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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (23 page)

BOOK: Paz interminable
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Ella accedió en su momento a adaptarse a mis principios (o a la falta de ellos, según sus contemporáneos), aunque los dos pensábamos que era improbable que ejerciéramos nuestra libertad.

Ahora ella lo había hecho, y por algún motivo me resultaba devastador. Menos de un año antes, yo habría saltado ante la oportunidad de practicar el sexo con Sara, conectados o no. ¿Así que qué derecho tenía a sentirme herido cuando ella había hecho exactamente lo mismo? Había estado viviendo con Peter más íntimamente de lo que vive la mayoría de las parejas casadas, durante bastante tiempo, y lo respetaba enormemente, y si él pedía sexo, ¿por qué no decir que sí?

Pero tenía la impresión de que lo había pedido ella. Desde luego, lo estaba disfrutando.

Me terminé la bebida y me pasé al café helado, que incluso con tres terrones de azúcar sabía a ácido de batería.

¿Sabía ella que yo lo había visto? Había cerrado la puerta instintivamente, pero quizá no recordaran que la habían dejado ligeramente entornada. A veces la corriente del aire acondicionado intermitente podía cerrar una puerta.

—Pareces solitario, soldado.

Yo corría con uniforme de faena, por si se me apetecía una cerveza no racionada.

—Pareces triste.

Era bonita, rubia, de unos veinte años.

—Gracias —dije—, pero me encuentro bien.

Se sentó en el taburete, junto a mí, y me mostró su carnet de identidad: nombre profesional Zoë, revisión médica del día anterior. Sólo un cliente había firmado el libro.

—No soy sólo una puta. También soy una profesional experta en hombres, y tú no te «encuentras bien». Pareces a punto de saltar de un puente.

—Entonces déjame.

—Oh-oh. No hay suficientes hombres por ahí para malgastar uno. —Alzó la parte trasera de su peluca—. No suficientes hombres conectados, al menos.

Su camisa blanca era de seda pura; suelta sobre su cuerpo gracioso y atlético lo revelaba todo y nada: «Esta mercancía es tan buena que no tengo que anunciarla.»

—He usado la mayoría de mis puntos de entretenimiento —dije—. No puedo permitírmelo.

—Eh, no estoy haciendo negocio. Te lo haría gratis. ¿Tienes una moneda para el conector?

Tenía diez dólares.

—Sí, pero mira. He bebido demasiado.

—Nada de eso, conmigo —sonrió, dientes perfectos y ansiosos—. Garantía de devolución del dinero. Te devolveré tu moneda.

—Sólo quieres hacerlo conectada.

—Y me gustan los soldados. Fui una de ellos.

—Venga ya. No eres lo bastante vieja.

—Soy mayor de lo que piensas. Y no estuve mucho tiempo.

—¿Qué sucedió?

Se inclinó hacia delante para que pudiera ver sus pechos.

—Hay una forma de averiguarlo —susurró.

Había un garito de conexión dos puertas más abajo. En unos minutos me encontré en el oscuro y húmedo cubo con esta íntima desconocida, recuerdos y sentimientos chocando y mezclándose. Sentí nuestro dedo deslizarse fácilmente dentro de nuestra vagina, saboreé el sabor salado y rancio de nuestro pene, chupándolo rígido. Pechos radiando. Nos cambiamos y fuimos dos bocas trabajando juntas. Había un leve dolor distrayente en dos de sus molares que necesitaban atención. Le aterraban los dentistas y todos sus hermosos dientes frontales eran de plástico.

Ella había pensado en el suicidio pero nunca lo había intentado, y nuestro ritmo sexual se alteró mientras revivía mi recuerdo… ¡pero comprendía! Había pasado un día como mecánica, asignada a un pelotón cazador-matador por un error burocrático. Vio morir a dos personas y tuvo un colapso nervioso, su soldadito se paralizó.

No sabía nada de ciencia ni de matemáticas (era graduada en educación física) y aunque sintió mi ansiedad por el fin del mundo la relacionó con el intento de suicidio. Durante varios minutos, dejamos el sexo y nos abrazamos el uno al otro, compartiendo penas a un nivel que es difícil de describir, independiente del recuerdo real, supongo que química corporal hablando a química corporal.

Hubo un pitido de advertencia de dos minutos y nos reacoplamos, sin apenas movernos, leves contracciones internas llevándonos a un lento orgasmo.

Y luego nos quedamos en el calor limón del sol de la tarde, tratando de pensar en qué decir.

Ella me apretó la mano.

—No vas a hacerlo de nuevo, ¿verdad? Lo de intentar matarte.

—No lo creo.

—Sé lo que piensas. Pero estás aún demasiado trastornado por ellos dos.

—Me has ayudado con eso. Al tenerte, al ser tú.

—Oh.

Me tendió su tarjeta y firmé en el dorso.

—¿He de firmar aunque no cobres?

—El único que no firma es el marido —dijo ella—. El propio, claro. —Frunció el ceño—. He captado un leve fantasma de algo.

Sentí un súbito sudor nuevo.

—¿De qué?

—Conectaste con ella. ¿Sólo una vez? Una vez y… otra vez que… ¿que no fue de verdad?

—Sí. Ella se hizo insertar un conector, pero no salió bien.

—Oh. Lo siento.

Se acercó y me tiró de la camisa. Me miró y susurró:

—Lo que estaba pensando de que eres negro, sabes que no soy racista ni nada de eso.

—Lo sé.

Lo era, en cierto sentido, pero no por maldad y no de un modo que pudiera controlar.

—Los otros dos…

—No te preocupes por eso. —Sólo había tenido otros dos clientes negros, conectados, llenos de furia y pasión—. Los hay de todos los sabores.

—Eres tan firme, tan reflexivo. No frío. Ella debería conservarte.

—¿Puedo darle tu número de teléfono? ¿Para una referencia?

Ella se rió.

—Deja que ella saque el tema. Deja que hable primero.

—No estoy seguro de que sepa que los vi.

—Si no lo sabe, lo sabrá. Tienes que darle tiempo para pensar en lo que va a decir.

—Muy bien. Esperaré.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

Se puso de puntillas y me besó en la mejilla.

—Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.

—Sí. —Repetí su número—. Espero que tengas un buen día.

—Ah, hombres. Nunca hay ninguna acción real antes de la puesta de sol.

Saludó con dos dedos y se marchó, la camisa de seda revelando y ocultando, a cada paso, un metrónomo de carne. Noté un súbito estallido y por un momento estuve de nuevo en su cuerpo, cálido por el crepúsculo y a la caza de más. Una mujer que disfrutaba de su trabajo.

Eran las tres; hacía seis horas que me había marchado. A Peter le daría un ataque. Cogí el metro de regreso y compré un montón de comestibles en la tienda de la estación.

Peter no dijo nada, y tampoco Amelia. O bien sabían que los había visto, y estaban avergonzados, o habían estado demasiado atareados para preocuparse por mi ausencia. Fuera lo que fuese, habían llegado de Júpiter los datos de aquella semana, y eso significaba unas cuantas horas de análisis concienzudos y comprobaciones de redundancia.

Ordené la compra y les dije que aquella noche habría pollo guisado. Nos turnábamos en la cocina… más bien, Amelia y yo nos turnábamos; Peter siempre pedía una pizza o comida tailandesa. Poseía alguna fuente privada de dinero, y evitaba el racionamiento gracias a su comisión de reserva en la Guardia Costera. Incluso tenía un uniforme de capitán colgado dentro de una bolsa de plástico en el armario del salón, pero no sabía si le quedaba bien.

Los nuevos datos me tuvieron también bastante ocupado; el análisis de pseudooperadores requiere una cuidadosa planificación antes de empezar a comprobar números. Traté de olvidar los preocupantes acontecimientos del día y concentrarme en la física. Sólo tuve éxito en parte. Cada vez que miraba a Amelia veía su cara en éxtasis, y un retortijón de desafío reactivo y de culpa por lo de Zoë.

A las siete puse el pollo en una olla con agua y le eché las verduras congeladas; corté cebollas y añadí un poco de ajo. Lo puse a guisar rápido y luego dejé que reposara durante cuarenta y cinco minutos, mientras me ponía los micrófonos y escuchaba un poco de nueva música etíope. Son el enemigo, pero su música es más interesante que la nuestra.

Teníamos la costumbre de comer a las ocho y ver al menos la primera parte de la hora de Harold Burley, un noticiario de Washington para gente capaz de leer sin mover los labios.

Costa Rica estaba tranquila aquel día; combates en Lagos, Ecuador, Rangún, Magreb. Las conversaciones de paz de Ginebra continuaban su elaborada charada.

En Texas había llovido ranas. Incluso tenían imágenes rodadas por un aficionado. Luego un zoólogo explicó que todo era una ilusión causada por las súbitas inundaciones locales. No. Un arma secreta Ngumi; van saltando por todo el país y luego explotan de pronto, liberando gas rana venenoso. Soy científico; conozco estas cosas.

Hubo una «manifestación» de consumidores en Ciudad de México, que podría haber sido calificada de disturbio si hubiera sucedido en territorio enemigo. Alguien se había apoderado de la memoria de trescientas páginas que detallaba lo que se había creado el mes anterior con sus nanofraguas de «nación favorecida». Para sorpresa de todos, se habían utilizado principalmente para producir lujos para los ricos. No era eso lo que decían los archivos públicos.

Más cerca de casa, Amnistía Internacional intentaba conseguir las cadenas que grababan las actividades de un pelotón cazador-matador de la XII División acusado de torturas en una operación en la Bolivia rural. Naturalmente, todo era de boquilla; la petición iba a ser bloqueada con requisitos técnicos hasta el fin del universo. O hasta que los cristales pudieran ser destruidos y se sintetizaran otros falsos, más convincentes. Todo el mundo, incluida Amnistía Internacional, sabía que había operaciones «negras» cuya existencia ni siquiera se grababa a nivel de división.

Un terrorista potencial había sido detenido en la aduana del puente de Brooklyn y ejecutado sumarísimamente. Como de costumbre, no se daban más detalles.

La Disney revelaba sus planes para un Disneyworld en órbita baja terrestre; el primer lanzamiento estaba previsto para dentro de doce meses. Peter señaló que eso era significativo por la información interna que implicaba. La zona que rodeaba el espaciopuerto medio terminado de Chimborazo llevaba más de un año «pacificada». La Disney no empezaría a construir si no tuviera garantías de que habría un modo de llevar allí a los clientes. Así que íbamos a tener de nuevo vuelos espaciales civiles de rutina.

Amelia y yo habíamos compartido una botella de vino en la cena. Declaré que quería dormir unas cuantas horas antes de colocarme un nuevo parche, y Amelia dijo que me imitaría.

Estaba tendido bajo las mantas, completamente despierto, cuando ella terminó en el cuarto de baño y se deslizó a mi lado. Se quedó quieta un momento, sin tocarme.

—Lamento que nos vieras —dijo.

—Bueno, siempre ha sido parte de nuestro acuerdo. La libertad.

—No dije que lamentara haberlo hecho. —Se volvió de lado, contemplándome en la oscuridad—. Aunque tal vez sí. Dije que lamentaba que nos hubieras visto.

Eso era razonable.

—¿Ha sido siempre así, entonces? Otros hombres.

—¿De verdad quieres que te conteste a eso? Tendrás que responder a la misma pregunta.

—Eso es fácil. Una mujer, una vez, hoy.

Ella colocó la palma sobre mi pecho.

—Lo siento. Ahora me siento como una auténtica mierda.

Me acarició con el pulgar, por encima del corazón.

—Sólo ha sido Peter, y sólo desde que tú… tomaste las píldoras. Yo… no lo sé. No pude soportarlo.

—No le dijiste por qué.

—No, ya te lo dije. El creyó simplemente que estabas enfermo. No es el tipo de hombre que pide detalles.

—Pero es el tipo de hombre que pide… otras cosas.

—Vamos. —Se estiró a mi lado—. La mayoría de los hombres no comprometidos irradia constantemente su disponibilidad. No tuvo que pedir nada. Creo que todo lo que hice fue ponerle una mano en el hombro.

—Y luego te rendiste a lo inevitable.

—Supongo. Si quieres que te pida perdón, lo haré.

—No. ¿Lo amas?

—¿Qué? ¿A Peter? No.

—Caso cerrado, pues. —Me puse de lado para abrazarla y luego la volví de espaldas, apretándome ligeramente contra ella—. Hagamos un poco de ruido.

Pude empezar, pero no terminar. Me marchité dentro de ella. Cuando traté de continuar con la mano, dijo que no, que mejor durmiéramos. Yo no pude.

El caso, naturalmente, no estaba cerrado. El encuentro con Zoë seguía acudiendo a él, resonando con todas las complicadas emociones que aún sentía por Carolyn, muerta hacía más de tres años. El sexo con Amelia era tan diferente como un bocadillo de un festín. De haber querido un festín cada día, había miles de jills en Portobello y Texas más que dispuestas. No tenía tanta hambre.

Y aunque apreciaba la franqueza de Amelia, no estaba seguro de creerla del todo. Si sentía algo de amor hacia Peter, dadas las circunstancias podía justificar mentir al respecto, para no herir los sentimientos de Julián. Desde luego, no parecía indiferente, con la cara de él enterrada en su entrepierna.

Pero ya habría tiempo para todo eso más tarde. Julián acabó por quedarse dormido segundos antes de que sonara el despertador. Buscó la caja de parches y los dos se colocaron sus veloces. Para cuando terminaron de vestirse, las telarañas se fundían y Julián se encontró a una taza de café de las matemáticas.

Después de estudiar escrupulosamente los nuevos datos, el moderno método de Julián y la comprobación ya hecha por Peter, los tres quedaron convencidos del todo. Amelia había estado anotando los resultados; se pasaron medio día recortando y afinando, y lo enviaron al
Astrophysical Journal
para que fuera revisado por otros expertos.

—Un montón de gente querrá nuestra cabeza —dijo Peter—. Voy a desaparecer durante unos diez días, y no contestaré al teléfono. Dormiré una semana entera.

—¿Adónde irás? —preguntó Amelia.

—A algún lugar de las islas Vírgenes. ¿Quieres venir?

—No, me sentiría desplazada.

Todos se rieron forzadamente.

—Además, tengo que dar clase.

Hubo un poco de discusión al respecto, optimista por parte de Peter y exasperada por la de Amelia. Ya había perdido una o dos clases por semana, así que ¿por qué no unas cuantas más? Porque ya había perdido muchas, insistió ella.

Julián y Amelia volvieron a Texas completamente agotados, todavía a base de veloces porque no se atrevían a dejarlo hasta el fin de semana. Volvieron a la tarea de enseñar y calificar, esperando a que su mundo se hiciera pedazos. Ninguno de sus colegas aparecía regularmente en el
Astrophysical Journal
, y aparentemente no consultaron a ninguno.

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