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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (8 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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—Verdad —dijo el Conde y se puso de pie. Caminó hasta pararse junto a su compañero—. Pero qué carajos va a hacer uno, capitán. Estas cosas pasan…

—Pero hay gentes caminando por ahí que ni se imaginan estas cosas, teniente —interrumpió el consuelo que le brindaba el Conde y volvió a mirar por la ventana—. Fui esta mañana al entierro del muchacho y me di cuenta de que ya estoy muy viejo para seguir en esto. Coño, no sé, pero que todavía maten a un niño para robarle una bicicleta… No sé, no sé.

—¿Puedo darle un consejo, maestro?

Jorrín se mantuvo en silencio, otorgando. El Conde sabía que el día que el viejo Jorrín se quitara el uniforme entraría en una agonía irreversible que lo llevaría a la muerte, pero también sabía que tenía toda la razón, y se imaginó a sí mismo, dentro de veinte años, buscando a los asesinos de un niño, y se dijo que era demasiado.

—Nada más se me ocurre decirle una cosa y creo que es la misma que usted me hubiera dicho a mí si estuviera en su situación. Encuentre primero a los que mataron al muchacho y después piense si debe retirarse —dijo y caminó hacia la puerta, tiró del picaporte y entonces agregó—: ¿Quién nos mandó a ser policías?, ¿verdad? —y salió al pasillo en busca del elevador, mordido por la angustia que el maestro le había trasmitido. Miró su reloj y comprobó alarmado que apenas eran las dos y media y sintió que había atravesado una larguísima mañana de minutos perezosos y horas blandas y difíciles de superar, y vio ante sus ojos un reloj de Dalí. Entró en el despacho del Viejo y le preguntó a Maruchi si podía verlo, cuando sonó la alarma del intercomunicador. La muchacha le dijo, espérate, con un gesto de la mano, y oprimió el botón rojo. Una voz de lata oxidada, tartamuda por la comunicación, preguntó si el teniente Mario el Conde andaba por allá arriba o dónde estaba metido que nunca aparecía. Maruchi lo miró, cambió de tecla y dijo:

—Lo tengo delante de mí —y cambió otra vez.

—Pues dile que tiene llamada, de Tamara Valdemira, ¿se la paso para allá?

—Dile que sí, si no me va a morder —dijo el Conde y se acercó al teléfono gris.

—Pásala, Anita —pidió Maruchi y cortó, para agregar—, creo que al Conde le interesa el caso.

El teniente puso la mano sobre el auricular y el timbre sonó. Miró a la jefa de despacho del Viejo mientras el teléfono largaba el segundo timbrazo, pero no levantó el auricular.

—Estoy nervioso —le confesó a la muchacha, alzó los hombros, qué tú quieres que haga, y esperó a que terminara el tercer timbrazo. Entonces contestó—: Sí, oigo —y Maruchi se dedicó a observarlo.

—¿Mario? ¿Mario? Soy yo, Tamara.

—Sí, dime, ¿qué pasa?

—No sé, una bobería, pero a lo mejor te interesa.

—Pensé que había aparecido Rafael… A ver, a ver.

—No, que mirando en la biblioteca vi la libreta de teléfonos de Rafael, estaba allí, al lado de la extensión y, bueno, no sé si es una bobería.

—Pero termina, mujer —pidió él y miró otra vez a Maruchi: todas son iguales, le dio a entender con un suspiro.

—Nada, chico, que la libreta estaba abierta en la página de la z.

—Oye, ¿no me vayas a decir que Rafael es el Zorro y por eso no aparece?

Ella se mantuvo en silencio un instante.

—No puedes evitarlo, ¿verdad?

El sonrió y dijo:

—A veces no puedo… A ver, qué pasó con la z.

—Nada, que hay dos nombres nada más: Zaida y Zoila, cada uno con su número.

—¿Y quiénes son ésas? —preguntó con evidente interés.

—Zaida es la secretaria de Rafael. La otra no sé.

—¿Estás celosa?

—¿Qué tú crees? Me parece que ya estoy un poco vieja para esos espectáculos.

—Nunca es tarde… ¿Él dejaba la libreta allí?

—No, por eso mismo te llamé. El siempre la tenía en el portafolios, y el portafolios está en su lugar, al lado del librero del fondo.

—A ver, dame los números —dijo, y con los ojos le pidió a Maruchi que anotara—. Zaida, 327304, eso es El Vedado. Y Zoila 223171, ése es Playa. Anjá —dijo, leyendo las anotaciones de Maruchi—. ¿Y entonces no tienes idea de quién es Zoila?

—No, la verdad.

—Oye, ¿y la lista?

—Estoy en eso. Por eso vine a la biblioteca… Oye, Mario, ahora estoy más preocupada.

—Bueno, Tamara, déjame ver lo de estos números y luego paso por allá. ¿Está bien?

—Está bien, Mario, te espero.

—Anjá, hasta luego.

Tomó el papel que le ofrecía la secretaria y lo estudió un instante. Zaida y Zoila le sonaba a dúo mexicano de rancheras melancólicas. Debió preguntarle a Tamara cómo eran las relaciones entre Rafael y Zaida, pero no se atrevió. Anotó los nombres y los números en su bloc y, sonriendo, le pidió a Maruchi:

—Socita, llama a la gente de allá abajo y diles que me busquen las direcciones de estos dos teléfonos, ¿quieres?

—Quiero —dijo la muchacha moviendo la cabeza ante lo inevitable.

—Me matan las mujeres complacientes. Cuando cobre te lo pagaré… ¿Y el jefe?

—Entra, te está esperando, como casi siempre… —le dijo y oprimió el botón negro del intercomunicador.

Tocó levemente con los nudillos y abrió la puerta de la oficina. Tras su buró, el mayor Antonio Rangel oficiaba la ceremonia de encender un tabaco. Inclinando sutilmente la llama del mechero de gas, hacía girar el puro y cada movimiento de sus dedos correspondía con una apacible exhalación de humo azul que quedaba flotando a la altura de sus ojos, abrazándolo en una nube compacta y perfumada. Fumar era una parte trascendente de su vida y todos los que sabían su fetichista afición por los buenos habanos jamás lo interrumpían mientras encendía un puro, y, siempre que podían, le regalaban tabacos de marca en cualquier ocasión señalada: cumpleaños y aniversario de bodas, días de los padres y fin de año, nacimiento de un nieto o graduación de un hijo; y el mayor Rangel confeccionaba entonces una reserva de coleccionista orgulloso de la que escogía marcas para las diferentes horas del día, fortalezas para estados de ánimo y tamaños de acuerdo con el tiempo que podría dedicarle a la fumada. Sólo cuando terminó de encender el habano y observó con satisfacción de profesional la corona perfecta del ascua en el pie del tabaco, se enderezó en su silla y miró al recién llegado.

—¿Querías verme?, ¿no?

—Qué remedio me queda, a ver, siéntate.

Cuando uno está así, tenso, y siente que no puede pensar mucho, lo mejor es encender un habano, pero no encenderlo por darle candela y tragar humo, sino para fumarlo de verdad, que es como único el tabaco te entrega todas las bondades que tiene. Yo mismo, fumando así y haciendo otras cosas, estoy desperdiciando estos Davidoff 5000 Gran Corona de 14,2 centímetros, que se merecen una fumada reflexiva o simplemente que uno se siente a fumar y a conversar una hora, que es el tiempo que debe durar un tabaco. El mismo que encendí por la mañana fue un desastre: primero porque la mañana nunca ha sido el mejor momento para un tabaco de esa categoría, y segundo porque no lo atendí como es debido y lo maltraté, y por mucho que quise ya después no pude arreglarlo y parecía que estaba fumando una breva de
amateur
, de verdad que sí. Yo no sé cómo tú prefieres fumarte dos cajas de cigarros todos los días en vez de un habano. Eso te altera. Y yo no te digo que sea un Davidoff 5000 o cualquier otro Corona bueno, un Romeo y Julieta Cedros N.° 2, por ejemplo, un Montecristo número 3, o un Rey del Mundo de cualquier medida, sino un buen tabaco de capa oscura, que tire suave y queme parejo: eso es la vida, Mario, o lo que más se le parece. Kipling decía que una mujer es sólo una mujer, pero un buen puro, como le dicen en Europa a los tabacos, es algo más. Y yo te digo que el tipo tenía toda la razón, porque si no sé mucho de mujeres, de esto sí conozco. Es la fiesta de los placeres y los sentidos, viejo; re crea la vista, despierta el olfato, redondea el tacto y crea el buen gusto que completa una taza de café después de la comida. Y hasta tiene su música para el oído. Oye, lo muevo entre los dedos y se lamenta como si estuviera en celo. ¿Lo oyes? Esos son los placeres complementarios: ver una ceniza de dos centímetros bien formada o retirar la marquilla después que te has fumado el primer tercio. ¿No es la vida? No me mires con esa cara, que esto es perfectamente serio, más de lo que tú te crees. Fumar sí es un placer, sobre todo si sabes fumar. Lo que tú haces es un vicio, una vulgaridad y por eso te pones bruto y te desesperas. Entiende una cosa, Mario: éste es un caso como otro cualquiera y lo vas a resolver. Pero no dejes que el pasado te prejuicie, ¿OK? Mira, para que salgas de este bache, voy a hacer una excepción, bueno, tú sabes que no le regalo un tabaco a nadie, y te voy a dar uno de estos Davidoff 5000. Ahora voy a decirle a Maruchi que te traiga café y lo vas a encender, como te he dicho que se enciende, y después me cuentas. Serías muy comemierda si esto no te ayuda a vivir. Maruchi.

«Sábado 30-12-88

»Robo con fuerza, Empresa Minorista Municipio Guanabacoa. Custodio herido grave. Detenidos los autores. Cerrado.

«Homicidio imperfecto, Municipio La Lisa. Detenido autor: José Antonio Evora. Víctima: esposa del autor. Estado grave. Declaración: reconoce culpabilidad. Motivo: celos. Cerrado.

«Asalto y robo, Parque de los Chivos, La Víbora, Municipio 10 de Octubre. Víctimas: José María Fleites y Ohilda Rodríguez. Autor: Arsenio Cicero Sancristóbal. Detenido 1-1-89. Cerrado.

«Homicidio. Víctima: Aureliana Martínez Martínez. Vecina de 21, N.° 1056, e/ A y B, Vedado, Municipio Plaza. Motivo: desconocido. Abierto.

«Desaparición: Desaparecido Wilfredo Cancio Isla. Caso abierto: posible tráfico de drogas. Desaparecido encontrado en casa sellada. Acusado de violación de la propiedad. Detenido en investigación por posibles conexiones con drogas.

»Robo con fuerza…»

Cerró los ojos y se oprimió los párpados con la yema de los dedos. La conversación con Jorrín había alterado la hipersensibilidad que no había perdido con tantos años en el oficio y que le hacía imaginar cada uno de los casos. Y aquella lista de delitos inútiles llenaba tres folios de computadora y pensó que La Habana se estaba convirtiendo en una gran ciudad. Haló suavemente del tabaco que le había regalado el Viejo. En los últimos tiempos, pensó, los robos y los asaltos se mantenían en línea ascendente, la malversación de la propiedad estatal parecía indetenible y el tráfico de dólares y obras de arte era mucho más que una moda pasajera. Es un buen tabaco, pero nada de esto tiene que ver con Rafael. Decenas de denuncias diarias, de casos que se abrían, se cerraban o se investigaban aún, conexiones insólitas que ligaban una simple cervecera clandestina con un banco de apuntación de loterías clandestinas, y el banco con la falsificación de bonos de gasolina, y la falsificación con un cargamento de marihuana, y la droga con un verdadero almacén de equipos electrodomésticos con marcas para escoger y adquiridos con dólares que a veces no se podían rastrear y, si este tabaco me ayudara a pensar, porque necesitaba pensar, después que el Viejo oyó su historia con Rafael Morín y Tamara Valdemira, estuve enamorado como un perro de esa mujer, Viejo, ¿pero de eso hace veinte años?, ¿no?, preguntó el mayor y le dijo:

—Olvídate de un relevo. Necesito que lleves este caso, Mario, no te llamé por gusto esta mañana. Tú sabes que no me gusta molestar a la gente por una bobería y que no soy tan novelero para estar inventando tragedias donde no las hay. Pero esta historia de ese hombre perdido me huele mal. No me defraudes ahora —también dijo y agregó—: Pero ten cuidado, Mario, ten cuidado… Piensa, piensa, que esto debe de tener alguna punta y tú eres el que mejor puede encontrarla, ¿OK?

—¿Qué has pensado, Conde? —le preguntó entonces el sargento Manuel Palacios, y el Conde vio volar unas luciérnagas que le habían nacido en los ojos debido a la presión de sus dedos.

Se puso de pie y volvió a la ventana de sus meditaciones y sus melancolías. Faltaban tres horas para que cayera la tarde y el cielo se había encapotado, advirtiendo, tal vez, el regreso de la lluvia y el frío. Siempre había preferido el frío para trabajar, pero aquella oscuridad prematura lo deprimía y le robaba los pocos deseos de trabajar que aún tenía. Nunca había deseado tanto acabar con un caso, las presiones de arriba que el Viejo le trasmitía lo desesperaban, y la imagen de las nalgas de Tamara moviéndose bajo el vestido amarillo era casi un tormento y, además, una advertencia: Ten cuidado. Todo el mundo parecía ver un peligro. Lo peor, sin embargo, era el sentimiento de desorientación que lo embargaba: estaba tan perdido como Rafael y no le gustaba trabajar así. El mayor había aprobado sus primeros pasos y le dio autorización para conversar con el comerciante español y para investigar en la empresa —sí, ahí pudiera aparecer algo, le dijo—, entrevistar gentes y revisar papeles con los especialistas de economía y contabilidad de la Central, sólo que debía esperar hasta el lunes y el mayor no quería que aquello durara hasta el lunes. Pero fumando aquel tabaco de sabor sedoso se había convencido de que la desaparición de Rafael Morín no tenía nada que ver con la casualidad, y que había que recorrer todos los caminos lógicos que pudieran llevar al principio del fin de aquella historia; y la fiesta y la empresa, la empresa y la fiesta le parecían dos senderos confluentes.

—Tamara llamó y me habló de algo que puede ser una pista —le dijo al fin a Manolo y le contó sobre la libreta de teléfonos. El sargento leyó los nombres, los números, las direcciones de las dos mujeres y entonces preguntó al teniente:

—¿Y de verdad piensas que pueda salir algo de aquí?

—Me interesa Zaida, la secretaria, y también saber quién es Zoila. Oye, ¿cuántos nombres con «z» tú tienes en tu libreta?

Manolo levantó los hombros y sonrió. No, no sabía.

—En los diccionarios la «z» apenas tiene ocho, diez páginas, y casi nadie tiene nombres que empiecen con «z» —dijo el Conde y abrió su propia libreta de teléfonos—. Yo nada más tengo a Zenaida, ¿te acuerdas de Zenaida?

—Oye, Conde, deja eso, que esa niña está para otras cosas.

El teniente cerró la libreta de teléfonos y la devolvió a la gaveta del buró.

—Siempre están para otras cosas. Sí, dale, mejor vamos a ver las zetas, así que ve sacando el carro.

La noche del sábado no iba a resultar espectacular. Ya había empezado a caer una llovizna fría, que duraría hasta la madrugada, el frío se podía sentir aún en el automóvil cerrado y el Conde añoró el sol potente que acompañó su despertar, esa misma mañana. Con la lluvia las calles se habían quedado desiertas y una abulia gris dominaba una ciudad que vivía en el calor y se recogía con aquella tímida frialdad y un poco de agua. El lánguido invierno tropical iba y venía, incluso en el plazo de un mismo día, y era difícil saber en qué tiempo se vivía: Un invierno de mierda, se dijo, y observó toda la calle Paseo, oscurecida por sus arboledas, barrida por un viento marino que arrastraba papeles y hojas muertas. Nadie se atrevía a ocupar los bancos del pasaje central de la avenida que al Conde le parecía la más hermosa de La Habana y que ahora era propiedad absoluta de un empecinado que hacía su
footing
vespertino enfundado en un chubasquero. Qué voluntad. Una tarde así él se hubiera tirado en la cama con un libro en las manos y el sueño al doblar de la tercera página leída. Una tarde así, también lo sabía, el frío y la lluvia enervaban a la gente condenada al encierro y las esposas más apacibles solían convertir en cuestión de honor femenino el empujón machista del marido y responder con un macetazo en la frente, entre bistec y bistec y sin remordimientos. Por suerte esa noche se reanudaba la serie de pelota después de la pausa de fin de año y pensó que quizás la lluvia impediría el partido. Su equipo, los Industriales de sus angustias y desvelos debían jugar esa noche en el Latinoamericano contra los Vegueros para decidir cuál pasaba al
play-off
final en el campeonato, porque el Habana ya estaba clasificado. Le hubiera gustado poder ir al estadio, necesitaba aquella terapia de grupo, que tanto se parecía a la libertad, en la que se podía decir cualquier cosa, desde putear a la madre del árbitro hasta gritarle comemierda al
manager
del propio equipo, y salir de allí triste por la derrota o eufórico por la victoria, pero relajado, afónico y vital. Últimamente el Conde era la encarnación del escepticismo: trataba incluso de no ver la pelota, porque aquellos Industriales cada vez jugaban peor y de contra la suerte se había olvidado de ellos, y menos Vargas y Javier Méndez los demás parecían peloteritos de segunda, con las patas demasiado flojas para meterse de verdad en una serie final y ganarla. Se había olvidado de Zaida y Zoila cuando salieron al Malecón y la llovizna salobre se unió a la que caía del cielo, y Manolo se cagó en voz alta en su estampa, pensando que inevitablemente debía lavar el carro antes de guardarlo esa noche.

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