Pelham 123 (2 page)

Read Pelham 123 Online

Authors: John Godey

BOOK: Pelham 123
10.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras tanto, lo pasaba bien. Lo había tomado con afición desde el principio, e incluso había disfrutado con el período de adiestramiento; veintiocho días de escuela, seguidos de una semana de prácticas bajo la tutela de un hombre experimentado. Matson, su iniciador en estas prácticas, era un veterano a quien sólo faltaba un año para el retiro. Era un buen maestro, pero estaba amargado y era francamente pesimista en lo tocante al futuro del ferrocarril. Predecía que, dentro de cinco años, sólo viajarían en él los negros y otros de su calaña, eso si no hacían también de
conductores
. Matson era una enciclopedia ambulante de cuentos de horror, y, si había que darle crédito, trabajar en el Metro era sólo un poco menos peligroso que prestar servicio de primera línea en Vietnam. Según Matson, un jefe de tren del Metro estaba continuamente expuesto a sufrir lesiones, e incluso la muerte, y podía considerarse afortunado al terminar cada jornada.

Muchos empleados viejos —y también algunos jóvenes— referían historias de miedo, y, aunque Bud no los creía mentirosos, lo cierto era que a él no le había ocurrido aún percance alguno. Bueno; en varias ocasiones, los viajeros lo habían incordiado; pero esto era de esperar. Aparte alguna mirada atravesada y algún insulto verbal, no había pasado por ninguna de las tristes experiencias que referían los viejos, como recibir salivazos, palos o cuchilladas; o ser robados; o resultar manchados por los vómitos de los borrachos; o ser atropellados por los estudiantes; o abofeteados por alguien del andén cuando estaban asomados a la ventanilla, al arrancar el convoy. Esta última trastada era la que más temían los jefes de tren del Metro, quienes contaban mil atrocidades a este respecto: uno al que habían metido un dedo en un ojo y que acabó perdiendo éste; otro a quien le habían roto la nariz de un puñetazo; otro a quien habían agarrado de los pelos y que estuvo a punto de saltar por la ventanilla...

—¡Calle Cincuenta y Uno! ¡Estación de la Calle Cincuenta y Uno!

Hizo este anuncio ante el micrófono, con voz clara y animosa, satisfecho de que le oyesen simultáneamente en los diez vagones. Al llegar el tren a la estación, introdujo la llave de contacto en el ojo de la parte baja del tablero y la hizo girar hacia la derecha. Después, insertó la llave de las puertas y, en cuanto se hubo detenido el tren, apretó los botones para abrirlas.

Se asomó a la ventanilla para comprobar la salida y la entrada de viajeros y, después, cerró las puertas, empezando por las de atrás y terminando por las de delante. Observó las luces del tablero, que se había encendido para indicar que todas las puertas estaban cerradas. Arrancó el tren, y él volvió a asomarse a la ventanilla para asegurarse de que nadie era arrastrado. Ésta era una de las cosas que solían omitir los viejos, debido a su morboso temor de ser atacados.

—Próxima parada: estación de Grand Central. La próxima parada es Grand Central.

Salió al vagón y se apoyó en la portezuela. Cruzó los brazos sobre el pecho y observó a los pasajeros. Era su pasatiempo predilecto. Jugaba a adivinar, fundándose en el aspecto y las actitudes de los pasajeros, algunas circunstancias de sus vidas: qué clase de trabajo hacían, cuánto dinero ganaban, dónde y cómo vivían, incluso la estación en que iban a apearse. En algunos casos, resultaba fácil: chicos de recados; mujeres con aire de amas de casa, de criadas o de secretarias; viejos jubilados. Pero otros, principalmente los de clase acomodada, representaban verdaderos desafíos a su ingenio. Aquel hombre bien vestido, ¿era maestro, abogado, corredor de comercio, ejecutivo de una empresa? En realidad, salvo en las horas punta, no había mucha gente acomodada que viajase en el IRT; menos de un tercio de los que lo hacían en el BMT y en el IND. Él no habría podido explicar la razón de ello. Tal vez era cuestión de trayectos, de barrios más distinguidos; pero era difícil demostrarlo. Tal vez se debía al hecho de que el IRT era el más antiguo de los tres servicios, con menos trayectos y menos unidades (por esto su período de aprendizaje había sido de sólo veintiocho días, mientras que en los otros servicios era de treinta y dos); pero tampoco esto podía demostrarse con certeza.

Se preparó para resistir la oscilación del tren (en realidad, le gustaba aquel movimiento y estaba orgulloso de su habilidad de adaptarse a él, como hacen los marineros en los barcos) y fijó su atención en el hombre sentado frente a la cabina. Era notable por su corpulencia —mejor dicho, por su anchura, pues no era muy alto— y por sus cabellos blancos. Vestía bien: impermeable oscuro y sombrero nuevo, y zapatos bien lustrados; no, no era un mandadero, a pesar de la gran caja de flores que sostenía entre las rodillas. Esto significaba que había comprado las flores para alguien y que quería entregarlas personalmente. Por su aspecto, por su mirada, no parecía un hombre capaz de comprar flores. Pero no se podía juzgar un libro por su cubierta, y esto era precisamente lo que hacía interesante la vida. Podía ser cualquier cosa: un profesor de universidad, un poeta...

El tren empezó a frenar bajo los pies de Bud. Éste dejó a un lado su divertido acertijo y entró en la cabina.

—Estación Grand Central. Transbordo para el directo. Estamos en Grand Central...

Ryder

Con los años, Ryder había elaborado algunas teorías sobre el miedo: dos, para ser exactos. La primera era que había que dominarlo como hace un buen futbolista con el balón: no esperar a que llegue, sino salir a su encuentro, forzar la jugada. Ryder luchaba contra el miedo plantándole cara. Por esto, en vez de mirar a otra parte, contempló con fijeza al agente de tráfico. El agente advirtió el escrutinio y se volvió a él; después, desvió rápidamente la mirada y siguió mirando al frente, dándose cuenta de su propia rigidez. Tenía la cara ligeramente enrojecida, y Ryder sabía que estaba sudando.

La segunda teoría —ilustrada ahora eficazmente por aquel agente— era la de que los que se encuentran en situaciones violentas muestran su tensión sólo porque quieren. Piden perdón por su impotencia, como el perro que se tumba de espaldas ante otro perro más fiero o más grande. Exhiben públicamente sus síntomas, en vez de dominarlos. Estaba convencido de que, salvo en lo de orinarse en los calzoncillos, que es un acto involuntario, sólo se demuestra el miedo en el grado en que uno quiere o se permite demostrarlo.

Las teorías de Ryder eran retoños de la sencillísima filosofía que regía su vida y de la que hablaba en raras ocasiones. Ni siquiera cuando le presionaban amistosamente para que lo hiciese.
Especialmente
cuando le presionaban, de forma amistosa o del modo que fuese. Recordaba una conversación que había sostenido con un médico en el Congo. Se había dirigido a un puesto de socorro de vanguardia, para que le extrajesen una bala del muslo. El médico era indio, tenía un aire elegante y divertido, y le había arrancado la bala de la carne con un movimiento de las pinzas; un hombre tan interesado en la forma como en la sustancia; un hombre de categoría, cosa que no explicaba en absoluto lo que estaba haciendo en una estúpida y pequeña guerra africana entre dos desorganizadas facciones de negros enloquecidos. A no ser que fuese por el dinero. ¿A no ser? Era una razón bastante buena.

El médico le mostró el pedazo de metal ensangrentado, antes de arrojarlo en el cubo, y, después, ladeó la cabeza y le preguntó: —¿No es usted el oficial a quien llaman
Capitán Ironass
[1]
?

El médico llevaba galones de comandante, pero esto no significaba nada en aquel curioso ejército, salvo como distintivo del salario que cobraba el hombre. El médico cobraba cien o doscientos más que él todos los meses.

—Perdón —dijo Ryder—. Lo está usted viendo. ¿Es de hierro?

—No se enfade —contestó el médico, aplicando un apósito sobre la herida y cambiándolo después por otro más pequeño—. Simple curiosidad. Se ha hecho usted un poco famoso.

—¿Por qué?

—Intrepidez. —Colocó el apósito en su sitio, con sus hábiles dedos morenos y finos—. O temeridad. Las opiniones están divididas.

Ryder se encogió de hombros. En un rincón de la tienda del puesto de socorro, un soldado negro, medio desnudo, yacía encogido en una camilla, lamentándose en voz baja pero sin parar. El médico le miró largamente, y el hombre enmudeció.

—Me gustaría saber lo que piensa usted mismo del asunto —dijo el médico.

Ryder se encogió de hombros por segunda vez y observó cómo los dedos morenos ponían esparadrapo sobre la gasa. Pensó en el momento en que le arrancarían el esparadrapo y, con él, los pelos.
Esto
sí que sería una prueba de valor. El médico hizo una pausa y miró, humorísticamente, hacia arriba.

—Tal vez haya visto muchas más cosas que yo, mi comandante —dijo Ryder—. Le cedo la respuesta.

El médico habló en confianza:

—La intrepidez no existe. La temeridad, sí. La indiferencia, sí. Algunas personas desean morir.

—¿Se refiere a mí?

—No podría decirlo, porque no le conozco. Sólo he oído rumores. Puede ponerse los pantalones.

Ryder examinó el ensangrentado desgarrón antes de ponerse los pantalones.

—¡Lástima! —exclamó—. Contaba con usted para llegar a una conclusión.

—No soy psiquiatra —añadió el médico, como disculpándose—. Sólo soy curioso.

—Pues yo, no —dijo Ryder, cogiendo su casco de acero, recuerdo de la Wehrmacht de la Segunda Guerra Mundial, y calándoselo con tal firmeza, que el breve borde le cubrió los ojos—. No soy nada curioso.

El comandante enrojeció un poco y, después, le dirigió una sonrisa amistosa.

—Bueno —dijo—, creo que ya sé por qué le llaman Capitán
Ironass
. Cuídese mucho.

Mientras observaba el inquieto perfil del agente de tráfico, Ryder pensó:

«Podría haberle dado una respuesta al médico indio, pero, probablemente, éste la habría interpretado mal y sacado la conclusión de que le estaba hablando de reencarnación: "Se vive o se muere, mi comandante; ésta es mi sencilla filosofía." Se vivía o se moría. Lo cual no podía equipararse a la temeridad o la intrepidez. No significaba que uno buscase la muerte o que no viese ningún misterio ni ninguna pérdida en la muerte. No hacía más que eliminar la mayor parte de las complicaciones de la existencia, reducir a una fórmula viable la principal incertidumbre de la vida. Ninguna dolorosa exploración de posibilidades; sólo la rígida profundidad del sí o el no. Se vivía o se moría.»

Un tren llegaba a la estación. Cerca del agente de tráfico, justo debajo del indicador número 8, un hombre se inclinaba tanto sobre la vía, que parecía que iba a perder el equilibrio. Ryder se irguió y a punto estuvo de acercarse a aquel hombre para tirar de él y ponerlo a salvo, mientras pensaba: «No, hoy no; ahora no.» Pero el hombre se echó atrás en el último momento, alargando las manos en un tardío reflejo de espanto. El tren se detuvo, y se abrieron las puertas.

El agente de tráfico entró en uno de los vagones.

Ryder miró al conductor. Estaba sentado en su taburete metálico, apoyando el brazo en la ventanilla medio abierta. «Era un hombre negro..., no, el negro podía inducir a equívocos —pensó Ryder—; era un color político.» En realidad, aquel hombre era moreno, y disimulaba distraídamente un bostezo con la mano. Miró por la ventanilla sin el menor interés, comprobó el tablero de indicaciones, que, al igual que el del jefe de tren, se encendía cuando se cerraban las puertas.

El tren arrancó. Su designación (habida cuenta de que el intervalo entre los trenes locales era de cinco minutos en aquella hora del día) debía ser Pelham Uno Uno Ocho, según el sencillo y eficaz sistema de identificar los trenes mediante el nombre de su terminal, seguido de las cifras de su hora de salida. Así, como este tren había salido de la estación de Pelham Bay Park a la 1:18 de la tarde, era designado como Pelham Uno Uno Ocho. En su viaje de regreso desde la terminal del Sur, se llamaría algo así como Brooklyn Bridge Dos Uno Cuatro. «Al menos, así sería en un día normal», pensó Ryder. Pero hoy no era un día normal; hoy habría una perturbación considerable en el programa.

Al pasar el tercer vagón del tren, Ryder vio al agente de tráfico. Estaba apoyado en una barra y tenía muy bajo el hombro derecho, tan bajo como si el hombre estuviese de pie en un plano inclinado. ¿Y si no hubiese tomado aquel tren? Ellos habían convenido una señal para hacer marcha atrás en el caso de que surgiera algún peligro imprevisto. ¿La habría dado él? ¿Habría aplazado el asunto para otro día?

Sacudió imperceptiblemente la cabeza. No necesitaba responder a estas preguntas.

No importaba lo que uno hubiera hecho, sino lo que haría.

El último vagón del tren pasó zumbando y se metió en el túnel en dirección a la Calle Veintitrés. Empezaron a llegar nuevos pasajeros. Un joven negro —éste, de color de chocolate oscuro— fue el primero; estaba magnífico con su chaqueta azul celeste, sus pantalones a cuadros rojos y azules, sus zapatos con tacones de 6 cm y su gorro de cuero negro. Llegó contoneándose, pasó y se situó a la distancia de un vagón más allá del rótulo 10. Casi inmediatamente, se inclinó sobre la vía y miró hacia el Norte con aire irritado.

«Tranquilo, hermano —pensó Ryder—; el Pelham Uno Dos Tres llegará antes de cinco minutos, y por mucho que mires la vía, no harás que llegue más pronto.» El joven negro se volvió de pronto, como si advirtiese que lo observaban. Miró fijamente a Ryder, con ojos desafiantes, y Ryder respondió a este reto con indiferencia, con una mirada suave, y pensó: «Tranquilízate, hermano, y conserva tu energía; la necesitarás.»

Welcome

En Grand Central, respondiendo a la señal de parada, tres luces amarillas horizontales, el Pelham Uno Dos Tres mantuvo abiertas las puertas, esperando la llegada del tren directo.

Joe Welcome llevaba quince minutos en el andén, nervioso e inquieto, comprobando en su reloj la llegada y la salida de los trenes locales y mirando furioso los directos, porque no le interesaban. Impaciente, andaba de un lado para otro, mirando alternativamente a las mujeres del andén y su propia imagen en los espejos de las máquinas automáticas. Ninguna mujer valía nada, y esto le hacía fruncir los labios en una mueca de desdén. Una zorra fea era una maldición. Le gustaba más su propia imagen: el rostro bello y audaz, la tez olivácea un poco más pálida que de costumbre, los ojos negros brillando con un fuego extraño. Ahora que se había acostumbrado al bigote y a las patillas, que describían una caprichosa curva para acercarse a los labios, casi le complacían. Entonaban bien con sus sedosos cabellos negros.

Other books

B000FBJF64 EBOK by Marai, Sandor
Sounds of Silence by Elizabeth White
Death Comes to the Village by Catherine Lloyd
The Cold Song by Linn Ullmann