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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (25 page)

BOOK: Paz interminable
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—No es imposible, Asher, pero sí improbable. Estoy conectado, unidireccionalmente, con cientos de militares, desde soldados hasta generales. Si alguien estuviera implicado en un experimento, o hubiera oído un rumor sobre alguno, yo lo sabría.

—No si todo el mundo con autoridad estuviera también conectado unidireccionalmente. Y los sujetos experimentales aislados, como los tuyos, fueran eliminados.

Eso mereció un momento de silencio. ¿Harían eliminar los científicos militares a sujetos molestos?

—Admito esa posibilidad —dijo Marty—, pero es remota. Ray y yo coordinamos toda la investigación militar sobre los soldaditos. Que alguien consiga que un proyecto se apruebe, se financie y se lleve a cabo sin que nosotros nos enteremos… es posible. Pero también lo es lanzar una moneda al aire y sacar cara cien veces seguidas.

—Es interesante que saques los números a colación, Marty —dijo Reza. Había estado escribiendo en una servilleta—. En el mejor de los casos, pongamos que consigues que todo el mundo acceda a humanizarse y se ponga en fila para ser conectado.

»Lo primero: uno de cada diez se muere o se vuelve loco. Sigo tratando de encontrar formas de solucionar eso.

—Bueno, no sabemos…

—Déjame continuar un segundo. Si es uno de cada doce, vas a matar a seiscientos millones de personas para asegurar que el resto no mate a nadie. Ya estás haciendo que Hitler parezca un aficionado, con diferencia.

—Hay más, estoy seguro —dijo Marty.

—Lo hay. ¿Qué tenemos, seis mil soldaditos? Digamos que construimos cien mil. Todo el mundo tiene que pasar dos semanas conectado… y eso después de cinco días para abrirles un agujero en el cerebro y dejar que se recuperen. Pongamos veinte días por persona. Suponiendo que siete mil millones sobrevivan a la cirugía, son siete mil personas por máquina. Creo que hacen ciento cuarenta mil días. Son casi cuatrocientos años. Luego todos viviríamos felices para siempre jamás. Los que sobrevivan.

—Déjame ver eso.

Reza le tendió la servilleta a Marty. Siguió la columna de números con el dedo.

—Una cosa que no tienes en cuenta es el hecho de que no hace falta un soldadito entero. Sólo la conexión básica cerebro-a-cerebro, e intravenosas para alimentación. Podríamos disponer de un millón de estaciones, no de cien mil. Diez millones. Eso reduce la escala temporal sólo a cuatro años.

—Pero no los quinientos millones de muertos —dijo Belda—. Para mí es puramente abstracto, ya que sólo planeo seguir viviendo unos cuantos años más. Pero me parece un precio muy alto.

Asher pulsó el botón para llamar al camarero.

—Esto no se te ha ocurrido de repente, Marty. ¿Cuánto tiempo llevas pensando en ello, veinte años?

—Algo así —admitió él, y se encogió de hombros—. Realmente no hace falta la muerte del universo. Llevamos andando sobre la cuerda floja desde Hiroshima. Desde la Primera Guerra Mundial, en realidad.

—¿Un pacifista camuflado trabajando para los militares? —dijo Belda.

—Camuflado no. El Ejército tolera el pacifismo teórico, mira si no a Julián, mientras eso no interfiera en su trabajo. La mayoría de los generales que conozco se definiría como pacifista.

El camarero llegó y tomó nota.

—Marty tiene razón —dije cuando se marchó—. No es sólo el proyecto Júpiter. Hay un montón de líneas de investigación que podrían acabar por conducir a la esterilidad o la destrucción del planeta. Aunque el resto el universo no se vea afectado.

—Ya estás conectado —dijo Reza, y acabó su vino—. No tienes derecho a voto.

—¿Qué hay de la gente como yo? —dijo Amelia—. ¿Los que intentan conectar y fracasan? Tal vez quieres meternos en un bello campo de concentración donde no podamos dañar a nadie.

Asher se echó a reír.

—Vamos, Blaze. Esto no es más que un experimento teórico. Marty no está proponiendo en serio…

Marty golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Maldición, Asher! No he hablado más en serio en toda mi vida.

—Entonces estás loco. Eso no sucederá nunca.

Marty se volvió hacia Amelia.

—En el pasado, nunca ha sido obligatorio que una persona esté conectada. ¡Si se convirtiera en un esfuerzo al estilo de vuestro proyecto Júpiter, del proyecto Manhattan, todo el trabajo que hemos suplicado hacer se haría!

Se volvió hacia Reza.

—Lo mismo te digo de tus quinientos millones de muertos. Esto no es algo que hubiera que llevar a la práctica de la noche a la mañana. Un montón de investigación cauta, controlada, refinamiento de técnicas, y la tasa de mortandad se reduciría, tal vez hasta cero.

—Entonces, para expresarlo en términos menos agradables —dijo Asher—. Estás acusando al Ejército de asesinato. Cierto, eso es lo que se supone que hacen, pero se supone que hay personas de la otra parte. —Marty parecía perplejo—. Quiero decir que si has estado convencido siempre de que la instalación de conectores podría llegar a ser segura, ¿por qué no ha dejado el Ejército de crear nuevos mecánicos hasta que así sea?

—Estás diciendo que no es el Ejército el asesino. Soy yo. Investigadores como Ray y yo.

—Oh, no te pongas dramático. Estoy seguro de que lo has hecho lo mejor que has podido. Pero siempre he pensado que el coste humano del programa era alto.

—Estoy de acuerdo, y no sólo por las bajas de uno entre cada doce. Los mecánicos tienen una tasa de muertes inaceptablemente alta por colapsos y ataques al corazón. —Apartó la mirada de mí—. Y suicidios, durante su alistamiento o después.

—La tasa de muertes de los soldados es alta —dije yo—, eso no es nuevo. Pero estamos en las mismas; se trata de deshacerse de los soldados.

—Pero supongamos que pudiéramos desarrollar un método para que la conexión tuviera un cien por cien de éxito, sin ninguna baja. Seguiría siendo imposible que todo el mundo pasara por el aro. ¡Me imagino a los Ngumi guardando cola para que un puñado de demoníacos científicos de la Alianza les abran un agujero en la cabeza! Diablos, ni siquiera podrías convencer a nuestros militares. En cuanto los generales descubrieran qué habías estado haciendo, serías historia. ¡Serías abono!

—Tal vez. Tal vez. El camarero trajo nuestras consumiciones. Marty me miró y se frotó la barbilla.

—¿Te apetece conectar?

—Supongo.

—¿Estás libre mañana a las diez?

—Sí, hasta las dos.

—Pásate por mi laboratorio. Necesito tu colaboración.

—¿Vais a conectar juntos y salvar el mundo? —dijo Amelia—. ¿El universo?

Marty se echó a reír.

—No era eso exactamente lo que tenía en mente.

Pero lo era, desde luego.

Julián tuvo que pedalear más de un kilómetro bajo la lluvia, tan necesaria, para ir al laboratorio de Marty, así que no llegó de demasiado buen humor.

Marty le buscó una toalla y una bata de laboratorio para protegerse del gélido aire acondicionado. Se sentaron en un par de sillas de respaldo recto junto a la cama de pruebas, que consistía literalmente en dos camas equipadas con cascos. Había una bonita vista del campus empapado, diez pisos más abajo.

—Les he dado a mis ayudantes el sábado libre —dijo Marty—, y he desviado todas las llamadas a mi oficina de casa. No nos molestarán.

—¿Mientras hacemos qué? —preguntó Julián—. ¿Qué tienes en mente?

—No lo sabré con segundad hasta que conectemos. Pero me gustaría que quedara entre nosotros, por el momento. —Señaló la consola de datos situada al otro lado de la habitación—. Si una de mis ayudantes estuviera aquí, podría conectar umdireccionalmente y escucharnos.

Julián se levantó e inspeccionó la cama de pruebas.

—¿Dónde está el botón de interrupción?

—No hace falta. Si quieres salir, piensa «alto» y la conexión se rompe.

Julián parecía dudoso.

—Es nuevo. No me sorprende que no lo hubieras visto todavía.

—Por lo demás, tú estás al control.

—En principio. Controlo el sensorium, pero eso es trivial para conversar. Pasaré a lo que quieras.

—¿Unidireccional?

—Podemos empezar en unidireccional y pasar a bidirección limitada, «fluir de conversación», por consentimiento mutuo.

Como Julián sabía, Marty no tenía la capacidad de conectar profundamente con nadie; le habían quitado la habilidad por motivos de seguridad.

—No será como entre tú y tu pelotón. De hecho no leeremos nuestras mentes. Sólo nos comunicaremos de forma más rápida y clara.

—Muy bien.

Julián se acercó a la cama y dejó escapar un largo suspiro.

—Empecemos.

Los dos se tumbaron y acomodaron el cuello en los blandos collares, quitaron los manguitos de los tubos de agua y movieron la cabeza hasta que los conectores chasquearon. Entonces, la mitad frontal de los cascos se cerró sobre sus cabezas.

Una hora más tarde, las máscaras se abrieron. El rostro de Julián estaba cubierto de sudor.

Marty se sentó. Parecía descansado.

—¿Estoy equivocado?

—No lo creo. Pero será mejor que me vaya ahora a Dakota del Norte.

—Es hermoso en esta época del año. Seco.

No llovía cuando salí del laboratorio de Marty, pero iba a ser por poco tiempo. Vi una borrasca acercarse calle abajo, pero por suerte estaba junto al Centro de Estudiantes.

Encadené la bici y atravesé las puertas justo cuando estallaba la tormenta.

Hay una cafetería alegre y ruidosa bajo la cúpula de la parte superior del edificio. Me apeteció entrar. Había pasado demasiado tiempo encerrado en dos cráneos contemplando trepanaciones.

Estaba abarrotada para ser sábado, supongo que por el mal tiempo. Tras diez minutos de cola conseguí una taza de café y un bollito, y luego no encontré sitio donde sentarme. Pero el interior de la cúpula tenía un escalón a la altura adecuada para apoyarse en él.

Repasé lo que había averiguado del cerebro de Marty.

La cifra de bajas del 10 % al insertar el conector no era del todo cierta. Los números reales eran: un 7,5 % de muertes; un 2,3 % de retrasados mentales; el 2,5 % de levemente dañados; un 2 % de gente que acaba como Amelia, ilesa pero sin conectar.

Pero la parte clasificada era que más de la mitad de las muertes eran de reclutas destinados a ser mecánicos que fallecían debido a la complejidad del interfaz de los soldaditos. Muchas de las otras se debían a la falta de experiencia de los cirujanos y a las malas condiciones quirúrgicas en México y América Central. En el planteamiento a gran escala de Marty, no se emplearían cirujanos humanos más que como supervisores. Cirugía cerebral automatizada, Jesús. Pero Marty sostenía que era bastante más sencillo si no había que conectarse a un soldadito.

Y aunque hubiera un 10 % de muertes, la alternativa era un ciento por ciento: toda vida aniquilada hasta el cinturón de Hubble.

Sin embargo, ¿cómo conseguir que la gente normal lo hiciera? Los civiles que lo logran encajan con perfiles muy estrechos: empatas, buscadores de emociones; los solitarios empedernidos y los sexualmente ambiguos. Hay mucha gente en el caso de Amelia: alguien a quien aman está conectado, y quieren estar allí.

La estrategia básica era, primero, no regalar nada. Una cosa que hemos aprendido del Estado del Bienestar Universal es que la gente deja de valorar las cosas por las que no paga. Costaría un mes de créditos de entretenimiento… pero de hecho, te pasarías inconsciente la mayor parte de ese mes de todas formas.

Y el factor de poder sería un gran impulso al cabo de unos cuantos años: la gente que no estuviera humanizada tendría menos éxito en el mundo. Tal vez también fuese menos feliz, aunque eso sería más difícil de demostrar.

Otro pequeño problema era qué hacer con la gente como Amelia. No podía ser conectada, y por tanto tampoco humanizada. Se sentirían lisiados y furiosos… y quizá se volvieran violentos. El 2 % de seis mil millones es ciento veinte millones de personas. Un lobo por cada cuarenta y nueve ovejas es otra forma de verlo. Marty sugirió que inicialmente los trasladáramos a islas y pidiéramos a todos los isleños humanizados que emigraran.

Todo el mundo podría vivir felizmente en cualquier parte, una vez que usáramos las nanofraguas para crear otras nanofraguas y las entregáramos libremente a cualquiera, Ngumi o de la Alianza.

Pero lo primero era humanizar a los soldaditos y a sus líderes. Eso significaba infiltrarse en el Edificio 31 y aislar al Alto Mando durante un par de semanas. Marty tenía un plan para eso: que el Colegio de la Guerra de Washington ordenara un ejercicio de simulación que requiriera aislamiento.

Yo sería un topo. Marty había modificado mi expediente para que tuviera solamente un comprensible episodio de agotamiento nervioso. «El sargento Class es adecuado para el servicio, pero se recomienda que Portobello aproveche su educación y experiencia, y lo traslade al cuadro de mando.» Antes haría una transferencia selectiva de memoria y almacenamiento: yo olvidaría temporalmente el intento de suicidio, el plan previsto y los apocalípticos resultados del proyecto Júpiter. Sólo iría y sería yo mismo.

Mi antiguo pelotón, como parte de otro «experimentó», permanecería conectado el tiempo suficiente para humanizarse, y yo me encontraría dentro del Edificio 31 para abrirle la puerta cuando relevara al pelotón de seguridad.

Los generales serían bien tratados. Marty cursaría órdenes temporales de destino para una neurocirujana y su anestesista de una base en Panamá; juntos tenían un fenomenal porcentaje de éxitos del 98 % en la instalación de conectores.

Hoy, el Edificio 31; mañana, el mundo. Podíamos empezar por Portobello, y los contactos de Marty en el Pentágono, y hacer rápidamente que todas las Fuerzas Armadas fueran humanizadas. La guerra, por cierto, acabaría. Pero la gran batalla estaría sólo comenzando. Contemplé el campus a través de las borrosas cortinas de agua mientras me comía el bollito de manzana verde. Luego me apoyé contra el cristal y observé la cafetería, de vuelta a la realidad.

La mayoría de aquella gente era sólo diez o doce años más joven que yo. Parecía imposible, un abismo infranqueable. Pero tal vez yo nunca había compartido del todo su mundo (charlas, risitas, coqueteos), ni siquiera cuando tenía su edad. Permanecía enfrascado en un libro o una consola todo el tiempo. Las chicas con las que me acostaba entonces pertenecían a la misma minoría voluntariamente recluida; se alegraban de compartir un rápido alivio y volver a los libros. Había tenido terribles amores cósmicos antes de ir a la universidad, como todo el mundo, pero después de los dieciocho o diecinueve me dediqué al sexo, y en esa época lo había de sobra. Ahora el péndulo regresaba al conservadurismo de la generación de Amelia.

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