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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (18 page)

BOOK: Paz interminable
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Incluso podía ser el propio Scoville, así que avisarlo había quedado descartado. El mando había establecido un elaborado plan: cada miembro del pelotón estaba mal informado en cuanto a la localización de su posición. Cuando una fuerza enemiga apareciera en mitad de ninguna parte, sabrían de dónde procedía la filtración.

Yo tenía muchas más preguntas que ella respuestas. ¿Cómo podían controlar todos los estados de realimentación? Si nueve personas pensaban que estaban en el punto A y una pensaba que estaba en el punto B, ¿no se produciría una sospechosa confusión? ¿Y cómo podía el enemigo intervenir un conector? ¿Qué iba a sucederle al mecánico afectado?

A esto último sí pudo responderme. Lo examinarían y le quitarían el conector, y cumpliría el resto de su servicio como técnico o como zapato, eso dependía. De si podía contar hasta veinte sin quitarse los zapatos y los calcetines, supuse. Los neurocirujanos del Ejército ganan mucho menos que el doctor Spencer.

Corté la conexión con la comandante, lo que no significaba que no pudiera oírme si quería. Aquello implicaba muchas cosas, y no hacía falta tener una licenciatura en cibercom para verlas. Todo el pelotón de Scoville había pasado los últimos nueve días en una sofisticada y férreamente mantenida ficción de realidad virtual. Todo lo que cada uno veía y sentía era monitorizado por el mando, y transmitido instantáneamente en un estado alterado. Ese estado incluía otras nueve ficciones a la carta para el resto del pelotón. Un total de cien ficciones en continua creación y sostenidas sin cesar.

La jungla que me rodeaba no era ni más ni menos real que el arrecife de coral que había visitado con Amelia. ¿Y si no tenía nada que ver con donde se hallaba realmente mi soldadito?

Todos los mecánicos han albergado la fantasía de que no hay ninguna guerra; de que todo el asunto es una construcción cibernética que el Gobierno mantiene por motivos particulares. Puedes encender el cubo cuando llegas a casa y verte en acción, repetido en las noticias… pero eso podría falsificarse aún más fácilmente que el estado de input/feedback que conecta al soldadito con el mecánico. ¿Había estado algún mecánico de verdad en Costa Rica? Nadie del Ejército podía visitar legalmente territorio Ngumi.

Naturalmente, eso no era más que una fantasía. Los montones de cuerpos masacrados en la sala de control habían sido reales. No podrían haber falsificado la aniquilación nuclear de tres ciudades.

Era sólo una forma de zafarte de tu propia responsabilidad por la matanza. De repente me sentí muy bien, y advertí que la química de mi sangre estaba siendo reajustada. Traté de aferrarme al pensamiento: cómo podías, cómo podías justificar… bueno, ellos realmente se lo buscaban. Era triste que tantos Ngumi tuvieran que morir por la locura de sus líderes. Pero ésa no es la idea; ésa no es la idea…

—Julián —me ordenó la comandante de la compañía—, dirige tu pelotón tres kilómetros al noroeste para una recogida. Cuando te acerques a la ZR, pasa a una señal de 24 mhz.

Recibido.

—¿Adónde vamos?

—A la ciudad. Vamos a reunirnos con Zorro y Charlie para un asunto diurno. Detalles sobre la marcha.

Teníamos noventa minutos para llegar a la zona de recogida, y la jungla no era tupida, así que nos disgregamos escalonadamente, manteniendo unos veinte metros entre cada soldadito, y nos abrimos paso hacia el noroeste.

Mi inquietud se desvaneció, ocupado como estaba en el mundano asunto de mantener a todo el mundo en fila y moviéndose. Advertí que había perdido el hilo de mis pensamientos, pero no estaba seguro de que fueran importantes. No había forma de escribir una nota para mí mismo, comprendí por enésima vez. Todo se difumina cuando sales de la jaula.

Karen vio algo y detuve a todo el mundo. Al cabo de un instante dijo que era una falsa alarma: sólo se trataba de una mona aulladora y su bebé.

—¿Ha salido de entre las ramas? —pregunté, y recibí un asentimiento. Proyecté intranquilidad a todo el mundo, como si hiciera falta, y ordené que nos dividiéramos en dos grupos y avanzáramos en fila, separados doscientos metros. Muy silenciosamente.

«Conducta animal» es un término interesante. Cuando un animal se comporta de modo distinto al habitual, es por algún motivo. Los monos aulladores son más vulnerables en el suelo.

Park avistó un francotirador.

—Tengo un pedro a las diez, alcance ciento diez metros, en unos árboles, a unos diez metros de altura. Permiso para disparar.

—Denegado. Alto todo el mundo y mirando alrededor.

Claude y Sara vieron lo mismo, pero aparentemente no había nada más.

Puse las tres imágenes juntas.

—Está dormida.

Recibí su sexo por los receptores olfativos de Park. La pauta IR no me daba casi nada, pero su respiración era regular y sonora.

—Demos la vuelta unos cien metros más allá y rodeémosla.

Recibí confirmación de la comandante de la compañía y un interrogante de Park.

Esperaba más: la gente no se mete entre los árboles sin más y se sube a uno. Estaba protegiendo algo.

—¿Es posible que supiera que veníamos? —me preguntó Karen.

Hice una pausa… ¿Por qué si no estaría allí?

—Si es así, está tan tranquila que se ha dormido. No, es una coincidencia. Protege algo. Pero no tenemos tiempo para buscarlo.

—Tenemos nuestra coordenada —dijo la comandante—. Aviador en ruta, dentro de unos dos minutos. Querréis estar en otra parte.

Le di al pelotón la orden de moverse rápido. No hicimos mucho ruido, pero suficiente: la francotiradora se despertó y le disparó una andanada a Lou, que cubría la retaguardia del flanco izquierdo.

Era un arma antisoldadito bastante sofisticada, de balas explosivas con puntas de uranio, posiblemente. Dos o tres ráfagas alcanzaron a Lou a la altura de la cintura y volaron su control de la pierna. Mientras caía hacia atrás, otra le voló el brazo derecho.

Golpeó el suelo con estrépito entrecortado, y durante un momento todo permaneció en silencio; en lo alto, sobre él, las hojas se agitaban con la brisa de la mañana. Otra ráfaga explotó en el suelo, junto a su cabeza, y le cubrió los ojos de tierra. Sacudió la cabeza para apartarla.

—Lou, no podemos hacer una recogida. Sal de ahí excepto en ojos y oídos.

—Gracias, Julián.

Lou desconectó, y la señal de advertencia de dolor de su brazo y espalda cesó. Era sólo una cámara apuntando al cielo.

Estábamos a más de un kilómetro de distancia cuando el aviador tronó en lo alto. Conecté con ella a través del mando y recibí una extraña doble visión: desde encima de las copas de los árboles, una erupción de napalm lanzada con brillantes chispas, cientos de miles de flechas; en el suelo, una súbita lluvia de fuego que goteaba entre las ramas con fuertes chisporroteos destructores mientras las flechas arrasaban el bosque. La explosión sónica y luego el silencio.

Más tarde un hombre gritando y luego otro hablándole en voz baja, y un disparo que acabó con los gritos. Un hombre pasó corriendo, cerca pero fuera de mi vista, y lanzó una granada al soldadito. Rebotó en su pecho y estalló sin causar daños.

El napalm goteaba y las llamas de los matorrales avanzaban hacia él. Los monos gritaban por el fuego. Los ojos de Lou fluctuaron dos veces y se apagaron. Mientras nos apartábamos del infierno, otros dos aviadores más llegaron volando bajo y lanzaron retardante para el fuego. Era una reserva ecológica, después de todo, y el napalm había hecho todo lo que queríamos que hiciera.

Cuando nos acercábamos a la ZR, la comandante dijo que habían hecho un recuento de cuatro cuerpos: nuestra francotiradora y ambos hombres más otro que pudiera haber habido. Concedió los tres al aviador y dividió uno entre nosotros. A Park no le gustó en absoluto, ya que no habría habido reparto si él no hubiera localizado a la francotiradora, y habría sido una muerte fácil si yo no hubiera ordenado lo contrario. Le aconsejé que se calmara; estaba al borde de un ataque de nervios público que llegaría al mando y forzaría un Artículo 15: castigo de toda la compañía por insubordinación.

Mientras le lanzaba esa advertencia, pensé cuánto más fácil lo tenían los zapatos. Podías odiar a tu sargento y sonreírle al mismo tiempo.

La ZR, la cima pelada de una colina que había sido despejada recientemente con una explosión controlada, estaba dentro de la señal de radio.

Mientras nos abríamos paso entre las fangosas cenizas de la colina, llegaron dos aviadores y gravitaron protectores sobre nosotros. No iba a ser una recogida rápida normal.

El helicóptero de carga llegó y aterrizó, o al menos gravitó a un palmo del suelo mientras la puerta trasera se abría para formar una inestable rampa. Subimos a bordo para encontrarnos con otros veinte soldaditos.

Mi equivalente en el pelotón Zorro era Barboo Seaves; habíamos trabajado juntos con anterioridad. Tenía un enlace doble-débil con ella, a través del mando y de Rose, que había sustituido a Ralph como contacto horizontal. A modo de saludo, Barboo proyectó una imagen multisensorial de carne asada, una comida que habíamos compartido en el aeropuerto unos cuantos meses antes.

—¿Alguien os ha dicho algo? —pregunté.

—No soy más que una seta.

El chiste militar ya era viejo cuando mi padre lo oyó por primera vez: Me mantienen en la oscuridad y me dan de comer mierda.

El helicóptero se alzó y viró en cuanto el último soldadito subió por la rampa. Todos chocamos más o menos como forma de contacto.

Realmente yo no conocía al líder del pelotón Charlie, David Grant. La mitad de los miembros de su pelotón habían sido sustituidos el año anterior: dos murieron y los otros fueron «reasignados temporalmente para ajuste psicológico». David sólo llevaba dos ciclos al mando. Lo saludé, pero al principio estuvo ocupado con su pelotón, tratando de calmar a un par de neos que temían que fuéramos a estar en peligro de muerte.

Con suerte, no sería así. Cuando se cerró la puerta recibí un esbozo de la orden general, que era básicamente un desfile, o una exhibición de fuerza, en una zona urbana. Serviría como recordatorio de que nosotros Lo Vemos Todo, Lo Sabemos Todo, íbamos a la sección norte de Liberia, que, extrañamente, tenía actividad guerrillera y una gran concentración de anglos. Eran una mezcla de viejos americanos que se habían retirado a Costa Rica al jubilarse y de los hijos y nietos de otros jubilados. Los pedros pensaban que la presencia de un montón de gringos los protegería. Se suponía que nosotros íbamos a demostrar lo contrario.

Pero si el enemigo permanecía fuera de vista, no habría ningún problema. Nuestras órdenes eran usar la fuerza «sólo como reacción».

Así que íbamos a ser a la vez el cebo y el anzuelo. No parecía una buena situación. Los rebeldes de la provincia de Guanacaste tenían problemas y necesitaban su propia demostración. Supuse que el mando habría tenido eso en cuenta.

Recogimos algunos accesorios para el control de disturbios: granadas de gas y un par de proyectores enmarañapiés. Lanzan un chorro de hilo pegajoso que impide caminar; pasados diez minutos se evapora. También cogimos granadas de contusión, aunque no estoy seguro de que sean un buen método habiendo civiles de por medio. ¿No es peor volarle a alguien los tímpanos y esperar luego que se sienta agradecído? Ninguna de las armas de control de disturbios es agradable, pero ésa es la única que causa lesiones permanentes. A menos que vayas dando trompicones a ciegas por el gas lacrimógeno y te atropelle un camión. O respires AV y te ahogues con el vómito.

Llegamos a la ciudad volando a la altura de la copa de los árboles, a un nivel más bajo que muchos de los edificios: el helicóptero y dos aviadores en formación cerrada, lentos y ruidosos como tres banshees. Supongo que era una buena táctica psicológica demostrar que no teníamos miedo y al mismo tiempo sacudir sus ventanas. Pero, una vez más, me pregunté si no éramos un cebo demasiado tentador. Si alguien nos disparaba, no tenía ninguna duda de que el cielo se llenaría de aviadores en unos segundos. El enemigo debía de saber eso también.

Una vez en el suelo y fuera del helicóptero, los veintinueve soldaditos podrían destruir fácilmente la ciudad, sin apoyo aéreo. Parte de nuestro espectáculo iba a ser una demostración de «servicio público»: el derribo de una manzana de casas. Ahorraríamos a la ciudad un montón de dinero en construcción, o derribos. Sólo había que entrar y derribarlo todo.

Nos posamos suavemente en la plaza, los aviadores gravitando, y desembarcamos en formación de desfile. Dos filas de diez y una de nueve. Sólo había un puñado de gente mirándonos, lo cual no sorprendió a nadie. Unos cuantos niños curiosos y unos adolescentes desafiantes y unos viejos que vivían en el parque. Sólo unos cuantos policías; resultó que casi todos esperaban junto a nuestra zona de demostración.

Los edificios que rodeaban la plaza eran de estilo colonial tardío, bonitos a la sombra de las figuras geométricas de vidrio y metal que se alzaban tras ellos. Las ventanas de espejo de los edificios modernos podían ocultar una ciudad llena de mirones, tal vez francotiradores. Mientras marchábamos a paso robótico fui más que nunca consciente del hecho de ser un titiritero seguro a un par de cientos de kilómetros de distancia. Si aparecieran rifles en cada ventana y empezaran a disparar, no moriría ninguna persona de carne y hueso. Hasta que contraatacáramos.

Dejamos de caminar al paso al cruzar un viejo puente para no hacerlo trizas y caer al ruidoso arroyuelo de abajo, y luego volvimos al slam-slam-slam que se suponía tan intimidatorio. Vi un perro que huía. Si algún humano se sentía aterrorizado, lo disimulaba.

Tras dejar atrás el anonimato posmoderno del centro, recorrimos unas cuantas manzanas de un barrio residencial, presumiblemente casas de clase alta todas ocultas tras altos muros encalados. Los perros aullaron a nuestro paso, y en varios lugares nos siguieron las cámaras de vigilancia.

Entonces llegamos a los barrios. Siempre sentía una especie de simpatía por la gente que vivía en aquellas condiciones, tanto allí como en Texas, tan similares a las de los ghetos negros americanos que había evitado por un accidente de nacimiento. También sabía que a veces tenía sus compensaciones, lazos familiares y vecinales que jamás había experimentado. Pero nunca podría ponerme lo bastante sentimental para considerarlo un cambio razonable. Prefería mi superior esperanza de vida; superior en todos los sentidos.

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