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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

Peter Pan (11 page)

BOOK: Peter Pan
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—No lo saben, no lo saben —canturreó Peter—. ¿Os rendís?

Por supuesto, por vanidad estaba llevando el juego demasiado lejos y los bellacos vieron su oportunidad.

—Sí, sí —contestaron impacientes.

—Pues muy bien —gritó él—, soy Peter Pan.

¡Pan!

Al momento Garfio volvió a ser el de siempre y Smee y Starkey sus fieles secuaces.

—Ya lo tenemos —gritó Garfio—. Al agua, Smee. Starkey, vigila el bote. Cogedlo vivo o muerto.

Daba saltos mientras hablaba y al mismo tiempo se oyó la alegre voz de Peter.

—¿Estáis listos, chicos?

—Sí —contestaron desde diversos puntos de la laguna.

—Pues dadles una paliza a los piratas.

La lucha fue breve y cruenta. El primero en cobrarse una víctima fue John, que subió valientemente al bote y agarró a Starkey. Hubo una dura pelea, en la que al pirata le fue arrebatado el sable. Se tiró por la borda y John saltó tras él. El bote se alejó a la deriva.

Aquí y allá surgía una cabeza en el agua y se veía un destello metálico, seguido de un grito o un alarido. En la confusión algunos atacaban a los de su propio bando. El sacacorchos de Smee hirió a Lelo en la cuarta costilla, pero él fue herido a su vez por Rizos. A mayor distancia de la roca Starkey hacía sudar a Presuntuoso y a los gemelos.

¿Dónde estaba Peter a todo esto? Estaba persiguiendo una presa más grande.

Todos los demás eran chicos valientes y no se les debe echar en cara que se apartaran del capitán pirata. Su garra de hierro trazaba un círculo de muerte en el agua, del que huían como peces asustados.

Pero había uno que no lo temía: uno dispuesto a penetrar en ese círculo.

Por raro que parezca, no fue en el agua donde se encontraron. Garfio se subió a la roca para respirar y en ese mismo momento Peter la escaló por el lado opuesto. La roca estaba resbaladiza como un balón y más bien tenían que arrastrarse en lugar de trepar. Ninguno de los dos sabía que el otro se estaba acercando. Al tantear cada uno buscando un asidero tropezaron con el brazo del contrario: sorprendidos, alzaron la cabeza; sus caras casi se tocaban; así se encontraron.

Algunos de los héroes más grandes han confesado que justo antes de entrar en combate les entró un momentáneo temor. Si en ese momento eso le hubiera ocurrido a Peter yo lo admitiría. Al fin y al cabo, éste era el único hombre al que el Cocinero había temido. Pero a Peter no le dio ningún miedo, sólo sintió una cosa, alegría, y rechinó los bonitos dientes con entusiasmo. Rápido como un rayo le quitó a Garfio un cuchillo del cinturón y estaba a punto de clavárselo, cuando se dio cuenta de que estaba situado en la roca más arriba que su enemigo. No habría sido una lucha justa. Le alargó la mano al pirata para ayudarlo a subir.

Entonces Garfio lo mordió.

No fue el dolor, sino lo injusto del asunto, lo que atontó a Peter. Lo dejó impotente. Sólo podía mirar, horrorizado. Todos los niños reaccionan así la primera vez que los tratan con injusticia. A lo único que piensan que tienen derecho cuando se le acercan a uno de buena fe es a un trato justo. Después de que uno haya sido injusto con ellos seguirán queriéndolo, pero nunca volverán a ser los mismos. Nadie supera la primera injusticia; nadie excepto Peter. Se topaba a menudo con ella, pero siempre se le olvidaba. Supongo que ésa era la auténtica diferencia entre todos los demás y él.

De forma que cuando ahora se encontró con ello fue como la primera vez y lo único que pudo hacer fue quedarse boquiabierto, impotente. La mano de hierro lo golpeó dos veces.

Pocos minutos después los demás chicos vieron a Garfio en el agua nadando frenéticamente hacia el barco; su cara pestilente ya no estaba llena de regocijo, sólo blanca de miedo, pues el cocodrilo le venía pisando los talones. En una ocasión normal los chicos habrían nadado al lado soltando gritos de entusiasmo, pero ahora se sentían inquietos, porque habían perdido tanto a Peter como a Wendy y estaban recorriendo la laguna buscándolos, gritando sus nombres. Encontraron el bote y regresaron a casa en él, gritando «Peter, Wendy» por el camino, pero no se oía ninguna respuesta salvo la risa burlona de las sirenas.

—Deben de estar volviendo a nado o por el aire —decidieron los chicos. No estaban muy preocupados, por la fe que tenían en Peter. Se echaron a reír, como niños que eran, al pensar que se irían tarde a la cama ¡y todo por culpa de mamá Wendy!

Cuando sus voces se apagaron cayó un frío silencio sobre la laguna y entonces se oyó un débil grito.

—¡Socorro, socorro!

Dos figuritas golpeaban contra la roca; la chica había perdido el conocimiento y yacía en los brazos del chico. Con un último esfuerzo Peter la subió a la roca y luego se echó junto a ella. En el momento en que también él se desmayaba vio que el agua estaba subiendo. Supo que pronto estarían ahogados, pero no podía hacer más.

Mientras yacían el uno junto al otro una sirena agarró a Wendy de los pies y se puso a tirar de ella suavemente hacia el agua. Peter, al sentir que se soltaba de él, volvió en sí de golpe y llegó justo a tiempo de rescatarla. Pero tenía que decirle la verdad.

—Estamos en la roca, Wendy —dijo—, pero se está cubriendo. El agua no tardará en cubrirla del todo.

Ni siquiera entonces lo entendió ella.

—Tenemos que irnos —dijo casi con animación.

—Sí —respondió él débilmente.

—¿Nadamos o volamos, Peter?

No le quedó más remedio que decírselo.

—Wendy, ¿crees que podrías nadar o volar hasta la isla sin mi ayuda?

Ella tuvo que admitir que estaba demasiado cansada. Él soltó un gemido.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ella, preocupada por él al instante.

—No te puedo ayudar, Wendy. Garfio me ha herido. No puedo ni volar ni nadar.

—¿Quieres decir que nos vamos a ahogar los dos?

—Mira cómo sube el agua.

Se taparon los ojos con las manos para evitar aquella visión. Pensaron que no tardarían en morir. Mientras estaban así sentados una cosa rozó a Peter con la levedad de un beso y se quedó allí, como preguntando tímidamente: «¿Puedo servir para algo?».

Era la cola de una cometa, que Michael había construido unos días antes. Se le había escapado de las manos y se había alejado volando.

—La cometa de Michael —dijo Peter con indiferencia, pero un momento después la tenía agarrada por la cola y tiraba de la cometa hacia él—. Levantó a Michael del suelo —exclamó—, ¿por qué no podría llevarte a ti?

—¡A los dos!

—No puede levantar a dos personas, Michael y Rizos lo intentaron.

—Echémoslo a suertes —dijo Wendy con valentía.

—¿Una dama como tú? Ni hablar.

Ya le había atado la cola alrededor. Ella se aferró a él: se negaba a partir sin él, pero con un «adiós, Wendy», la apartó de un empujón de la roca y a los pocos minutos desapareció de su vista por los aires. Peter se quedó solo en la laguna.

La roca era muy pequeña ya, pronto quedaría sumergida. Unos pálidos rayos de luz se deslizaron por las aguas y luego se oyó un sonido que al mismo tiempo era el más musical y el más triste del mundo: las sirenas cantando a la luna.

Peter no era como los demás chicos, pero por fin sentía miedo. Le recorrió un estremecimiento, como un temblor que pasara por el mar, pero en el mar un temblor sucede a otro hasta que hay cientos de ellos y Peter sintió solamente ése. Al momento siguiente estaba de nuevo erguido sobre la roca, con esa sonrisa en la cara y un redoble de tambores en su interior. Éste le decía: «morir será una aventura impresionante».

9
El ave de Nunca Jamás

Lo último que oyó Peter antes de quedarse solo fue a las sirenas retirándose una tras otra a sus dormitorios submarinos. Estaba demasiado lejos para oír cómo se cerraban sus puertas, pero cada puerta de las curvas de coral donde viven hace sonar una campanita cuando se abre o se cierra (como en las casas más elegantes del mundo real) y sí que oyó las campanas.

Las aguas fueron subiendo sin parar hasta tocarle los pies y para pasar el rato hasta que dieran el trago final, contempló lo único que se movía en la laguna. Pensó que era un trozo de papel flotante, quizás parte de la cometa y se preguntó distraído cuánto tardaría en llegar a la orilla.

Al poco notó con extrañeza que sin duda estaba en la laguna con algún claro propósito, ya que estaba luchando contra la marea y a veces lo lograba y cuando lo lograba, Peter, siempre de parte del bando más débil, no podía evitar aplaudir: qué trozo de papel tan valiente.

En realidad no era un trozo de papel: era el ave de Nunca Jamás, que hacía esfuerzos denodados por llegar hasta Peter en su nido. Moviendo las alas, con una técnica que había descubierto desde que el nido cayó al agua, podía hasta cierto punto gobernar su extraña embarcación, pero para cuando Peter la reconoció estaba ya muy agotada. Había venido a salvarlo, a darle su nido, aunque tenía huevos dentro. La actitud del ave extraña bastante, porque aunque Peter se había portado bien con ella, también a veces la había martirizado. Me imagino que, al igual que la señora Darling y todos los demás, se había enternecido porque conservaba todos los dientes de leche.

Le explicó a gritos por qué había venido y él le preguntó a gritos qué estaba haciendo allí, pero por supuesto ninguno de los dos entendía el lenguaje del otro. En las historias imaginarias las personas pueden hablar con los pájaros sin problemas y en este momento desearía poder fingir que ésta es una historia de ese tipo y decir que Peter contestó con inteligencia al ave de Nunca Jamás, pero es mejor decir la verdad y sólo quiero contar lo que pasó en realidad. Pues bien, no sólo no podían entenderse, sino que además acabaron por perder la compostura.

—Quiero-que-te-metas-en-el-nido —gritó el ave, hablando lo más claro y despacio posible—, y-así-podrás-llegar-a-la-orilla, pero-estoy-demasiado-cansada-para-acercarlo-más-así-que-tienes-que-tratar-de-nadar-hasta-aquí.

—¿Qué estás graznando? —respondió Peter—. ¿Por qué no dejas que el nido flote como siempre?

—Quiero-que —dijo el ave y lo volvió a repetir todo.

Entonces Peter trató de hablar claro y despacio.

—¿Qué-estás-graznando? —y todo lo demás.

El ave de Nunca Jamás se enfadó: tienen muy mal genio.

—Pedazo de zoquete —chilló—, ¿por qué no haces lo que te digo?

A Peter le dio la impresión de que lo estaba insultando y se arriesgó a replicar con vehemencia:

—¡Eso lo serás tú!

Entonces, curiosamente, los dos soltaron la misma frase:

—¡Cállate!

—¡Cállate!

No obstante, el ave estaba decidida a salvarlo si podía y con un último y fenomenal esfuerzo arrimó el nido a la roca. Entonces levantó el vuelo, abandonando sus huevos, para hacer clara su intención.

En ese momento por fin lo entendió él y agarró el nido y saludó dando las gracias al ave mientras ésta revoloteaba por encima. Sin embargo, no era por recibir su agradecimiento por lo que flotaba en el cielo, ni siquiera era para ver cómo se metía en el nido: era para ver qué hacía con los huevos.

Había dos grandes huevos blancos y Peter los cogió y reflexionó. El ave se tapó la cara con las alas, para no ver el fin de sus huevos, pero no pudo evitar atisbar por entre las plumas.

No recuerdo si os he dicho que había un palo en la roca, clavado hacía mucho tiempo por unos bucaneros para marcar el lugar donde estaba enterrado un tesoro. Los niños habían descubierto el reluciente botín y cuando tenían ganas de travesuras se dedicaban a lanzar lluvias de moidores, diamantes, perlas y monedas de cobre a las gaviotas, que se precipitaban sobre ellos creyendo que era comida y luego se alejaban volando, rabiando por la faena que les habían hecho. El palo seguía allí y en él había colgado Starkey su sombrero, un encerado hondo e impermeable, de ala muy ancha. Peter metió los huevos en este sombrero y lo echó al agua. Flotaba perfectamente.

El ave de Nunca Jamás se dio cuenta al instante de lo que pretendía y le soltó un chillido de admiración y, ay, Peter graznó mostrando su acuerdo. Luego se metió en el nido, colocó en él el palo como un mástil y colgó su camisa como vela. En ese mismo momento el ave bajó volando hasta el sombrero y una vez más se posó confortablemente sobre sus huevos. Se fue a la deriva en una dirección y Peter se alejó flotando en otra, ambos soltando gritos de júbilo.

Por supuesto, cuando Peter llegó a tierra varó su embarcación en un lugar donde el ave pudiera encontrarla fácilmente, pero el sombrero funcionaba tan bien que ésta abandonó el nido. Éste fue flotando a la deriva hasta hacerse trizas y Starkey llegaba a menudo a la orilla de la laguna y, lleno de amargura, contemplaba al ave sentada en su sombrero. Como ya no volveremos a verla, puede que merezca la pena comentar que ahora todos los pájaros de Nunca Jamás construyen sus nidos de esa forma, con un ala ancha en la que toman el aire los polluelos.

Hubo gran alegría cuando Peter llegó a la casa subterránea casi tan pronto como Wendy, a quien la cometa había llevado de un lado a otro. Cada uno de los chicos tenía una aventura que contar, pero quizás la aventura más grande de todas fuera que se les había pasado con mucho la hora de irse a la cama. Esto los envalentonó tanto que intentaron diversos trucos para conseguir quedarse levantados aún más tiempo, tales como pedir vendas, pero Wendy, aunque se regocijaba de tenerlos a todos de nuevo en casa sanos y salvos, estaba escandalizada por lo tarde que era y exclamó: «A la cama, a la cama» en un tono que no quedaba más remedio que obedecer. Sin embargo, al día siguiente estuvo cariñosísima y les puso vendas a todos y estuvieron jugando hasta la hora de acostarse a andar cojeando y llevar el brazo en cabestrillo.

10
El hogar feliz

Una consecuencia importante de la escaramuza de la laguna fue que los pieles rojas se hicieron sus amigos. Peter había salvado a Tigridia de un horrible destino y ahora no había nada que sus bravos y ella no estuvieran dispuestos a hacer por él. Se pasaban toda la noche sentados arriba, vigilando la casa subterránea y esperando el gran ataque de los piratas que evidentemente ya no podía tardar mucho en producirse. Incluso de día rondaban por ahí, fumando la pipa de la paz y con el aire más amistoso del mundo.

Llamaban a Peter el Gran Padre Blanco y se postraban ante él y esto le gustaba muchísimo, por lo que realmente no le hacía ningún bien.

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