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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (19 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Hizo una inclinación de cabeza y se sentó en la butaca que le fue indicada, con cuidado para no romperla. Habló en un alemán perfecto. Lo primero que hizo fue abrir los brazos en señal de disculpa y susurrar hundiendo la cabeza:

—Fue un error. Debimos retener a la chica sin hacerle daño, porque sabíamos que usted sentía interés hacia ella, y las órdenes eran estrictas. Ula tenía que estar viviendo en la casa designada, sin recibir clientes, hasta que usted la visitase. Nadie comprende lo que pasó, pero por lo visto Hans perdió los nervios al ver que ella escapaba. La verdad es que si Hans no hubiera llegado a hacer algo, Ula se habría puesto en contacto con la policía. Claro que no debió de hacerlo de ese modo.

Parecía avergonzado, y hasta dio la sensación de que su cuerpo encogía en la butaca. Muller le miraba fijamente, sin decir palabra, pero con unos ojos que parecían atravesar la piel del japonés.

—Hans perdió los nervios —añadió— o quizá ella se defendió más de lo que todos esperaban, pero nunca debió matarla de ese modo. Bueno, Hans sabía que de ningún modo podía matarla.

—Podríamos haber ganado mucho dinero con ella —dijo Muller, desviando la mirada.

—Sí. Era una mujer de primera clase.

—Y yo estaba interesado en ella.

—¿Puedo preguntarle por qué? Quizá el error venga de que ese imbécil de Hans no sabía que en esto había algo personal.

Muller movió apenas los labios al decir:

—Se parecía como una hermana gemela a una mujer que me gusta.

—Y por eso usted quiso tenerla antes que nadie…

—Sí.

—Y por eso se recibió la orden de que ella no tratara con ningún cliente…

—Por eso.

—Lo… lo siento, señor Muller. ¿Dónde está ahora el cadáver de la chica?

—En el Depósito Judicial, bajo el control de la policía. Imagino que ya le habrán hecho la autopsia.

—No descubrirán nada. Hans puede ser un salvaje, pero nunca deja huellas. En todo caso, nada que pueda comprometerle a usted.

—Si la policía encuentra un solo indicio contra mí, no me servirán esta vez los contactos ni los sobornos, de modo que me estoy jugando mucho por la estupidez de un solo hombre. Y ahora soy yo quien pregunta. Quiero saber dónde está Hans.

El japonés dijo plácidamente:

—En el Depósito Judicial. Es posible que lo hayan puesto en una mesa al lado de la mesa de Ula.

Los labios de Muller se separaron levemente, en lo que pudo haber sido el inicio de una sonrisa, pero no pasó de ahí. Su ceja derecha se arqueó un milímetro. El japonés supo que aquello era una pregunta, y ahora el que sonrió fue él.

—Cayó de un sexto piso —dijo—. Yo mismo lo empujé.

—Ya…

—Fue fácil. No era mi peso. —Y el visitante dejó escapar otra media sonrisa mientras musitaba—: No volverá a haber otro error, señor Muller. Puedo garantizarle eso y además que pronto tendremos noticias de Mabel, o de Chris, como prefiera llamarla, porque tengo a varios hombres siguiendo todas las pistas. Esa loca quiere ocupar el lugar que ocupa usted, quiere dirigir la organización y convertirse en la dueña de todo… Por eso salvó a Eva Ostrova cuando iban a ejecutarla, después de que Eva Ostrova se vengase de aquel modo horrible.

No necesitó hacer más comentarios. Por detrás de los ojos cerrados de Muller estaba pasando una película que no veía más que él, la película de un hombre que se había encontrado con una punta de acero en la vulva de una mujer. Y en el montaje de la película figuraba una escena que ni siquiera un hombre como él quería recordar, la escena horrible de un pene que parecía pasado por una trituradora. Hubo de abrir los ojos y enfrentarse a la realidad, porque el recuerdo había hecho que unas gotitas de sudor aparecieran en su frente.

—Eva Ostrova debió morir en aquel momento —dijo con brusquedad—. Estaba indefensa en la cama. Solo necesitaba una bala, y luego ya nos hubiésemos encargado de su cuerpo. No habríamos tenido ningún problema.

—Pero Chris la salvó matando por la espalda al hombre que iba a ejecutarla. Seguramente por su mente pasó la idea de que Eva Ostrova le podía venir muy bien para hacerse con el dominio de todo, que no encontraría una ayudante mejor.

—Y por lo visto no se equivocó… —dijo Muller pensativamente—. Las dos juntas ya han eliminado a uno de nuestros mejores hombres. Lo de Luthier no fue precisamente una casualidad. Eva Ostrova es ahora una aliada de Chris, y puede asestarnos un nuevo golpe. No tenemos la menor idea de dónde se encuentra.

—Caerá antes de lo que pensamos —dijo Huko con seguridad—. Estamos peinando la ciudad.

Con la mirada perdida en un punto indefinido, como si quisiera encontrar más allá de una realidad que no le gustaba la fuerza necesaria para actuar, Muller susurró:

—Chris es la mujer más ambiciosa que he conocido. Nos había ayudado mucho convenciendo a otras mujeres para que aceptaran nuestras ofertas, reclutando chicas en la nueva Europa. Así se ganó mi confianza, y llegó a intervenir en los asuntos más delicados, como las sociedades financieras. Ganó mucho dinero, pero quizá eso le hizo darse cuenta de que podía ganar mucho más. Conoce todos nuestros puntos frágiles, y eso le hizo esperar su ocasión. Supo que la había encontrado cuando conoció a una mujer como Eva Ostrova.

Hubo un largo silencio entre los dos. El japonés se removió inquieto en la butaca, por la sencilla razón de que apenas cabía en ella. Puso en sus labios un cigarrillo después de consultar con la mirada a Muller.

Este, con los ojos perdidos en la ventana, donde parecía ver cosas que nadie más veía, musitó:

—El mundo en que nos movemos está lleno de personas desplazadas, y eso nos está dando posibilidades inmensas. Mujeres africanas o sudamericanas, muchas de una gran belleza, llaman a nuestras puertas sin que tengamos que mover un dedo. Han descubierto un nuevo mundo, o al menos tratan de descubrirlo, y ese mundo lo dominamos en parte nosotros. Los viejos países del Este han visto rotas todas sus estructuras morales y todas sus seguridades. Desde hace muchos años, Occidente les parece el paraíso prometido, y nosotros —sonrió con un deje de amargura— abrimos algunas puertas de ese paraíso. El negocio no es tan difícil si lo llevas con mano de hierro, pero a veces te encuentras con problemas que nunca habrías esperado. Reconozco que no había tenido delante jamás a una mujer como esa maldita Ostrova.

—No es más que una loca que ha salido de una clínica mental —dijo el japonés—. No conoce nada del mundo en que se mueve. Caerá.

—Cuenta con la ayuda de Chris —siguió reflexionando Muller—, y Chris sí que domina bien el mundo en que nos movemos. Pero además no sabemos nada de Eva Ostrova, ni del ambiente real en que vivió, ni de la gente que llegó a tratar antes de que la captáramos. Tiene una mentalidad diferente. No tengo miedo de que vaya a la policía, porque a Chris tampoco le conviene, pero puede repetir uno de sus golpes y hacer lo que menos esperamos. Esa maldita zorra ya nos ha jodido bastante. Tiene que caer pronto o estaremos todos en peligro.

Huko sonrió.

—No hay que darle tanta importancia. No tiene ningún escondite seguro en Barcelona, apenas sabe hablar la lengua y no tiene documentos.

Como si aquellas palabras hubieran sido una señal, el móvil de Huko sonó en uno de sus bolsillos. Le hablaron con unas palabras clave que parecían tener relación con los anuncios de una marca comercial, pero que en realidad carecían de sentido para los otros. Parecía como si el japonés estuviese hablando con un compañero de jerga publicitaria. Fueron solo dos frases, pero cuando acabó aquella conversación la expresión de Huko había cambiado.

—La han localizado —dijo.

—¿Dónde?

—En el centro de la ciudad. La han visto en la calle y ahora están intentando encontrar dónde se esconde, porque por su aspecto es seguro que come y duerme en algún sitio. No nos costará apenas nada, y entonces…

—No quiero perder con ella ni un minuto —dijo Muller apretando los puños—. Matadla…

Huko sonrió y extrajo de nuevo el móvil.

Quería hablar de un anuncio.

28

En la calle Tallers estuvo el antiguo Hospital Militar de Barcelona, derruido después de la guerra civil. Era un siniestro edificio de piedra, un antiguo convento, donde centenares de heridos del ejército republicano murieron sin ver al menos una ventana que recibiera la luz del sol. Al desaparecer el edificio, se abrió allí una plaza —la plaza de Castilla— donde, naturalmente, se abrió también un aparcamiento. Del viejo hospital solo quedó en pie la capilla, el recuerdo de una República que ya no volvería y las mil sombras de una Barcelona que ya no existe.

En la plaza nacieron edificios de oficinas donde se desarrollaron grandes negocios, como el del semanario
El Papus
, que fue volado por los terroristas de la ultraderecha y uno de cuyos empleados salió despedido por la ventana. Se instalaron oficinas llenas de esperanza, despachos llenos de deudas y bares con el suelo lleno de restos de gambas. En el lugar donde la calle Tallers se hacía más estrecha se ubicaron durante casi un siglo los talleres de
La Vanguardia
, que la llenaron de vida, y cuyos redactores, después de las largas jornadas del domingo, sentían por un momento que una parte de sus vidas se iba con las luces de la plaza.

El hombre que había hablado con Huko estaba justamente en pie a la entrada del parking, y era uno de los varios policías corruptos con que Muller contaba en su organización. Iba a descender a pie al subterráneo cuando la vio salir a ella.

«Ella» era Eva Ostrova. Todos los hombres a sueldo de Muller habían visto una de sus fotografías y la estaban buscando.

Para el policía fue una afortunada casualidad. Como en el parking se habían producido varios robos, iba a hacer un informe rutinario cuando la vio salir. Se cruzaron en la rampa y apenas se miraron, pero cuando ella llegó a la calle y estuvo de espaldas, él usó el teléfono.

Conocía las claves para hablar con Huko. Este recibió su mensaje y colgó en seguida después de decir:

—Te llamaré.

En efecto, volvió a llamarle unos segundos más tarde, tras hablar con Muller. Huko le habló en la misma clave, refiriéndose a un anuncio imaginario, pero inmediatamente precisó más, usando esta vez un castellano casi perfecto. Aunque aquella conversación fuera investigada alguna vez, no significaría nada.

—¿Te ve? —preguntó la voz de Huko.

—No. Acaba de subir la rampa.

—¿Puedes seguirla?

—Sí. El espacio está despejado.

—¿Qué hacía allí abajo?

—No lo sé. Me la he encontrado cuando salía a pie.

—Eso significa que se encuentra con alguien en el parking. Seguro que en el interior de un coche.

—Naturalmente que sí… Ahora veo que no puede ser otra cosa. Alguien la recoge con su coche en el centro de la ciudad, ella sube en un segundo, se instalan en el sótano y hablan. En la oscuridad del parking nadie repara en nada. Luego ese alguien sale en su coche, tal vez después de aparcar unos minutos, y ella, a pie. Pero no he podido fijarme en nada más.

Huko sabía que no podía pronunciar ningún nombre, pero tampoco hacía falta. El «alguien» que se veía con Eva Ostrova —en lugares seguramente distintos cada vez— tenía que ser una hermosa mujer llamada Chris. La suerte los había acompañado, pensaba Huko, y otra vez volvían a tenerlo todo en sus manos.

Después de todo, no dejaba de ser lógico.

El que busca encuentra.

—No puedo hablar más —dijo el policía—. Si no me muevo, la perderé.

—Síguela.

—Bien, luego comunico el sitio donde se ha metido.

—Perfecto. No hagas, de momento, nada más.

La comunicación fue cortada. Había suficiente. El policía consultó su reloj, remontó a pie la rampa, miró en torno suyo y vio la espalda de la mujer, que caminaba con naturalidad en una zona todavía despejada. Eva Ostrova iba en dirección a Las Ramblas, por la estrecha calle Tallers, donde se movía mucha gente y las figuras se confundían. Medio minuto más y la habría perdido de vista.

Claro que Las Ramblas significaban un verdadero problema para seguir a alguien, porque en ellas fluía una multitud, pero el hombre estaba habituado a esa clase de trabajos. Consiguió pegarse a la joven como un paseante más, sin llamar la atención de la muchacha. En realidad, los transeúntes casi tropezaban. Guardó durante el recorrido unos metros de distancia, con los ojos clavados en la nuca de Eva.

La calle Tallers, el último sitio de la ciudad donde aún podían encontrarse máquinas de escribir. Tiendas de discos para coleccionistas. Un par de restaurantes para comidas de urgencia, una panadería, un estanco donde se compraban pedazos de humo y quizá pedazos de tiempo. Todos necesitamos jirones de tiempo para tener la sensación de que la vida no nos acorrala.

El hombre descendió por Las Ramblas, sin perder de vista la espalda de Eva Ostrova. Con los ojos entornados valoró sus piernas, su culo, su cuerpo esbelto de joven potranca. La gente de la organización —de la cual él no conocía más que a un gordo japonés— sabía hacer bien las cosas. Las menores que no encontraban un futuro en su país hallaban de pronto un futuro y un país que las acogía. Quedándose en su tierra, quizá habrían pasado su vida en una choza.

El policía que estaba siguiendo a Eva era uno de tantos al servicio de la organización, a la que avisaba en caso de producirse una inspección o una redada. Había tramitado documentos falsos y buscado refugios para mujeres que iban a ser expulsadas de España. A cambio de eso no solo obtenía dinero, sino facilidades para poseer alguna de aquellas muchachas. Cuando se daba una vuelta por alguno de los clubes, no le cobraban nada.

Se fijó con más detalle. Cuando le dejaron ver la fotografía de la muchacha no pudo imaginar que en realidad fuera tan joven y tan bonita. Ahora se daba cuenta de que poseía un cuerpo perfecto y que lo movía con la gracia de la adolescencia, con un vigor juvenil que hacía nacer en él un deseo secreto.

Quizá no fuera descabellado pedir una recompensa especial por su trabajo, y esa recompensa especial sería la muchacha. Ya que le había acompañado la suerte, tenía que aprovecharla.

Ella no volvió la cabeza una sola vez, excepto en el semáforo de la calle del Carmen. Al llegar a la iglesia de Belén se desvió a la derecha, posó su atención en los vehículos y al volver la vista atrás encontró los ojos del hombre que la seguía. Pero fue solo un relampagueo, un momento.

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