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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (22 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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—Mucha gente que no está sola piensa lo mismo —dijo Méndez— y también piensa que el trabajo va perdiendo su dignidad, porque ya es simplemente una mercancía. Yo, al contrario que usted, sí que frecuento los bares, para oír hablar a la gente. Un día, cuando salga, le enseñaré cosas del barrio que ni usted mismo conoce.

Ortiz seguía con la mirada perdida. No le contestó. Parecía tener ya su vida en otra parte y no recordar nada de lo que acababa de decir. Méndez intentó reconducir la conversación:

—Le traigo recuerdos de Mónica Arrabal.

Nada. Ni una mueca, ni un cambio en la dirección de los ojos de Ortiz, ni siquiera un movimiento de sus dedos. Daba la sensación de que no había oído jamás aquel nombre.

Méndez sí que desvió su mirada. Aquel hombre recordaba solo a ráfagas, y quizá estaba perdiendo pedazos de su identidad. Tal vez en la clínica no lograrían salvarle después de todo, y Ortiz no volvería a llevar una vida normal. Eso la ley no iba a remediarlo nunca, y en el fondo tampoco le importaba hacerlo.

Pensó con angustia que Alejandro Ortiz podía estar tan muerto como su hija.

Y estuvo a punto de hablarle de venganza, de contarle que el hombre que seguramente había matado a Miriam —un asesino llamado Luthier— también había muerto llevando como adorno una serpiente en la boca.

Pero no se atrevió. Quién sabe si aquel hombre ni siquiera podía pensar ya en la venganza. Su indiferencia era total, y su inmovilidad, absoluta. Méndez tuvo la sensación de estar sentado en un banco junto a un muerto.

No tenía objeto seguir hablando. Hizo una seña al empleado que se mantenía a cierta distancia, viéndolos pero sin oír sus palabras.

El enfermero vino a por Alejandro Ortiz, le sonrió y se lo llevó por el sendero por el que habían venido, conduciéndole como si no tuviera voluntad propia.

El inspector se dirigió a la salida de la clínica hundido en sus reflexiones. Pensaba que también estaría bien visitar a Eva Ostrova.

Pocos minutos más tarde estaba en un autobús que lo llevaba a la parte baja de la ciudad.

Durante el trayecto las calles fueron cambiando de aspecto. Ahora parecían más viejas, más oscuras, como enterradas bajo un polvo sucio. Vio a gente que rebuscaba en los contenedores. El policía pensó: «No busquéis aquí, buscad en el paseo de Gracia». Mendigos que arrastraban todo lo que tenían en un carrito robado en el supermercado, grupos de parados y jubilados que habían hecho su patria en la puerta de un bar. Méndez pensó en las cifras de desempleo y pensó con inquietud que, de seguir las cosas así, el país tendría que echar la llave y cerrar la puerta, aunque España siempre ha sido tierra de muertos que resucitan y encima ponen buena cara.

Mientras avanzaba hacia la casa de la Patri por la calle del Carmen, pensó que Eva Ostrova no tardaría en ser descubierta, y en ese caso la Patri lo pagaría también. Debía planear algo para protegerla, pero el cerebro de Méndez —quizá consumido por las comidas de urgencia y los alcoholes de velatorio— no dio absolutamente con ninguna idea.

Al llegar a la casa, miró el balcón que daba a la calle y buscó con los ojos lo que parecían sus señas de identidad: el gato que rumiaba su soledad y el canario que cantaba a la libertad y la República. Para su sorpresa, no vio a ninguno de los dos. El balcón estaba vacío. No quedaba en él ni la sillita en la que la Patri cosía y veía pasar cada tarde su pedazo de nube.

Sintió una opresión en la garganta. La primera idea que tuvo fue que los hombres de la organización habían dado con ellas.

Pero ¿cómo habían conseguido sacarlas de allí sin provocar un tumulto y una denuncia? Era una zona muy propicia al escándalo. Le pareció increíble que todo aquello pudiera hacerse sin ruido.

Aunque había sistemas. Teniendo medios y gente decidida a todo, había sistemas. Méndez notó que un estremecimiento le iba subiendo por la columna vertebral y la boca se le quedaba absolutamente seca.

Oprimió el timbre junto al portal cerrado. Nada. Su sensación de desastre aumentó. Oprimió el timbre del piso vecino y esperó la respuesta. Esta llegó en forma de voz de tío que parecía levantarse de la cama. Méndez prefirió ir en línea recta y le dijo que era policía. Es una fórmula que suele dar resultado.

Le abrieron. Vio la escalera de peldaños gastados, donde el mármol formaba una mancha blanca. Vio el principio de la barandilla que manos inmemoriales parecían haber ido moldeando poco a poco. Una hilera de buzones, a su izquierda, dejaba asomar una docena de facturas y una sola carta que deseó fuera de amor.

Ascendió poco a poco y en el rellano encontró al vecino que le acababa de abrir. En efecto, parecía haberse levantado de la cama.

—¿Y a qué coño viene la policía? ¿Usted es la policía?

—¿No lo parezco?

—¿Ha pasado algo? —aquello parecía un juego de preguntas.

—Eso quiero saber yo —dijo Méndez—. Usted es vecino de la Patri, ¿la conoce?

—Hace media vida.

—¿Ha ocurrido algo extraño?

—¿Qué coño había de ocurrir?

—¿Ha oído algo en la escalera, gritos, ruido de pelea o movimiento de gente? ¿Algo que le haya llamado la atención?

—¿A mí qué me va a llamar la atención? No se ha oído nada. Claro que yo paso muchas horas en la cama porque estoy de baja. Mi mujer podría haber oído algo, no sé, pero está trabajando. Si quiere, preguntamos a otro vecino.

—No haga nada —dijo Méndez—. Mejor será que lo averigüe yo mismo… a mi manera.

Por supuesto que la manera de Méndez no era legal. Extrajo una ganzúa de las que siempre llevaba encima y hurgó un momento en la cerradura.

Era de las antiguas. No dio demasiados problemas. Méndez abrió la puerta que un día antes había abierto Eva Ostrova empujando a un hombre. Pero él no lo sabía.

Todo parecía en orden, pero un olor áspero le irritó. El olor venía del fondo del piso. Méndez trató de identificar si era olor a muerto.

No lo era. Sencillamente, el olor que venía del fondo del piso era olor a mierda. Méndez no lo relacionó con la esbelta y joven Eva Ostrova, no lo relacionó tampoco con ninguna otra mujer. Méndez, hombre solitario, pensaba que las mujeres forman siempre el lado hermoso de la vida. Avanzó por el pasillo hacia la pequeña salita, el balcón y la luz.

Bueno, allí estaba. Méndez lo reconoció en seguida, aunque se fijó en otras cosas antes que en su jeta, y pasó por su lado como si fuera un bulto. El hombre estaba tendido en el suelo, sobre las baldosas antiguas, y no parecía gozar de muy buena salud. Le habían metido en la boca un pañuelo que le estaba ahogando y encima le habían sellado los labios con cinta aislante. Su respiración era la de un animal a punto de morir. Tenía los pies y las manos sujetos firmemente con pedazos de sábana. Una segunda ligadura unía sus tobillos con sus muñecas, de modo que le resultaba imposible ponerse en pie. Sin duda lo había intentado arrastrándose sobre el vientre y llegando a una pared, sobre la que inútilmente había querido trepar con la cabeza, pero había caído de costado una y otra vez. Como su propia cara había servido de soporte, tenía la nariz aplastada, los labios rotos y la piel completamente cubierta de sangre.

Por supuesto, no se puede atar así a un hombre capaz de defenderse, pero estaba claro que el tipo no había podido hacerlo. El terrible impacto en su nuca —la cabeza mostraba una brecha provocada por un culatazo brutal— le debía haber dejado sin conocimiento el tiempo suficiente. Durante al menos cinco minutos pudieron hacer con él todo lo que les dio la gana.

Pero había otras cosas aún peores. La herida abierta de la cabeza estaba llena de sangre seca, de modo que por sí sola podía llegar a causarle la muerte por infección. En el hueco sangrante, y en las horas transcurridas, ya se habían asentado tres moscas. Era como pudrirse en vida.

La segunda cosa se había hecho inevitable, y de allí procedía el olor; el hombre, a causa del miedo y la tensión, había vaciado la vejiga y los intestinos. Lo de pudrirse vivo no era una exageración, y Méndez comprendió que en un par de días más hubiese muerto. Calculó que el tipo llevaba en aquella situación unas cuantas largas horas.

Pero estaba vivo. Sus ojos miraban desesperadamente a Méndez, aunque este no daba ninguna señal de reconocerlo. Miraba el entorno con calma, como si estuviera haciendo una rutinaria inspección ocular.

Mientras, su pensamiento volaba. En menos de un minuto, Méndez puso en fila india una serie de ideas, y trató de analizarlas.

Primera idea: aquel tipo era un compañero de la policía, pero vivía de la corrupción. Ya había tenido más de un expediente sin que se tomara ninguna medida. Se empieza avisando a una organización de trata de blancas sobre horarios de inspecciones a cambio de un poco de dinero y un poco de cama gratis; luego dan por buenos documentos falsos, a cambio de más dinero y más cama. Al fin, la vida se amolda a esa ganga y se acaba siendo un sicario más de la organización, que a cambio también te defiende a ti con sus recursos legales.

Segunda idea: era uno de los que buscaban el escondite de Eva Ostrova, y al fin había dado con él. Teniendo en cuenta que Eva era una condenada a muerte, era muy posible que hubiese recibido la orden de acabar con ella, pero no podía llegar a tanto. Seguramente no por conciencia, siguió pensando Méndez, sino porque hay cosas que no se pueden hacer con una pistola reglamentaria y en el centro de Barcelona. Además, estando presente la Patri, habría tenido que matar no a una mujer, sino a dos. Con solo dar a la organización el escondite de Eva, ya había cumplido.

Tercera idea: Eva estaba dispuesta a todo para que no la encontrasen. Y no tenía escrúpulos. La desesperación la hacía comportarse como una fiera. Estaba dispuesta a todo, y la Patri era en ese momento una esclava suya.

Por fin, incluso en aquel momento de tensión, Méndez llegó a la cuarta idea: la organización estaba jugando fuerte, demasiado fuerte. Quizá les habría podido interesar la liquidación de sus negocios en España, pero estos debían ser tan importantes que no se podían liquidar a toda prisa. Era mejor eliminar de una vez testigos y problemas, sobre todo cuando el testigo y el problema eran una sola mujer que se llamaba Eva Ostrova.

Por lo tanto, la seguirían persiguiendo sin piedad. Y ella, antes de huir —sin duda por la noche—, dejándolo todo, habría pensado en matar al policía que ahora yacía a los pies de Méndez. Pero tampoco podía hacerlo y exponerse a lo que pasaría después. Mejor escapar sin que aquel tipo pudiera decir una sola palabra. Y si mientras tanto moría, que muriese.

¿Pero dónde estaba ahora Eva Ostrova? ¿Qué refugio había podido conseguir si no conocía el país, iba con una vieja como la Patri y además no tenía dinero?

Fin de las ideas. Méndez era ya incapaz de pensar más. Se dio entonces cuenta —con una caridad perfectamente retardada— de que el hombre tendido a sus pies se retorcía desesperadamente.

Dijo con voz piadosa:

—Coño, pero qué jodido estoy. Tendría que haberme dado cuenta antes. Tú eres un compañero y te llamas Robles.

La mirada atormentada de aquellos ojos le indicó que había acertado, pero no por eso se dio prisa. Mira por dónde, Méndez era uno de esos tipos que siguen los procedimientos al pie de la letra. Nunca lo había sido, pero ahora sí. De modo que dijo con expresión de viuda plañidera:

—Lástima que no pueda tocar nada hasta que lleguen los expertos en huellas. Calma, que ahora mismo llamo.

Se equivocó un par de veces con el móvil —quizá Méndez estaba muy nervioso—, pero al fin acertó. Los dos miembros de un coche patrulla —él, un tío calvo, y ella, una tía con trencitas— llegaron echando leches.

—Pronto, una ambulancia…

La ambulancia y varios agentes más llegaron en un momento. Hubo gritos, hubo flashes de los fotógrafos, hubo maldiciones de un médico y hubo miradas inquietas a Méndez.

Su jefe le saludó con el afecto de siempre:

—Coño, Méndez.

—Coño, jefe.

—¿Quién ha descubierto esto?

—Yo mismo.

—¿Y quién le ha descubierto a usted? Quiero decir: ¿cómo le ha dado por venir a esta casa si no tenía ningún aviso previo? ¿O quizá lo tenía? ¿O es que le ha pasado una inspiración por la punta del capullo?

—Jefe, por la punta del capullo ya hace años que no me pasa nada.

—Pues entonces, ¿qué?

—Pongamos que ha sido una casualidad que yo no esperaba de ninguna manera —dijo Méndez—. Realmente yo estaba aquí solo de visita.

—¿De visita a quién?

—Aquí vive, o vivía, una vieja amiga.

—Una vieja sacristana, supongo.

—No, una vieja puta.

—Entonces ya lo entiendo mejor. Usted echa polvos de caridad una vez cada tres meses. ¿O quizá había venido solo para hablar con ella?

—Solo para hablar con ella.

—¿Y dónde está la tía ahora?

—Lo malo es que no lo sé. Cuando he abierto con una ganzúa en vista de que parecía no haber nadie he encontrado lo que usted puede ver. No he tocado nada. Pero seguro que encontrará usted datos, porque los vecinos la conocen muy bien; llevaba años viviendo aquí.

Mientras hablaba, el pensamiento del viejo policía volaba. Si se averiguaban cosas sobre la Patri, averiguarían también cosas sobre Eva Ostrova, pero eso no podía evitarlo. Y la cuestión fundamental seguía siendo la misma: ¿adónde podían haber ido a parar en plena noche? ¿Y dónde estaban el canario que cantaba a la libertad y el gato de las SS? No podían haber ido con aquellos animales a ninguna parte.

—¿En qué piensa, Méndez?

—En las cuestiones del servicio, señor.

—Pues ante todo redacte un informe. Quiero que sea detallado y completo.

Méndez puso cara de conejo.

—Un informe detalladísimo, señor. Por razones de decencia pública, no diré nada sobre la época en que conocí a la Patri, pero, por las mismas razones de decencia pública, incluiré en el informe las actividades del agente Robles, lesionado en acto de servicio. Ya verá cuántas cosas salen.

El agente Robles, al que estaban poniendo en pie, le miró aterrorizado.

Pero quizá Méndez, en el fondo, estaba más aterrorizado que él. ¿Dónde habían podido meterse aquellas dos mujeres…? Y sobre todo, ¿qué iba a ser de ellas?

32

La confusión seguía reinando en la cabeza de Méndez cuando salió de la casa. Lo más urgente, desde el punto de vista oficial, era redactar el informe, pero desde el punto de vista personal lo que más le interesaba era saber dónde estaban las dos mujeres.

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