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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (26 page)

BOOK: Paz interminable
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¿Cambiaría todo eso si Marty se salía con la suya, si nosotros nos salíamos con la nuestra? No hay ninguna intimidad parecida a la de estar conectado, y gran parte de la intensidad del sexo adolescente lo impulsa la curiosidad que la conexión satisfaría al primer minuto. Sigue siendo interesante compartir experiencias y pensamientos con el sexo opuesto, pero la gestalt general de ser varón o hembra está allí, y resulta familiar unos pocos minutos después de entablar contacto. Tengo recuerdos físicos de partos y abortos, con menstruación y pechos de por medio. A Amelia le molestaba que compartiera los dolores menstruales con mi pelotón; que todas las mujeres se hubieran sentido cohibidas por erecciones involuntarias, hubiesen eyaculado, conocido cómo el escroto te limita para sentarte y caminar y cruzar las piernas.

Amelia obtuvo una pincelada de eso, un susurro, en los dos minutos o menos que compartimos en México. Tal vez parte de nuestro problema de entonces tuviera su origen en su frustración por no haber visto más que un atisbo. Sólo habíamos practicado el sexo un par de veces desde el intento abortado la noche después de verla con Peter. La noche después de que yo conecfollara con Zoë, para ser justos. Y estaban pasando tantas cosas, la muerte del universo y todo eso, que no habíamos tenido tiempo ni ganas de solventar nuestro problema.

El lugar olía algo así como a gimnasio mezclado con perro mojado, y a café, pero al parecer los chicos y chicas no lo notaban. Se buscaban, se acosaban, se exhibían… una conducta mucho más primate que la que adoptaban en la clase de física. Al ver desplegarse todo aquel ritual informal de apareamiento, me sentí un poco triste y viejo, y me pregunté si Amelia y yo nos reconciliaríamos alguna vez por completo. Era en parte porque no podía quitarme de la mente la imagen de ella y Peter. Pero tenía que admitir que también estaba Zoë, y toda su tribu. A todos nos había dado pena Ralph con su constante persecución de jills. Pero también habíamos sentido su éxtasis, que no disminuía.

Me estremecí al preguntarme si podría superar eso, y al mismo tiempo me sorprendí al admitir que sí. Relaciones emocionalmente limitadas, temporalmente apasionadas. Y luego de vuelta a la vida real durante una temporada, hasta la próxima.

El innegable atractivo de esa dimensión añadida, sentirla a ella sintiéndote a ti, pensamientos y sensaciones entrelazándose… en mi corazón había construido una muralla alrededor de ello, y la había bautizado «Carolyn», y había cerrado la puerta. Pero ahora tenía que admitir que había sido bastante impresionante con una desconocida; por muy hábil y compasiva que fuera, seguía siendo una desconocida, sin ninguna pretensión de amor.

Ninguna pretensión; eso era cierto en más de un sentido. Marty tenía razón. Algo semejante al amor aparecía automáticamente. Sexo aparte, durante varios minutos ella y yo habíamos estado más cerca, en términos de conocimiento, que algunas parejas normales que llevan juntas cincuenta años. Es algo que empieza a desvanecerse en cuanto desconectas, y unos cuantos días después es el recuerdo de un recuerdo. Hasta que vuelves a conectar, y te golpea. ¿De modo que si continúas así durante dos semanas te cambia para siempre? Lo encontraba verosímil. Dejé a Marty sin discutir un calendario, lo que constituía un acuerdo tácito. Queríamos tiempo para analizar los pensamientos del otro.

Tampoco discutí cómo podía alterar los registros militares médicos y hacer que los oficiales de alto rango fueran cambiados de destino a voluntad. No habíamos estado conectados lo bastante profundamente para que esa información se filtrara. Había una imagen de un hombre, un amigo de hacía mucho tiempo. Deseé no saber ni siquiera eso.

De todas formas, quería posponer mi acción hasta conectar con la gente humanizada de Dakota del Norte. No dudaba realmente de la veracidad de Marty, pero sí de su juicio. Cuando conectas con alguien, «desear» tiene un significado completamente nuevo. Desea con suficiente fuerza y podrás arrastrar a otra gente contigo.

Julián contempló la lluvia durante unos veinte minutos y decidió que no iba a amainar, así que regresó a casa chapoteando. Naturalmente, dejó de llover cuando se encontraba a media manzana del apartamento.

Guardó la bici en el sótano y roció la cadena y las marchas con aceite. La bici de Amelia estaba allí, pero eso no significaba que ella se hallara en casa.

Dormía profundamente. Julián hizo bastante ruido para despertarla mientras sacaba su maleta.

—¿Julián? —Ella se sentó en la cama y se frotó los ojos—. ¿Cómo te ha ido con…? —Vio la maleta—. ¿Vas a alguna parte? —preguntó.

—A Dakota del Norte, un par de días.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Para qué demon…? Oh, los locos de Marty.

—Quiero conectar con ellos y comprobarlo por mí mismo. Puede que estén locos, pero quizá todos nos unamos a ellos.

—No todos —dijo ella en voz baja.

Julián abrió la boca y la cerró, y escogió tres pares de calcetines en la penumbra.

—Volveré con tiempo de sobra para la clase del martes.

—Recibirás un montón de llamadas el lunes. El
Journal
no sale hasta el miércoles, pero llamarán a todo el mundo.

—Archívalas. Las veré desde Dakota.

Llegar allí iba ser más difícil de lo que pensaba. Encontró tres vuelos militares que lo llevarían haciendo trasbordos al cráter lleno de agua de Seaside. Sin embargo, cuando trató de reservar un asiento, el ordenador le informó de que ya no tenía calificación de «combate»: tendría que volar de pie. Predijo que tenía un 15 % de probabilidades de conseguir tomar los tres vuelos. Regresar el martes sería aún más difícil.

Llamó a Marty, quien le dijo que vería qué podía hacer y lo llamó al cabo de un minuto.

—Inténtalo otra vez.

Esta vez consiguió reserva en los tres vuelos sin ningún problema. La «C» de combate había sido restaurada a su número de serie.

Julián llevó su bolsa de mano y la maleta sin cerrar al salón. Amelia le siguió mientras se ponía una bata.

—Puede que vaya a Washington —dijo ella—. Peter vuelve del Caribe mañana para celebrar una conferencia de prensa.

—Eso sí que es cambiar de opinión. Creía que se había marchado para evitar la publicidad. —La miró—. ¿O vuelve principalmente para verte?

—No lo ha especificado.

—Pero él pagará el billete, ¿no? No te quedan suficientes créditos este mes.

—Por supuesto. —Ella se cruzó de brazos—. Soy su colaboradora. También tú serías bienvenido.

—Estoy seguro. Pero será mejor que investigue este aspecto del problema.

Terminó de cerrar la bolsa y miró en derredor. Se acercó a una mesita y recogió dos revistas.

—Si te pidiera que no fueras, ¿te quedarías aquí?

—Tú nunca me pedirías eso.

—Esa no es respuesta.

Ella se sentó en el sofá.

—Muy bien. Si me pidieras que no fuera, nos pelearíamos. Y yo ganaría.

—¿Así que por eso no te lo pido?

—No lo sé, Julián. —Ella alzó un poco la voz—. ¡Al contrario que otra gente, yo no puedo leer mentes!

El metió las revistas dentro de la maleta, la cerró con cuidado y echó el candado.

—La verdad es que no me importa que vayas —dijo en voz baja—. Esto es algo que tenemos que resolver, de un modo u otro.

Se sentó junto a ella, sin tocarla.

—De un modo u otro —repitió Amelia.

—Sólo prométeme que no te quedarás de modo permanente.

—¿Qué?

—Los que podemos leer mentes también somos capaces de predecir el futuro — dijo él—. La semana que viene, la mitad de la gente implicada en el proyecto Júpiter estará enviando currículos. Sólo te pido que, si te ofrece un puesto, no le digas que sí.

—Muy bien. Le diré que tengo que discutirlo contigo. ¿Te parece bien?

—Es todo lo que pido. —Él le cogió la mano y rozó los dedos con sus labios—. No te precipites en nada.

—¿Y si… yo no me precipito y tú tampoco?

—¿Qué?

—Coge el teléfono. Reserva un vuelo para más tarde a Dakota. —Frotó la parte superior de su muslo—. No vas a salir por esa puerta hasta que te convenza de que no amo a ningún otro.

Él vaciló y luego cogió el teléfono. Ella se arrodilló en el suelo y empezó a quitarle el cinturón.

—Habla rápido.

El último tramo de mi viaje era desde Chicago, pero pasaba a unos cuantos kilómetros por encima de Seaside y pudimos ver un atisbo del mar Interior. «Mar» le viene un poco grande; mide la mitad que el Gran Lago Salado. Pero resulta impresionante: un perfecto círculo azul salpicado por las motas blancas de los barcos de recreo.

El lugar al que me dirigía se hallaba sólo a diez kilómetros del aeropuerto. Los taxis cuestan créditos de entretenimiento, pero las bicis son gratis, así que pedí una y fui pedaleando. Hacía calor y se levantaba polvo, pero el ejercicio me vino bien después de haber estado encerrado en aviones y aeropuertos toda la mañana.

Era un edificio de unos cincuenta años, todo espejos de cristal y armazones de acero. Un cartel sobre el césped reseco decía: HOGAR SAN BARTOLOMÉ.

Un hombre de unos sesenta años, que usaba alzacuellos de cura y ropa de diario, me abrió la puerta y me dejó pasar.

El recibidor era un cuadrado blanco sin otros adornos que un crucifijo en una pared y un holo de Jesús en la otra. Entre un sofá institucional y unas sillas poco invitadoras había una mesa con lecturas inspiradoras. Atravesamos las puertas dobles y salimos a un pasillo igualmente vacío.

El padre Méndez era hispano; tenía el pelo todavía negro y un rostro oscuro y cruzado por dos largas cicatrices. Parecía temeroso, pero su voz calmada y su sonrisa tranquila desmentían esa impresión.

—Perdónenos por no ir a recogerlo. No tenemos coche y no salimos mucho. Eso contribuye a nuestra imagen de viejos locos inofensivos.

—El doctor Larrin dijo que su tapadera contenía un punto de verdad.

—Sí, somos pobres supervivientes confundidos del primer experimento con los soldaditos. La gente tiende a apartarse de nosotros cuando salimos.

—Entonces no es usted un cura de verdad.

—De hecho lo soy, o lo era. Colgué los hábitos después de ser condenado por asesinato. —Se detuvo ante una puerta sencilla que tenía una tarjeta con mi nombre, y la abrió—. Violación y asesinato. Este es su cuarto. Venga al atrio que hay al final del pasillo cuando se haya refrescado.

La habitación en sí no era demasiado monacal: una alfombra oriental en el suelo, una moderna cama de suspensión que contrastaba con una mesa antigua y una silla. Había un pequeño frigorífico con refrescos y cerveza, y botellas de vino y agua en un armario con vasos. Tomé un vaso de agua y luego uno de vino mientras me quitaba el uniforme y lo alisaba y doblaba cuidadosamente para el viaje de regreso. Tras darme una ducha rápida y ponerme ropa más cómoda, salí en busca del atrio. A la izquierda del pasillo la pared era lisa; a la derecha, había puertas como la mía, con placas más permanentes. La puerta de vidrio esmerilado del fondo se abrió automáticamente cuando extendí la mano hacia ella.

Me detuve. El atrio era un fresco bosque de pinos. Olor a cedro, el alegre sonido de un arroyo cercano. Alcé la cabeza y, sí, había una claraboya; no había sido conectado y transferido al recuerdo de alguien.

Caminé por un sendero de grava y me detuve un instante en el puente de madera que cruzaba un rápido arroyuelo. Oí risas más adelante y seguí el leve olor a café hasta llegar a un pequeño claro.

Había una docena de personas de unos cincuenta o sesenta años, de pie y sentadas. Muebles rústicos de madera, de diversos diseños, colocados sin ningún orden concreto. Méndez se separó de un grupito y se acercó a mí.

—Normalmente nos reunimos aquí una hora antes de la cena —dijo—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?

—El café huele bien.

Me llevó hasta una mesa con termos de café y té y varias botellas. Había cerveza y vino en un recipiente con hielo. Nada hecho en casa y nada barato; muchas cosas eran importadas.

Señalé los armagnacs, maltas y añejos.

—¿Tienen una imprenta para falsificar cartillas de racionamiento?

Él sonrió y sacudió la cabeza mientras llenaba dos tazas.

—Nada tan legal. —Depositó mi taza junto a la leche y el azúcar—. Marty dijo que podíamos confiar lo suficiente en usted para conectar, así que acabará por saberlo. —Estudió mi rostro—. Tenemos nuestra propia nanofragua.

—Claro que sí.

—La mansión del Señor tiene muchas habitaciones, incluido un gran sótano, en este caso. Podemos bajar y echarle un vistazo más tarde.

—¿No está bromeando?

Él sacudió la cabeza y sorbió el café.

—No. Es una máquina antigua, pequeña, lenta e ineficaz. Uno de los primeros prototipos que supuestamente fue desmantelado.

—¿No temen provocar otro gran cráter?

—En absoluto. Venga y siéntese aquí. —Había una mesa de picnic con dos pares de conectores de cajas negras—. Ahorremos un poco de tiempo.

Me tendió un conector verde y él cogió uno rojo.

—Transferencia unidireccional.

Me lo coloqué y lo mismo hizo él; luego encendió y apagó un interruptor.

Me desconecté y lo miré, sin habla. En un segundo, toda mi visión del mundo había cambiado.

La explosión de Dakota había sido provocada. La nanofragua había sido comprobada a fondo, en secreto, y era segura. La coalición de la Alianza que la desarrolló quería cerrar líneas de investigación potencialmente exitosas. Así que después de unos cuantos papeles cuidadosamente preparados (top secret, pero comprometidos) despejaron Dakota del Norte y Montana y supuestamente trataron de hacer un enorme diamante con unos cuantos kilos de carbón.

Sin embargo la nanofragua ni siquiera estaba allí. Sólo había una gran cantidad de deuterio y litio, y un encendedor. La gigantesca bomba H estaba enterrada y se había ideado de forma que contaminara lo menos posible mientras fundía el redondo y vidrioso lecho de un lago, lo bastante grande para ser un buen argumento disuasivo contra cualquier intento de crear tu propia nanofragua casera.

—¿Cómo lo saben? ¿Cómo pueden estar seguros de que es cierto?

El frunció el ceño.

—Tal vez… tal vez sea sólo un cuento. Imposible comprobarlo preguntando. El hombre que lo trajo a esta cadena, Julio Negroni, murió a las dos semanas del experimento, y el hombre de quien lo extrajo, un recluso de Raiford, fue ejecutado hace mucho tiempo.

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