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Authors: Arno Strobel

Pasillo oculto (14 page)

BOOK: Pasillo oculto
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—No sé quién eres, pero me gustaría... Quizá me esté equivocando ahora, pero no creo que mientas. Al menos, no conscientemente.

¿Quiere entretenerme hasta que llegue la policía? No, Elke es demasiado buena, se traicionaría inmediatamente si así fuera.

Sibylle cerró la puerta y se dio la vuelta, se fue acercando a Elke y se detuvo justo delante de su amiga. En aquellos ojos verdes aún brillaban las lágrimas. Y algo más le pareció poder distinguir, algo parecido a la súplica.

—Me quedaré.

Sibylle era incapaz de apartar la mirada de Elke.

—Te contaré todo lo que sé. O creo saber.

—¿Te apetece otro café? —quiso saber Elke poco después, cuando tuvo de nuevo a Sibylle sentada a la mesa.

Esta asintió y observó a su amiga mientras sacaba del armario unas tazas y manipulaba la moderna cafetera automática. Aunque tal vez Elke estuviera implicada en toda aquella historia de algún modo, era evidente que se había derrumbado. No había sido capaz de traicionar hasta ese punto a su mejor y más antigua amiga.

Sí, pero de algún modo tiene que estar implicada en este asunto.

—Y ahora...

Sibylle no llegó más lejos, ya que en aquel mismo instante Elke puso en marcha el espumador de leche que con ruido atronador insufló vapor caliente a la leche.

Sibylle sacudió la cabeza y esperó a que cesara el ruido.

—¿Cómo puedo entender lo que dices si a la vez que hablas enciendes ese aparato? No has cambiado nada, sigues siendo igual de torpe y chapucera.

Elke descansó las tazas humeantes sobre la mesa y se sentó. Su rostro mostraba el asomo de una sonrisa.

—No lo hago a propósito. Me suelen ocurrir estas cosas con frecuencia. El año pasado, en la isla de Sylt, en un restaurante...

—Intentaste sujetar una botella de agua que habías volcado y tiraste todo lo que había sobre la mesa, incluida la langosta gigante y la pecaminosamente cara botella de vino blanco. Y entonces te asustaste tanto que te echaste hacia atrás en tu silla y te caíste de espaldas. Y mientras intentabas agarrarte a algo, tus dedos tocaron el mantel de la mesa de al lado y...

Ambas soltaron una risa, y esa risa, ese breve instante de relajación, les hizo mucho bien.

Todo parecía haber vuelto a la normalidad durante un segundo. Estaban sentadas en la cocina de Elke tomándose un café y riendo juntas. Como antes.

¿Como antes?

La risa de Sibylle se interrumpió bruscamente.

—Yo también estaba allí, Elke. Estaba sentada frente a ti, y fue en mi regazo precisamente donde aterrizó la langosta.

También Elke dejó de reír y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

—Sí —susurró, y calló.

—Sí —volvió a comenzar al cabo de un momento, dedicándole aquella mirada de desamparo tan propia de ella—. Y un año antes, en Navidad, durante la cena, ¿recuerdas el incidente que se produjo con el ganso?

Sibylle inclinó la cabeza a un lado.

—Hace muchos años que no compartimos la cena de Navidad, Elke. En concreto, desde que me casé.

Elke bajó la mirada.

—No puede ser... Perdóneme, perdona, ¡pero es imposible! No eres Sibylle. Ni siquiera Sibylle después de un accidente, ni Sibylle que se ha operado el rostro. Tú... Tú eres mucho más alta.

Más alta que Sibylle.

Recordó la sensación que había experimentado cuando se encontraba ante la puerta, confirmando precisamente aquella afirmación, y sintió deseos de entregarse al llanto, aunque se contuvo. Tenía que hacer entender a Elke que ella era realmente Sibylle Aurich, su amiga, y la madre de Lukas.

—Yo tampoco entiendo qué ha podido ocurrir. ¿Quién sabe? ¿Alguna transmigración de almas? Tal vez me han embutido en un cuerpo prestado, no lo sé. Pero lo que sí sé es quién soy. ¡Dios! ¡Claro que sé quién soy!

Se miraron, las lágrimas bailando en los ojos de ambas. Sibylle intentó leer en el rostro de Elke y percibió con toda nitidez la batalla que libraba su amiga.

—Todo esto es tan... absurdo.

Cubrió la mano de Elke con la suya después de una leve vacilación.

—Yo misma no sé qué me ocurre. Fuimos a cenar a aquel griego, y de camino a casa recibí un fuerte golpe en la cabeza. Ayer desperté en una habitación un tanto extraña, parecía una habitación de hospital, pero no lo era. Un sótano. Y un médico más raro aún, quizá ni siquiera era médico, me explica algo acerca de una herida en la cabeza, y me comenta que debe mantenerme encerrada hasta que vuelva a comportarme de forma normal. Logro escapar, y una mujer muy agradable que encuentro casualmente me conduce hasta mi casa. No te puedes ni imaginar siquiera cómo me sentí cuando Johannes actuó como si no me reconociera. Pero mucho peor aún, lo peor de todo... ¿Por qué os comportáis todos de un modo tan extraño cuando menciono a mi hijo? Fingís que Lukas no es real. ¿Por qué, Elke?

Elke retiró su mano con un gesto violento.

—Ya veo que sí que mientes. ¿No te avergüenzas? Hace años que Sibylle está deseando tener un hijo y no consigue quedarse embarazada. ¡Transmigración de almas! Vaya estupidez.

Sibylle hubiese querido gritar de desesperación.

—¡Elke! No lo decía en serio. Por supuesto, ya sabes que no creo en esas cosas tan absurdas. Sólo que... ¡Maldita sea, ni yo misma lo sé! Creo que voy a perder la razón definitivamente —añadió, gritando las dos últimas frases en un tono de voz tan elevado que Elke se levantó, asustada, de un salto. Permaneció allí de pie, frotándose nerviosamente los muslos con las palmas de las manos, como si pretendiera limpiárselas en los vaqueros. Siempre hacía ese gesto cuando estaba muy alterada.

—Quiero que se marche. Ahora.

Sibylle sacudió la cabeza, mientras Elke retrocedió, alarmada, hasta un rincón de la cocina cogiendo el auricular de un teléfono a modo de arma.

—No, por favor, Elke. Debes creerme. Necesito tu ayuda. Yo...

—Si no se marcha ahora mismo, llamaré a la policía.

Se acabó.

Ya no podría convencer a Elke de nada, insistirle más. Con extremada lentitud echó la silla hacia atrás y se levantó. Elke se apretó aún más contra la esquina y alzó, de forma demostrativa, la mano con el auricular. Sibylle no pudo evitar tambalearse, sintiendo la apremiante necesidad de correr hacia su amiga Elke, rodearle el esbelto cuello con las manos y apretárselo, cada vez con mayor fuerza, inexorablemente, todo el tiempo que fuera necesario, sin detenerse, hasta que le revelara dónde se encontraba su hijo.

Sin compasión.

Capítulo 19

Los pensamientos se agolpaban en su mente sugiriéndole las más absurdas imágenes mientras, con la cabeza gacha, observaba sus pies bajar uno a uno los escalones de piedra, de forma mecánica, como si contaran con vida propia.

—Hola —la saludó una voz masculina situada detrás de ella, dándole un susto de muerte. Había alcanzado el final de la escalera y se encontraba ahora con el corazón sangrante en el mal iluminado pasillo. La voz le pareció familiar.

—Por favor, no tenga miedo. Soy yo, Christian Rössler.

Sibylle se dio la vuelta. Estaba a sólo unos pasos detrás de ella, lo suficientemente cerca como para que pudiera reconocer sus rasgos aún con aquella luz tan pobre. Llevaba unos vaqueros y una camiseta negra sobre la que se había puesto una camisa de rayas grises y blancas de manga corta, que, a su vez, llevaba abierta y con los faldones colgando sobre los pantalones.

—¿Qué... qué hace usted aquí? ¿Cómo sabía que me encontraría aquí? —preguntó Sibylle, constatando que su voz sonaba asustada, lo que la irritó.

—La he seguido en mi coche porque me temía precisamente lo que acaba de ocurrir. Ahí fuera la espera la policía.

—¿Qué? ¿La policía? Pero si Elke me ha dicho que...

—Ignoro a quién ha venido usted a ver, e igualmente ignoro a quién hemos de agradecer que se encuentre aquí la policía, pero ahí fuera esperan, y probablemente la detendrán en cuanto salga usted por esa puerta.

—Pero... —tartamudeó Sibylle, tan aturdida que se sentía incapaz de pensar con claridad.

Rössler señaló a un punto indeterminado a su espalda.

—He estado husmeando por ahí. Por esa otra puerta se llega a un patio trasero. Está rodeado por un muro muy bajo, podemos superarlo fácilmente y llegar hasta la propiedad vecina. Y desde ahí sería posible acceder a una calle paralela sin que nos vieran. Tengo el coche aparcado cerca. Venga conmigo, acompáñeme.

Sibylle sacudió la cabeza.

—No, yo... Dios mío, ya no puedo ni pensar. Rosie me espera ahí fuera. No puedo marcharme, sin más, y sin dar explicaciones.

Rössler llegó hasta ella en dos zancadas y la agarró con fuerza de los brazos sin que ella pudiera evitarlo, aunque con cuidado de no hacerle daño.

—Ha de salir usted de aquí ahora mismo. Responda a la siguiente pregunta: ¿Le ha hablado a esa tal Rosie de mí?

Sibylle intentó liberarse, pero sin poner demasiado empeño y, finalmente, desistió.

—¿Por qué pregunta? Eso no interesa ahora.

El la miró fijamente.

—Quiero ayudarla, de verdad, pero tengo que saber si le ha hablado usted a esa mujer de mí.

—Yo... Pues sí. ¿Y qué? Póngase en mi lugar por un momento. Rosie me ha ayudado muchísimo hasta ahora. Usted, en cambio, no hace más que hablar y hablar.

Rössler la soltó y dejó caer los brazos.

—Ya imaginé algo así. Eso lo explica todo.

Se advertía la resignación en su voz. Y dejó sin respuesta la última observación de Sibylle.

—¿Qué es lo que se explica? —quiso saber Sibylle, pero él no contestó, por lo que tuvo que insistir—. ¿Qué es lo que quiere usted decir, por favor?

—Esta mañana han entrado dos hombres enmascarados en mi casa, y me han golpeado y atado violentamente. Me dijeron que si no dejaba de meterme en asuntos que no eran de mi incumbencia le harían daño a mi hermana, y que si volvía a acercarme a la casa de la señora Wengler lo lamentaría muchísimo. —Su voz era apenas un susurro—. ¿No entiende qué significa? En todo este tiempo esos hombres no se han interesado por mí lo más mínimo. Incluso mientras me esforcé por ayudar a mi hermana nadie me amenazó jamás. Pero en cuanto usted le habla de mí a esa mujer, me atacan y me golpean.

—¿Sigue insistiendo usted en que Rosie está implicada en todo este asunto?

Rössler sacudió la cabeza.

—No, no es que siga insistiendo. Ayer no era más que una sospecha, pero desde lo ocurrido esta mañana ya poseo la más absoluta certeza.

Sibylle escrutó ese rostro ligeramente difuminado por la luz grisácea del pasillo e intentó leer en él para dilucidar hasta qué punto podía confiar en aquel hombre, pero le resultaba complicado incluso distinguir la conformación de sus rasgos.

¿Y ahora qué hago? ¿Qué puedo hacer?

Como arrancadas de la oscuridad por el impacto luminoso de un rayo, aparecieron ante ella diversas imágenes en sucesión rápida: un salón confortable, pero modesto, paredes desnudas sin ningún tipo de fotografías en ellas, un marido fallecido que sólo parecía existir en el recuerdo. Nerviosismo al preguntar por posibles niños.

Rosie Wengler, ¿quién eres en realidad?

Sibylle sintió aumentar en ella la desesperación. Aunque se resistía a creerlo, no podía negar que, al menos en algunas cuestiones puntuales, Rosie parecía algo misteriosa. Pero incluso aunque ocultase algo, ¿qué motivos podría tener para llamar a la policía después de insistir en que visitara a Elke? ¿No hubiera sido mucho más cómodo y sencillo que aparecieran en su propia casa?

Sibylle se apartó bruscamente, y en rápidos y breves pasos alcanzó la pesada puerta de entrada. Esperaba que Rössler intentara impedirle que se alejara, pero cuando volvió la vista en su dirección, le halló inmóvil donde le había dejado.

Cuidadosamente abrió la puerta hasta liberar una rendija lo suficientemente amplia para poder distinguir el lugar en el que sabía que había aparcado Rosie. Para ello tenía que apretar con fuerza la mejilla contra la gélida pared.

Rössler no le había mentido. Junto al coche de Rosie se encontraba aquel comisario jefe tan insoportable, ese tal Grohe. Inclinado hacia delante, se asomaba por la ventanilla lateral del lado del acompañante y parecía sostener una animada conversación con Rosie. Sibylle recordó de repente la nota de Rosie:
¿Policía, auténtica?

Con sumo cuidado, Sibylle entreabrió unos milímetros más aquella puerta intentando descubrir si también se encontraba por allí aquel otro comisario, el más joven, cuyo nombre había olvidado.

Tres policías de uniforme esperaban a unos metros del coche de Rosie. Dos de ellos escuchaban atentamente y con semblante severo lo que les narraba el tercero. Este último señaló repetidas veces hacia la casa mientras hablaba. Y en ese mismo instante, apareció un vehículo policial desde la izquierda y frenó en seco justo detrás del coche de Rosie. Grohe se incorporó para mirar primero hacia el vehículo recién llegado y, posteriormente, hacia la puerta tras la que se ocultaba Sibylle. Esta escondió rápidamente la cabeza, pero mantuvo entreabierta la puerta, ahora con el corazón desbocado. Si Grohe aún no se había percatado de su presencia no quería ponerlo sobre aviso con un movimiento brusco cerrando de golpe.

Se volvió hacia Rössler.

—Tenía usted razón. Esto está plagado de policías. Y junto al coche de Rosie se encuentra el comisario del que logré huir ayer. Es posible que me haya visto.

Rössler le hizo un gesto urgente para que se acercara.

—Pues venga ya de una vez, tenemos que marcharnos de aquí.

A Sibylle le costó un esfuerzo casi sobrehumano resistir la tentación de comprobar qué hacía Grohe en aquellos momentos y así averiguar si se había percatado o no de su presencia. Dudó unos instantes, pensando en Rosie.

¿Y si cometo un tremendo error ahora? Aunque, ¿qué elección tengo?

Aquel comisario la detendría de inmediato con la mayor de las satisfacciones en el caso de que decidiera abandonar el edificio por la puerta principal, y ya se ocuparía personalmente de que no lograra escapar por segunda vez.

—De acuerdo —dijo, acercándose aún más a Rössler—. ¿Qué hacemos ahora?

Él le colocó una mano en la espalda, empujándola suavemente hacia la puerta trasera.

—Desapareceremos lo más rápido que podamos. Me sorprende que la policía aún no haya entrado en el edificio.

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