manolo era bizco.
—Dale, dale —aceptó el otro, tomando una dosis de la resignación de su jefe. Cambió la mirada hacia la ventana y su ojo izquierdo avanzó lentamente hacia su posición normal.
—Mira, viejo, para ver cómo le entramos a este lío hace falta saber si tiene relación con algo, con no sé qué. Por eso quiero que le pidas los datos a la computadora y con tu brillante cerebro hagas una selección con todo lo que pudiera tener que ver con la desaparición de Rafael Morín. A lo mejor sale algo, ¿no?
—Ya sé, palos de ciego.
—Ah, Manolo, no jodas, esto es así. Dale, te veo en una hora.
—Me ves en una hora. ¿En una hora? Oye, me estás llevando a la una mi mula y ni siquiera me has dicho qué hubo con el gaito…
—Nada. Hablé con el jefe de seguridad de Comercio Exterior y parece que el gallego es más puro que la virgen santísima. Un poco putañero y bastante tacaño con las niñas, pero me soltó la plegaria de que es amigo de Cuba, que ha hecho buenos negocios con nosotros, nada anormal.
—¿Y vas a hablar con él?
—Sabes que me gustaría, ¿no? Pero creo que el Viejo no nos va a dar un avión para ir hasta Cayo Largo. El hombre está allá desde el primero por la mañana. Parece que todo el mundo se fue el primero por la mañana.
—Yo creo que deberíamos verlo, después de lo que dijo Maciques…
—No regresa hasta el lunes, así que tenemos que esperar. Bueno, en una hora aquí, mi socio.
Manolo se puso de pie y bostezó, abriendo la boca todo lo que pudo y quejándose tiernamente.
—Con el sueño que me dio el almuerzo.
—Oye, ¿tú sabes lo que me espera a mí ahora mismo?, ¿eh? —insistió el Conde en la interrogación, y abrió una pausa para acercarse al sargento—. Pues me toca hablar con el Viejo y decirle que no se nos ocurre ni timba… ¿Quieres cambiar?
Manolo inició la retirada, sonriendo.
—No, allá tú, que para eso ganas como cincuenta pesos más que yo. En una hora me dijiste, ¿verdad? —aceptó la encomienda y salió del cubículo sin escuchar el anjá con que lo despedía el teniente.
El Conde lo vio cerrar la puerta y entonces bostezó. Pensó que a esa hora podría estar durmiendo una larga siesta, acurrucado y tapado, después de atracarse con la comida de Jose, o entrando en un cine, le encantaba aquella oscuridad en pleno mediodía y ver películas muy escuálidas y conmovedoras, como
La amante del teniente francés, Gente como uno
o
Nos amábamos tanto
. No hay justicia, se dijo, y recogió el file y su maltrecha libreta de notas. Si hubiera creído en Dios, a Dios se hubiera encomendado antes de ir a ver al Viejo con las manos vacías.
Salió del cubículo y avanzó por el corredor que conducía a las escaleras. La última oficina del pasillo, la más amplia y fresca de todo el piso, estaba iluminada y decidió entonces hacer una escala necesaria. Tocó en el vidrio, abrió y vio las espaldas encorvadas del capitán Jorrín, también miraba hacia la calle desde su ventana, con el antebrazo apoyado en el marco. El viejo lobo de la Central apenas se volteó y dijo, entra, Conde, entra, y siguió en la misma postura.
—¿Tú crees de verdad que ya debo retirarme?, ¿eh, Conde? —preguntó el hombre, y el teniente supo que había escogido un mal momento. Para aconsejar estoy yo, pensó.
Jorrín era el más veterano de los investigadores de la Central, una especie de institución a la que el Conde y muchos de sus compañeros acudían como a un oráculo en busca de consejos, presagios y vaticinios de comprobada utilidad. Hablar con Jorrín era una especie de rito imprescindible en cada investigación escabrosa, pero Jorrín estaba envejeciendo y aquella pregunta era una terrible señal. —¿Qué le pasa, maestro?
—Me estoy convenciendo a mí mismo de que ya debo retirarme, pero me gustaría saber qué piensa alguien como tú.
El capitán Jorrín se volteó pero se mantuvo junto a la ventana. Parecía cansado o triste o quizás agobiado por algo que lo atormentaba.
—No, ningún lío con Rangel, no es eso. En los últimos días hasta somos amigos. El lío es conmigo, teniente. Es que este trabajo me va a matar. Ya son casi treinta años en esta lucha y creo que no puedo más, que no puedo más —repitió y bajó la cabeza—. ¿Tú sabes lo que estoy investigando ahora? La muerte de un niño de trece años, teniente. Un niño brillante, ¿sabes? Se estaba preparando para competir en una olimpiada latinoamericana de matemáticas. ¿Te imaginas? Lo mataron ayer por la mañana en la esquina de su casa para robarle la bicicleta. Lo mataron a golpes, más de una persona. Llegó muerto al hospital, le habían fracturado el cráneo, los dos brazos, varias costillas y no sé cuántas cosas más. Como si lo hubiera aplastado un tren, pero no fue un tren, fueron personas que querían una bicicleta. ¿Qué cosa es esto, Conde? ¿Cómo es posible tanta violencia? Ya debería estar acostumbrado a estas cosas, ¿no? Pues nunca me he acostumbrado, teniente, nunca, y cada vez me afectan más, me duelen más. Es bien jodido este trabajo nuestro, ¿no?