Peter Pan (8 page)

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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

BOOK: Peter Pan
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Se tiró al suelo desconsolado.

—Una dama para cuidarnos por fin —dijo uno de los gemelos—, y tú la has matado.

Sentían pena por él, pero más por ellos mismos y cuando él se acercó un poco más a ellos le volvieron la espalda. Lelo estaba muy pálido, pero ahora tenía un aire de dignidad que antes nunca había aparecido en él.

—Yo lo he hecho —dijo, reflexionando—. Cuando se me aparecían señoras en sueños, yo decía: «mamaíta, mamaíta». Pero cuando por fin llegó de verdad la maté.

Se alejó despacio.

—No te vayas —lo llamaron apenados.

—Tengo que hacerlo —contestó él, temblando—, tengo mucho miedo de Peter.

En este trágico instante oyeron un ruido que les puso a todos el corazón en un puño. Oyeron a Peter graznar.

—¡Peter! —gritaron, pues siempre anunciaba así su regreso.

—Escondedla —susurraron y se agruparon rápidamente en torno a Wendy. Pero Lelo se quedó aparte. Se oyó otra vez aquel sonoro graznido y Peter se posó delante de ellos.

—Saludos, chicos —exclamó y ellos saludaron maquinalmente y de nuevo se hizo un silencio. Él frunció el ceño.

—He vuelto —dijo con vehemencia—. ¿Por qué no os animáis?

Ellos abrieron la boca, pero no les salían los gritos de júbilo. Él lo pasó por alto por la prisa de darles las maravillosas nuevas.

—Grandes noticias, chicos —exclamó—. Por fin he traído una madre para todos vosotros.

El silencio continuó, salvo por un golpecito sordo producido por Lelo al caer de rodillas.

—¿No la habéis visto? —preguntó Peter, preocupado—. Volaba hacia aquí.

—Ay de mí —dijo una voz y otra dijo:

—Ay, qué tristeza.

Lelo se puso de pie.

—Peter —dijo con calma—, yo te la enseñaré.

Y como otros seguían queriendo ocultarla dijo:

—Apartaos, gemelos, dejad que Peter lo vea.

De forma que todos se apartaron y le dejaron ver y después de mirar un rato no supo qué hacer a continuación.

—Está muerta —dijo inquieto—. Quizás esté asustada de estar muerta.

Se le ocurrió alejarse saltando cómicamente hasta perderla de vista y luego no acercarse al lugar nunca más. Todos se habrían alegrado de seguirlo si lo hubiera hecho. Pero estaba la flecha. La sacó del corazón y se encaró con su banda.

—¿De quién es esta flecha? —preguntó severamente.

—Es mía, Peter —dijo Lelo de rodillas.

—Oh, mano asesina —dijo Peter y levantó la flecha para usarla como daga.

Lelo no retrocedió. Se descubrió el pecho.

—Clávala, Peter —dijo con firmeza—, clávala bien.

Dos veces levantó Peter la flecha y dos veces cayó su mano.

—No puedo clavarla —dijo admirado—, algo detiene mi mano. Todos lo miraron estupefactos, menos Avispado, que por suerte miró a Wendy.

—Es ella —gritó—, la señora Wendy; mirad, su brazo.

Maravilla de maravillas, Wendy había alzado el brazo. Avispado se inclinó sobre ella y escuchó reverentemente.

—Creo que ha dicho «pobre Lelo» —susurró.

—Está viva —dijo Peter lacónicamente.

Presuntuoso gritó al instante:

—La señora Wendy está viva.

Entonces Peter se arrodilló junto a ella y descubrió su caperuza. Recordaréis que ella se la había colgado de una cadena que llevaba al cuello.

—Mirad —dijo—, la flecha chocó con esto. Es el beso que le di. Le ha salvado la vida.

—Yo me acuerdo de los besos —interrumpió Presuntuoso rápidamente—, déjame verlo. Sí, eso es un beso.

Peter no lo oyó. Estaba rogándole a Wendy que se pusiera bien deprisa, para poder enseñarle las sirenas. Por supuesto, ella no podía contestar aún, pues seguía totalmente desmayada, pero por encima se oyó un lamento.

—Escuchad a Campanilla —dijo Rizos—, está llorando porque la Wendy está viva.

Entonces tuvieron que contarle a Peter el crimen de Campanilla y casi nunca lo habían visto con un aspecto tan serio.

—Escucha, Campanilla —gritó—, ya no soy tu amigo. Aléjate de mí para siempre.

Ella se posó en su hombro y suplicó, pero él la apartó de un manotazo. Hasta que Wendy no volvió a alzar el brazo no se ablandó lo suficiente como para decir:

—Bueno, para siempre no, pero sí una semana entera.

¿Creéis que Campanilla estaba agradecida a Wendy por levantar el brazo? Claro que no, jamás tuvo tantas ganas de pellizcarla. Las hadas son realmente extrañas y Peter, que era quien mejor las conocía, las golpeaba con frecuencia.

¿Pero qué hacer con Wendy en su delicado estado de salud?

—Bajémosla a la casa —propuso Rizos.

—Sí —dijo Presuntuoso—, eso es lo que se hace con las damas.

—No, no —dijo Peter—, no hay que tocarla. No sería lo bastante respetuoso.

—Eso —dijo Presuntuoso— es lo que yo pensaba.

—Pero si se queda ahí tumbada —dijo Lelo—, se morirá.

—Sí, se morirá —admitió Presuntuoso—, pero no se puede hacer otra cosa.

—Sí, sí se puede —exclamó Peter—. Construyamos una casita a su alrededor.

Todos quedaron encantados.

—Deprisa —les ordenó—, que cada uno me traiga lo mejor de lo que tenemos. Destripad nuestra casa. Moveos.

Al momento estuvieron tan atareados como unos sastres en la víspera de una boda. Correteaban de un lado a otro, abajo a buscar cosas para la cama, arriba para coger leña y mientras estaban en ello, hete aquí que aparecieron John y Michael. Mientras avanzaban penosamente por el suelo se quedaban dormidos de pie, se detenían, se despertaban, daban otro paso y se volvían a dormir.

—John, John —lloraba Michael—, despierta. ¿Dónde está Nana, John? ¿Y mamá?

Y entonces John se frotaba los ojos y murmuraba:

—Es cierto, hemos volado.

Os aseguro que se sintieron muy aliviados al encontrar a Peter.

—Hola, Peter —dijeron.

—Hola —replicó Peter amistosamente, aunque se había olvidado de ellos por completo. Estaba muy ocupado en ese momento midiendo a Wendy con los pies para ver el tamaño de la casa que necesitaría. Por supuesto, tenía intención de dejar sitio para sillas y una mesa. John y Michael lo observaban.

—¿Está dormida Wendy? —preguntaron.

—Sí.

—John —propuso Michael—, vamos a despertarla para que nos haga la comida.

Pero cuando lo estaba diciendo algunos de los demás chicos llegaron corriendo cargados de ramas para la construcción de la casa.

—¡Míralos! —gritó.

—Rizos —dijo Peter con su voz más capitanesca—, ocúpate de que estos chicos ayuden a construir la casa.

—Sí, señor.

—¿Construir una casa? —exclamó John.

—Para la Wendy —dijo Rizos.

—¿Para Wendy? —dijo John horrorizado—. Pero si no es más que una chica.

—Por eso —explicó Rizos—, somos sus servidores.

—¿Vosotros? ¡Servidores de Wendy!

—Sí —dijo Peter—, y vosotros también. Lleváoslos.

Se llevaron a rastras a los atónitos hermanos para que cortaran, talaran y cargaran.

—Lo primero sillas y una valla —ordenó Peter—. Luego construiremos la casa a su alrededor.

—Sí —dijo Presuntuoso—, así se construye una casa, ya me acuerdo.

Peter estaba en todo.

—Presuntuoso —ordenó—, trae a un médico.

—Sí —dijo Presuntuoso al momento y desapareció, rascándose la cabeza. Pero sabía que había que obedecer a Peter y regresó al cabo de un rato, con el sombrero de John y expresión solemne.

—Por favor, señor —dijo Peter, acercándose a él—, ¿es usted médico?

La diferencia entre los demás chicos y él en un momento como ése era que ellos sabían que todo era fingido, mientras que para él lo fingido y lo real eran exactamente lo mismo. Esto a veces tenía sus inconvenientes, como cuando tenían que fingir que habían comido. Si dejaban de fingir él los golpeaba en los nudillos.

—Sí, jovencito —replicó muy apurado Presuntuoso, que tenía los nudillos agrietados.

—Por favor, señor —explicó Peter—, tenemos a una dama muy enferma.

Estaba tumbada a sus pies, pero Presuntuoso tuvo el sentido común de no verla.

—Vaya, vaya, —dijo—, ¿dónde está?

—En aquel claro.

—Le pondré una cosa de cristal en la boca —dijo Presuntuoso y fingió hacerlo, mientras Peter aguardaba. Hubo un momento de angustia cuando retiró la cosa de cristal.

—¿Cómo está? —preguntó Peter.

—Vaya, vaya —dijo Presuntuoso—, esto la ha curado.

—Qué alegría —gritó Peter.

—Vendré a verla otra vez por la noche —dijo Presuntuoso—; dele caldo concentrado de carne en una taza con pitorro.

Pero tras haberle devuelto el sombrero a John soltó grandes resoplidos, que era lo que tenía por costumbre al escapar de dificultades.

Entretanto el bosque había estado plagado del ruido de las hachas; casi todo lo necesario para una vivienda acogedora estaba ya a los pies de Wendy.

—Ojalá supiéramos —dijo uno— qué tipo de casa le gusta más.

—Peter —gritó otro—, se está moviendo en sueños.

—Se le abre la boca —exclamó un tercero, mirando dentro respetuosamente—. ¡Oh, qué bonito!

—A lo mejor se pone a cantar en sueños —dijo Peter—. Wendy, cántanos el tipo de casa que te gustaría tener.

Inmediatamente, sin abrir los ojos, Wendy se puso a cantar:

Me gustaría tener una bella casita,

la más pequeña que hayáis admirado,

con lindas paredes de rojo color

y de musgoso verdor el tejado.

Gorjearon de alegría ante esto, pues por increíble fortuna las ramas que habían traído estaban untadas de savia roja y todo el suelo estaba cubierto de musgo. Mientras montaban la casita a martillazos, ellos mismos se pusieron a cantar:

Hemos levantado las paredes y el tejado

y hemos hecho una puerta encantadora,

así que dinos, madre Wendy,

¿hay algo más que quieras ahora?

A esto ella contestó con cierta avidez:

Además de todo eso yo creo

que alegres ventanas quisiera,

con rosas asomando hacia dentro

y bebés asomando hacia fuera.

Con unos buenos puñetazos hicieron las ventanas y unas grandes hojas amarillas hicieron de postigos. Pero, ¿y las rosas?

—Rosas —gritó Peter imperiosamente.

Rápidamente fingieron que las rosas más hermosas crecían trepando por las paredes. ¿Bebés?

Para evitar que Peter pidiera bebés se apresuraron a volver a cantar:

Hemos hecho las rosas que asoman,

en la puerta están los bebés,

no podemos volver a nacer,

pues nacimos hace años, ya ves.

Peter, dándose cuenta de que esto era una buena idea, fingió al momento que era suya. La casa era muy bonita y sin duda Wendy estaba muy cómoda dentro, aunque, claro está, ya no podían verla. Peter se movió de un lado a otro encargando los toques finales. Nada se escapaba a su vista de águila. Justo cuando parecía totalmente acabada dijo:

—La puerta no tiene aldaba.

Se quedaron muy avergonzados, pero Lelo entregó la suela de su zapato, que se convirtió en una aldaba excelente. Ya está totalmente acabada, pensaron.

Ni mucho menos.

—No hay chimenea —dijo Peter—, tenemos que poner una chimenea.

—Sí que le hace falta una chimenea —dijo John dándose importancia. Esto le dio una idea a Peter. Le arrancó a John el sombrero de la cabeza, lo desfondó y colocó el sombrero sobre el tejado. La casita se puso tan contenta de tener una chimenea tan buena que, como para dar las gracias, inmediatamente empezó a salir humo del sombrero.

Ahora ya estaba realmente acabada. No quedaba nada más que hacer, salvo llamar a la puerta.

—Poneos guapos —les advirtió Peter—, las primeras impresiones son importantísimas.

Se alegró de que nadie le preguntara qué eran las primeras impresiones: estaban todos demasiado ocupados poniéndose guapos.

Llamó a la puerta cortésmente y ahora el bosque estaba tan silencioso como los niños, no se oía ni un ruido, salvo a Campanilla, que estaba observando desde una rama y mofándose sin disimulos.

Lo que los chicos se preguntaban era, ¿contestaría alguien a la llamada? Si fuera una dama, ¿cómo sería?

La puerta se abrió y salió una dama. Era Wendy. Todos se quitaron el gorro.

Parecía debidamente sorprendida y así era justo como habían esperado que estuviera.

—¿Dónde estoy? —dijo.

Naturalmente, Presuntuoso fue el primero en meter baza.

—Señora Wendy —dijo rápidamente—, hemos construido esta casa para ti.

—Oh, di que estás contenta —exclamó Avispado.

—Qué casa tan bonita y agradable —dijo Wendy y eran las palabras justas que ellos habían esperado que dijera.

—Y nosotros somos tus niños —gritaron los gemelos.

Entonces todos se pusieron de rodillas y alargando los brazos exclamaron:

—Oh, señora Wendy, sé nuestra madre.

—¿Debería? —dijo Wendy, toda radiante—. Naturalmente, es fascinante, pero es que yo sólo soy una niña. No tengo experiencia de verdad.

—Eso no importa —dijo Peter, como si él fuera el único presente que lo sabía todo acerca del tema, aunque en realidad era el que menos sabía—. Lo que nos hace falta es simplemente una persona agradable y maternal.

—¡Vaya! —dijo Wendy—. ¿Sabéis? Creo que eso es exactamente lo que yo soy.

—Sí, sí —gritaron todos—, lo notamos al instante.

—Muy bien —dijo ella—, haré todo lo que pueda. Entrad inmediatamente, diablillos, estoy segura de que tenéis los pies mojados. Y antes de meteros en la cama tengo el tiempo justo de terminar el cuento de Cenicienta.

Allá fueron; no sé cómo había sitio para todos, pero uno se puede apretar mucho en el País de Nunca jamás. Y aquélla fue la primera de las muchas noches felices que pasaron con Wendy. Más tarde los arropó en la gran cama de la casa de debajo de los árboles, pero ella durmió esa noche en la casita y Peter montó guardia fuera con la espada desenvainada, pues se oía a los piratas de parranda a lo lejos y los lobos estaban al acecho. La casita tenía un aire muy acogedor y seguro en la oscuridad, con una alegre luz filtrándose a través de los postigos y la chimenea humeando estupendamente y Peter montando guardia.

Al cabo de un rato se quedó dormido y unas hadas tambaleantes tuvieron que trepar por encima de él al volver a casa después de una fiesta. A cualquiera de los otros chicos que hubiera obstruido el sendero de las hadas por la noche le habrían hecho algo malo, pero a Peter sólo le pellizcaron la nariz y pasaron de largo.

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