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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (21 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Sin mirarla a ella, aventuró:

—Supongo que usted quiere que la muerte de Miriam no quede sin castigo.

—¿En qué cree que pensaba cuando miraba los dibujos en aquella habitación?

—Entonces espero que me ayude.

—¿En qué?

—No haciendo nada de momento. No hable con nadie de lo que sabe… si sabe algo.

Méndez quedó en silencio. No pensaba en Eva Ostrova, ahora pensaba en los criminales que abusaban y acababan con aquellas pobres muchachas. Eran la peor escoria de Europa.

Mónica Arrabal le miró con sus ojos quietos donde brillaba, después de todo, una chispita de duda.

—¿Tiene usted un problema de conciencia, Méndez?

—Me halaga con su comentario.

Hubo otra vez un silencio, un silencio cargado de preguntas que los dos se estaban haciendo en secreto. La luz del balcón se oscureció un momento. Una nube acarició los árboles y dio un minuto de poesía a los escaparates de la rambla.

En aquel momento sonó el teléfono que estaba junto a Mónica. Ella lo descolgó. Méndez no prestó atención, a pesar de que ella le indicó por señas que se quedara donde estaba. Por lo que pudo entender, era una conversación de tipo social entre señoras de buen ver y buen estar. La que llamaba le encargaba a Mónica dos entradas para un concierto benéfico.

Mónica Arrabal tomó un lápiz y una libretita de notas que estaban junto al teléfono. Sonrió:

—Te lo agradezco, porque es para una obra de caridad importante. Ahora mismo lo apunto. A ver… Lorena… Lorena… A ver, no quiero confundirme… ¿Cuál es tu apellido…? Ah, sí… Suárez. Lorena Suárez.

Méndez se estremeció un momento. Nadie, excepto él, habría podido percibirlo.

Recordó el cementerio de Montjuïc, recordó una lápida con flores y otra desnuda. Recordó a la hija oficial de un policía llamado Suárez, hija biológica de un atracador llamado Fernando Vez… el hombre a quien el propio Méndez había matado.

Sintió que, por un instante, la luz del balcón daba vueltas.

Sexta parte

Rezad al morir

30

La escalera, una escalera que, a pesar de la humildad del edificio, es solemne y con peldaños de mármol.

La calle del Carmen tuvo un cierto pasado señorial y algunos pisos lucen estucados y baldosas de época. Pero los escalones ya casi se hunden, están desgastados por el trajín de las vecinas vivas y el roce de los vecinos muertos.

Y sentada en la escalera, como esperando, una muchacha que mira al vacío con una sonrisa cuadrada. Y en sus brazos un gato.

Y delante de ella un policía corrupto que ha aprendido a vivir bien y a quien le gusta tener gratis a mujeres que nunca se quejan.

El policía corrupto se llamaba Robles, pero las mujeres que no se quejaban nunca supieron su nombre.

Quedó asombrado, porque no esperaba encontrar a la muchacha allí, como esperándole, dando la sensación de que la perseguidora había sido ella. No entendía su sonrisa cuadrada ni la presencia del gato que parecía estar en dos sitios a la vez.

Ella preguntó con voz opaca:

—¿Me busca?

Tenía un acento gutural, salido de no se sabía dónde. En todo caso, parecía un español aprendido en el Transiberiano. Y siempre con aquella sonrisa que helaba la sangre y sin mover apenas las manos que acariciaban al gato.

—¿Me busca…?

Robles no entendía nada, o quizá entendió solamente dos cosas: que había encontrado el escondite de Eva Ostrova y que podía matarla allí mismo, como le habían ordenado. Pero tuvo tiempo de entender una tercera cosa, que en aquel momento solo llevaba su pistola reglamentaria, y eso era tanto como dejar su DNI encima del cadáver. Por otra parte, después del estampido, no lograría huir por la concurrida calle del Carmen. Eso, y el asombro por la actitud de la muchacha, le hicieron formular las únicas palabras lógicas que se le ocurrieron en aquel momento:

—Policía —dijo—. Es una inspección rutinaria. ¿Dígame si vive aquí y cuál es su nombre?

Quizá ella no le entendió del todo, pero siguió sonriendo mientras acariciaba el gato.

—Me llamo Eva Ostrova.

De modo que hasta le daba su nombre… Robles sintió como un pinchazo en el cerebro porque no llegaba a comprender aquel desafío. Volvió a tener la oscura e incomprensible sensación de que era ella la que le estaba buscando a él.

Y pensó en los muertos. No pudo evitarlo. Sintió un escalofrío al notar encima suyo los ojos quietos de la muchacha, tan quietos como los del gato.

—De modo que vive usted aquí…

Se dijo que de todos modos había triunfado. No podía hacer nada contra la chica en un sitio como aquel, pero al menos sabía exactamente dónde se estaba ocultando. Misión cumplida. Iba a sacar de aquel trabajo un espléndido dividendo.

De pronto el gato dio un salto y se escapó de entre las manos de la joven. Subió la escalera con la velocidad de una huida, como queriendo volver al piso. Ella también dio un salto y salió en su persecución, escalera arriba, hacia la oscuridad que siempre había habitado en las entrañas de la casa.

—Maldito gato…

Robles vaciló un momento. Había averiguado ya lo esencial, pero no podía dejar las cosas sin terminar. Aquella casa era una colmena, y necesitaba saber en qué piso se refugiaba Eva. Tal vez ella le engañaría, pero el gato no, y por eso fue tras él. No iba a dejar el último detalle en el aire. Total, tampoco arriesgaba nada…

Saltó casi sobre el primer tramo de escalera. La curva. Vio otro tramo. La luz de un ventanuco. Otra curva. La soledad de una escalera donde parecía no vivir nadie, solo el tiempo. Un nuevo tramo. Pero más arriba ya no había luz, solo el brillo mate de la barandilla, solo el leve reflejo de unos peldaños que se hundían en la oscuridad como pedazos de lengua.

¿Cuántos años habían desfilado por allí, cuántos ataúdes habían sido bajados a hombros por la escalera?

Era un pensamiento estúpido. Robles apretó los puños e intentó que le dominara una sola idea.

—Arriba…

Y entonces la vio, o mejor dicho, vio al gato. El felino estaba como suspendido en el aire. Tardó en comprender que en realidad lo sostenían los brazos de Eva, que estaba quieta como una estatua en el centro de la escalera.

Esperándole…

La quietud de aquel rincón, el silencio, el oscuro presentimiento de haber llegado al sitio donde llegaremos todos, un sitio para morir.

Y la mano de Eva que se mueve. Y el frío contacto del cañón de una pistola en su frente.

Aquello no era un juego, o era un juego a vida o muerte.

Robles prefirió no arriesgarse. Después de todo, estaban en un lugar donde podía sorprenderlos alguien en cualquier momento y aquello no iba a durar mucho tiempo. Movió un momento la derecha para tocar su funda sobaquera.

La voz gutural le detuvo.

—Inténtalo y te volaré los sesos.

Y de pronto otro suceso inesperado, ella que le lanza el animal sobre la cara que, asustado, le clava las uñas en el rostro. Robles que intenta sacárselo de encima, sin poder pensar en otra cosa. La sensación de que aquello no es posible, de que ella se ha movido —en una escalera que conoce mucho mejor que él— y que ahora está a su espalda, que el cañón que antes estaba en su frente ahora se encuentra en su nuca.

Podría alcanzar la funda sobaquera, piensa, porque ella no ve sus manos, pero para disparar tendría que dar casi media vuelta. No se atreve. De pronto tiene la sensación, en la oscuridad, de que están ante una vieja puerta. Oye un timbre cercano y comprende que ella acaba de llamar. Como no conoce el terreno, prefiere obedecer y estarse quieto.

—Vas a caer muerto dentro del piso. Cuando la puerta se abra, te volaré los sesos.

Y la puerta se abre.

31

Méndez decidió hacer dos cosas: la primera, visitar a Alejandro Ortiz, y la segunda, visitar a la Patri, es decir, a Eva Ostrova.

A Alejandro Ortiz no podía interrogarlo oficialmente, porque de algún modo estaba bajo protección judicial, pero se dijo que nada le impedía ir a verlo.

La clínica mental estaba en la parte alta de Barcelona, tenía un jardín con sillas, dos pabellones con amplias ventanas y tres pinos con pájaros.

No era el tipo de establecimiento donde tratan a un hombre que no tiene dinero. Más bien parecía un establecimiento para niños bien que tomaron el camino de las drogas y descarrilaron. Méndez dedujo que Alejandro Ortiz, un exdeportista de élite, debía pertenecer a algún tipo de mutualidad o federación que le permitía este tipo de comodidades. El lugar no parecía vigilado, y eso explicaba que hubiera podido entrar y salir un par de veces con relativa facilidad.

Un médico le había advertido que podía hablar con el paciente, pero solo diez minutos.

—Está mal. No habla con nadie y tiene una depresión que aún no hemos controlado, de modo que no le canse. Nada de interrogatorios hasta que lo decida el juez.

—Supongo que ninguno de mis compañeros le ha interrogado.

—No, porque nadie puede hacerlo todavía, pero preguntan diariamente por él. Recuerde que solo permitiré diez minutos y, por si se le olvida, una persona de nuestro equipo le vigilará a distancia. Al menor signo de nerviosismo del paciente le pedirá que lo deje solo.

—Lo entiendo muy bien, y ha sido usted muy amable al consentir que hable con él. ¿Cree usted que la crisis durará mucho tiempo?

—Es muy profunda y creo que será larga, pero depende de cómo responda a los medicamentos. Por el momento, está bastante hundido.

—Después de lo que ha ocurrido es lógico. ¿Le aplican algún tratamiento de tipo psicológico?

—Naturalmente, se le están procurando algunas sesiones terapéuticas con especialistas. Por el momento no dan resultado, pero creo que con el tiempo…

—¿Intentos de suicidio…?

—No, ninguno por ahora. Está demasiado abatido incluso para eso y, además, está claro que evitamos cualquier situación de riesgo.

Méndez pensó que Alejandro Ortiz ya se había escapado dos veces, aunque fuese por pocas horas, de modo que oportunidades no le faltaban. Por eso preguntó:

—¿Qué vigilancia tiene?

—La normal. Ningún instrumento que pueda dañarle, botellas y vasos de plástico, comida controlada, dormitorio en la planta baja… Pero él colabora mucho, tiene una actitud muy buena.

El policía no pudo evitar una sonrisa. En aquel establecimiento de impecable apariencia nadie parecía darse cuenta de nada. O era un coladero o tal vez Ortiz era más astuto de lo que los médicos creían.

Murmuró:

—Espero que la vigilancia no sea opresiva. Supongo que eso tendría un efecto contraproducente sobre los enfermos.

—Esto no es un establecimiento penitenciario —dijo el médico con condescendencia—, sino una clínica de pago. Las cuotas de Alejandro Ortiz las abona una mutualidad deportiva. Claro que quizá acabemos instalando cámaras de vigilancia, pero hasta ahora los familiares de los enfermos se han opuesto, lo consideran humillante. Piense que aquí hay miembros de familias importantes. Además, ni el juez ni ustedes han opuesto ninguna objeción. Mire, ahí viene Alejandro Ortiz —dijo señalando uno de los senderos del jardín—. Hablen ustedes sentados en ese banco, y sobre todo le pido que mida sus palabras.

—Se lo aseguro. Tengo todo el interés del mundo en que no pase nada, y además ese hombre merece todo mi respeto.

Era verdad. Méndez respetaba a las víctimas —que siempre son las últimas ante la ley— y más a una víctima que sufría tanto como Alejandro Ortiz.

Mientras lo veía acercarse acompañado por un enfermero, mientras observaba su docilidad al sentarse donde le ordenaban, aquella actitud se reafirmó, jamás haría nada que perturbara aún más la vida de aquel hombre.

Alejandro Ortiz iba pulcramente vestido e, incluso en aquellas circunstancias, el policía tuvo que reconocer que era un hombre guapo. Un pensamiento fugitivo le llevó de nuevo hasta Mónica Arrabal, pero intentó borrarlo en seguida. Se sentó en el banco que ocupaba el enfermo, que le miraba con indiferencia. Seguramente pensaba que era uno de los psicólogos que debía tratarlo.

Méndez susurró:

—Perdone que le moleste. Me llamo Méndez y soy simplemente un policía de barrio. Trabajo más o menos por la calle donde vivía usted, y por eso tengo un interés personal en su caso. Pero no he venido a interrogarle, sino a tener una conversación con usted. Quiero saber si le hace falta algo o necesita ponerse en contacto con alguien. Comprendo que estando aquí es difícil.

Alejandro Ortiz apenas le miró.

—No sé si me está engañando, pero, si me está diciendo la verdad, se lo agradezco. Y ahora buenos días. No tengo nada que explicar.

Y volvió a sumirse en el silencio, sin mirarle, con las manos apoyadas en las rodillas.

El viejo policía sintió compasión por aquel pobre hombre que parecía querer ahogarse en su propio dolor. Solo le interesaban sus recuerdos y sus propios sentimientos, pero Ortiz debía ser uno de esos tipos educados que tratan con cortesía a todo el mundo, incluso en las peores circunstancias, y por eso le había hablado con corrección. Méndez pensó por un momento que aquella entrevista no serviría de nada, pero siguió sentado allí porque su intención era muy modesta. Además, estaba acostumbrado a los gestos inútiles. Estaría contento si captaba alguna palabra, algún detalle suelto. Por otra parte, era verdad que quería ayudar a aquel hombre que, por un peculiar sentido del deber, consideraba bajo su responsabilidad.

—La casa donde usted vivía aún no ha sido tocada —dijo como en un cuchicheo— y muchos vecinos del barrio siguen hablando de usted. Me he dado cuenta de que le quería mucha gente.

Ortiz no contestó.

—Claro que a usted se le veía poco —continuó Méndez—. No frecuentaba los bares ni era habitual en los puntos de encuentro del barrio. Trabajaba usted mucho.

—Y menos mal que tenía trabajo —susurró Ortiz, como si se refiriera a algo muy lejano—. Mucha gente no lo tiene, y el que lo tiene cobra las horas a la mitad. A veces pienso sobre ello, porque aquí no tengo otra cosa que hacer.

—¿Qué piensa?

—Que se están destruyendo muchas conquistas que nuestros abuelos —no ya nuestros padres— lograron con su sangre. Cuando yo era un niño me hablaban de las barricadas, de la guerra civil, de los que morían pensando que la vida de sus hijos sería mejor. Vaya error, aunque diera dignidad a su muerte. Esta es la primera generación de la historia en que los hijos viven peor que sus padres, en un país que se limita a financiar el paro. Bueno, usted pensará seguramente que paso demasiadas horas solo.

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