(Extraído de los papeles encontrados entre
los efectos personales de la antigua agente de OpEspec, Next)
A las ocho de la mañana llamaron a la puerta. Allí estaba un hombre de aspecto peligroso. Nunca le había visto, pero él me conocía bien.
—¡Next! —aulló—. ¡El alquiler atrasado para el viernes o tiraré todas sus cosas a la basura!
—No puede hacer eso.
—Puedo —dijo, sosteniendo un contrato de alquiler bastante desastrado—. Según el contrato los animales domésticos están terminantemente prohibidos. Pague.
—Aquí no hay animales domésticos —le expliqué inocentemente.
—Entonces, ¿qué es eso?
Pickwick,
con un
ploc-ploc,
asomó la cabeza por la puerta para ver qué pasaba. Un movimiento bastante inoportuno.
—Oh,
esto.
Se lo cuido a una amiga.
De pronto los ojos de mi casero se iluminaron y examinó de cerca a
Pickwick,
que retrocedió nerviosa. Era una versión 1.2 muy poco común y mi casero parecía darse cuenta.
—Entrégueme el dodo —propuso avaricioso— y le daré cuatro meses de alquiler gratis.
—No está en venta —dije tajante. Podía sentir que
Pickwick
temblaba.
—Ah —dijo el casero con avaricia—. Entonces tiene dos días para pagar los atrasos o la echaré a patadas en su culo de OpEspec.
Capisce?
—Es usted de lo más agradable.
Me miró furioso, me pasó el aviso y despareció pasillo abajo para ir a acosar a otro.
El estado de mi cuenta corriente era una lectura deprimente. No se me daba bien el dinero. Tenía las tarjetas al límite y mi descubierto casi agotado. Los sueldos de OpEspec daban apenas para comer y tener un techo sobre la cabeza, pero comprar el Speedster me había dejado limpia y todavía ni siquiera había
visto
las facturas del garaje por la reparación. Oí un
ploc-ploc
nervioso procedente de la cocina.
—Antes me vendería a mí misma —le dije a
Pickwick,
que me miraba expectante con el collar y la correa en el pico.
Volví a guardar los resguardos del banco en la caja de zapatos y la llevé al parque. Quizá sería más exacto decir que ella me llevó a mí; ella era la que se sabía el camino. Se puso a jugar tímidamente con algunos otros dodos mientras yo me sentaba en un banco. Una anciana malhumorada se sentó a mi lado. Resultó ser la señora Scroggins, del piso de abajo. Me dijo que en el futuro no hiciese tanto ruido y luego, sin recuperar aliento, me ofreció algunos consejos extremadamente útiles para meter y sacar animales domésticos del edificio sin que nadie se diese cuenta. Compré un ejemplar de
The Owl
de camino a casa y me alegró comprobar que todavía no se había difundido el descubrimiento del
Cardenio.
Metí a
Pickwick
disimuladamente en el apartamento y decidí que era hora de visitar a lo más parecido a un oráculo de Delfos que conocería en mi vida: a Yaya Next.
Yaya jugaba al pimpón en el Hogar Crepuscular de OpEspec cuando di con ella. Aplastaba a su oponente con contundencia mientras las enfermeras nerviosas la miraban, intentando detenerla antes de que se cayese y se rompiese otro par de huesos. Yaya Next era vieja. Vieja
de verdad.
Tenía la piel rosada más arrugada que una pasa y la cara y las manos llenas de manchas de vejez. Vestía su habitual vestido de guinga azul y, cuando entré, me saludó desde el otro extremo de la sala.
—¡Ah! —dijo—. ¡Thursday! ¿Te apetece jugar?
—¿No crees que ya has jugado lo suficiente por hoy?
—¡Tonterías! Agarra una pala y jugaremos al primer punto.
En cuanto levanté la pala una bola pasó rozándome.
—¡No estaba preparada! —protesté mientras otra bola pasaba sobre la red. Intenté darle y fallé.
—La vida no espera a que estés preparada, Thursday. ¡Pensaba que tú más que nadie lo sabrías!
Gruñí y devolví la siguiente bola, que ella hábilmente me devolvió.
—¿Cómo estás, Yaya?
—Vieja —respondió, devolviéndome la pelota con un revés salvaje—. Vieja, cansada y con necesidad de cuidados. La Parca me acecha ya… ¡casi puedo olería!
—¡Yaya!
Falló mi lanzamiento y gritó:
—Mala. —Luego hizo una pausa—. ¿Quieres saber un secreto, joven Thursday?
—Venga —respondí, aprovechando la oportunidad de recoger algunas bolas.
—¡Sufro la maldición de la vida eterna!
—Quizá sólo dé esa impresión, Yaya.
—Cachorrillo insolente. No he llegado a los ciento ocho años sólo por mi fortaleza física y un capricho estadístico. En mi juventud me vi implicada en extraños fenómenos y, en resumen, no puedo deshacerme de esta cubierta mortal hasta que no haya leído los diez clásicos más aburridos.
Miré su expresión sincera y sus ojos relucientes. No bromeaba.
—¿Hasta dónde has llegado? —respondí, devolviendo una bola desviada.
—Bien, precisamente ése es el problema, ¿no? —respondió, sirviendo de nuevo—. Leo el que me parece el libro más aburrido del mundo, llego a la última página, me echo a dormir con una sonrisa en la cara y ¡me despierto a la mañana siguiente sintiéndome mejor que nunca!
—¿Has probado con
Faerie Queene
de Edmund Spenser? —pregunté—. Seis volúmenes de aburridas estrofas de Spenser, que sólo tuvo la virtud de
no
escribir los doce volúmenes que tenía planeados.
—Los he leído de cabo a rabo —respondió Yaya—, y también sus otros poemas, por si acaso.
Dejé la pala. Las bolas siguieron pasando a mi lado.
—Tú ganas, Yaya. Tengo que hablar contigo.
Aceptó reacia y la ayudé a llegar al dormitorio, una pequeña celda roñosamente decorada a la que macabramente llamaba su «terminal de salida». Era austera: una foto mía, de Anton, Joffy y mi madre junto a un par de marcos vacíos.
—Han ladeado a mi marido, Yaya.
—¿Cuándo se lo llevaron? —preguntó, mirando por encima de las gafas como hacen las abuelas; en ningún momento puso en duda lo que le decía y yo se lo expliqué todo lo más rápidamente que pude… excepto lo del bebé. Le había prometido a Landen que no lo haría.
—Vaya —dijo Yaya Next cuando hube terminado—. También se llevaron a mi marido… Sé cómo te sientes.
—¿Por qué lo hicieron?
—Por la misma razón que te lo han hecho a ti. El amor es algo maravilloso, cariño, pero te deja indefensa ante la extorsión. Cede a la tiranía y otros sufrirán tanto como tú… incluso más.
—¿Dices que no debería intentar recuperar a Landen?
—Qué va; simplemente piénsalo con calma antes de ayudarlos. No les importáis ni Landen ni tú; sólo quieren a Jack Schitt. ¿Anton sigue muerto?
—Eso me temo.
—Qué pena. Tenía la esperanza de ver a tu hermano antes de morir yo también. ¿Sabes qué es lo peor de morir?
—Dímelo, Yaya.
—No llegas a ver cómo acaba todo.
—¿Recuperaste a tu marido, Yaya?
En lugar de responder, inesperadamente colocó la mano en mi vientre y me dedicó esa sonrisilla omnisciente que las abuelas parecen aprender en la escuela de abuelas, además de a hacer calceta, las tácticas de batalla en las rebajas de enero y preguntarte qué haces en tu cuarto.
—¿Para junio? —preguntó.
No discutes con Yaya Next, ni tampoco pretendes descubrir cómo sabe esas cosas.
—Julio. Pero Yaya, ¡no sé si es de Landen, de Miles Hawke o de quién!
—Deberías llamar a ese Hawke y preguntarle.
—¡Eso no lo puedo hacer!
—Entonces, preocúpate —respondió—. La verdad, yo apuesto por Landen como padre. Como has dicho, los recuerdos han evitado el ladeo, por tanto, ¿por qué no puede haberlo hecho también el bebé? Créeme, todo saldrá bien al final. Quizá no tal y como imaginas, pero igualmente todo estará bien.
Deseé poder compartir ese optimismo. Apartó la mano de mi vientre y se recostó en la cama, pagando la energía gastada con el pimpón.
—Necesito una forma de entrar en los libros sin un Portal de Prosa, Yaya.
Abrió los ojos y me miró con una agudeza que desafiaba su avanzada edad.
—¡Ajá! —dijo, y añadió—: pasé setenta y siete años en OpEspec, en dieciocho departamentos diferentes. Salté hacia delante y hacia atrás, y ocasionalmente de lado. He perseguido a tipos malos que hacen que Hades parezca san Zvlkx y en ocho ocasiones salvé al mundo de la aniquilación. He visto cosas tan raras que tú ni siquiera podrías
empezar
a comprenderlas, pero a pesar de todo eso no tengo ni la más remota idea de cómo Mycroft logró que saltases al interior de
Jane Eyre.
—Ah.
—Lo lamento, Thursday… pero así están las cosas. Si yo fuese tú, atacaría el problema
a la inversa.
¿Quién fue la última persona que conociste que podía saltar al interior de los libros?
—La señora Nakajima.
—¿Y cómo lo hacía?
—Supongo que leía como si estuviese en el interior del libro.
—¿Lo has intentado?
Negué con la cabeza.
—Quizá deberías hacerlo —respondió totalmente en serio—. La primera vez que entraste en
Jane Eyre…
¿no fue un salto a un libro?
—Supongo.
—Quizá —dijo, sacando al azar un libro del estante que tenía sobre la cama y lanzándomelo—, quizá sea mejor que lo
intentes.
Recogí el libro.
—
¿El cuento de los conejitos Pelusa?
—Bien, hay que empezar por alguna parte, ¿no? —respondió riendo. Le ayudé a quitarse los zapatos y a ponerse más cómoda.
—¡Ciento ocho! —murmuró—. Me siento como el conejito de ese anuncio de Fusionpilas… ¿sabes?
—Para mí tú siempre serás el conejito de Fusionpilas, Yaya.
Me dedicó una sonrisita y se recostó en las almohadas.
—Léeme el libro, cariño.
Me senté y abrí el pequeño volumen de Beatrix Potter. Miré a Yaya, que había cerrado los ojos.
—¡Lee!
Así lo hice, desde la primera a la última página.
—¿Algo?
—No —respondí con tristeza—, nada.
—¿Ni siquiera el olorcillo de la basura del jardín o el zumbido distante de un cortacésped?
—Nada de nada.
—¡Ja! —dijo Yaya—. Léelo otra vez.
Así que se lo leí otra vez, y otra vez más después.
—¿Nada todavía?
—No, Yaya —respondí, empezando a aburrirme.
—¿Qué opinas del personaje de la señora Ratoncilla?
—Es ingeniosa e inteligente —comenté—. Probablemente chismorree y le guste dejar caer nombres de conocidos en la conversación. Va muy por delante de Benjamín en lo que a cerebro se refiere.
—¿Cómo sabes eso?—preguntó Yaya.
—Bien, cuando permite que sus hijos duerman expuestos al aire libre Benjamín demuestra ser poco capaz como padre, pero posee suficiente sentido del propio bienestar como para taparse la cara. Puesto que Pelusa tiene que ir a buscarle es evidente que cosas así ya han pasado antes. Está claro que a Benjamín no se le pueden confiar los niños. Una vez más, la madre debe demostrar moderación y sabiduría.
—Quizá sea así —respondió Yaya—, pero no demostró demasiada sabiduría entrando sigilosamente en el jardín y mirando por la ventana mientras el tío Gregorio y la tía Gregoria descubrían que les habían engañado con hortalizas pochas, ¿no?
Tenía razón en eso.
—Es un recurso narrativo —respondí—. Creo que es más dramático si sigues el desenlace del subterfugio de los conejos, ¿no crees? Creo que Pelusa, que a lo largo de la narración ha estado tomando personalmente todas las decisiones, hubiese regresado a la madriguera, pero que en esta ocasión recibió contraórdenes de Beatrix Potter.
—Una teoría interesante —comentó Yaya, estirando los dedos de los pies sobre el cubrecama y agitándolos para activar la circulación—. El tío Gregorio es un malvado, ¿no? El Darth Vader de la literatura infantil.
—Un incomprendido —le dije—. Yo considero a la
tía
Gregoria la villana de la obra. Es una especie de lady Macbeth. El recuento laborioso y la risita tonta de tío Gregorio podrían indicar cierto grado de demencia. Eso permite a la más agresiva tía Gregoria controlarle con facilidad. También creo que el matrimonio tiene problemas. Ella le describe como un «viejo tonto» e «idiota baboso» y afirma que lo de los vegetales podridos del saco no es más que una broma sin sentido para fastidiarla a ella.
—¿Algo más?
—En realidad no. Creo que eso es todo.
Pero Yaya no respondió; se limitó a reír bajito para sí.
—Así que todavía sigues aquí —comentó—. ¿No has saltado a la casita del tío Gregorio y la tía Gregoria?
—No.
—En ese caso —dijo Yaya con aires de pillina—, ¿cómo sabías que lo llama «idiota baboso»?
—Está en el texto.
—Será mejor que lo compruebes, joven Thursday.
Encontré la página y descubrí que, efectivamente, la tía Gregoria no había dicho nada de eso.
—¡Qué curioso! —dije—. Me lo habré inventado.
—Quizá —respondió Yaya—, o quizá lo has oído. Cierra los ojos y describe la cocina de la casita del tío Gregorio.
—Paredes pintadas de lila —describí—, una cocina grande con una tetera silbando alegremente sobre un fogón de carbón. Hay un aparador contra una pared lleno de loza con motivos florales y sobre la mesa fregada de la cocina un jarrón con flores—Guardé silencio.
—¿Y cómo puedes saberlo a menos que hayas estado allí? —preguntó Yaya triunfal.
Rápidamente releí el libro, varias veces, concentrándome, pero no pasó nada. Quizá lo desease en exceso; no sé. Después de la décima lectura sólo veía las palabras y nada más.
—Es un comienzo —dijo Yaya animándome—. Cuando llegues a casa prueba con otro libro, pero no esperes demasiado ni demasiado pronto… y te recomiendo encarecidamente que busques a la señora Nakajima. ¿Dónde vive?
—Se retiró a
Jane Eyre.
—¿Dónde vivía antes?
—En Osaka.
—Entonces quizá deberías buscarla allí. Y, por amor del cielo, ¡relájate!
Le dije que lo haría, la besé en la frente y me fui de la habitación.
En casa con mis recuerdos
La Toad News Network era la emisora de noticias más importante y Lydia Startright, su periodista más importante. Si había un acontecimiento destacado, podías apostarlo todo a que la Toad lo convertiría en su noticia bomba. Cuando los rusos obtuvieron Tunbridge Wells como compensación de guerra no hubo historia más importante… es decir, aparte de las migraciones de mamuts, las elucubraciones sobre la nueva película de Bonzo el perro maravilla o el misterio de si Lola Vavoom se afeitaba las axilas o no. Mi padre decía que era encantador, y peligrosamente autodestructivo, que nos interesasen más las trivialidades absurdas que las noticias de verdad.