—Oh, Peter, no me extraña que estuvieras llorando —dijo y se levantó de la cama y corrió hasta él.
—No estaba llorando por cosa de madres —dijo él bastante indignado—. Estaba llorando porque no consigo que mi sombra se me quede pegada. Además, no estaba llorando.
—¿Se te ha despegado?
—Sí.
Entonces Wendy vio la sombra en el suelo, toda arrugada y se apenó muchísimo por Peter.
—¡Qué horror! —dijo, pero no pudo evitar sonreír cuando vio que había estado tratando de pegársela con jabón. ¡Qué típico de un chico!
Por fortuna ella supo al instante lo que había que hacer.
—Hay que coserla —dijo, con un ligero tono protector.
—¿Qué es coser? —preguntó él.
—Eres un ignorante.
—No, no lo soy.
Pero ella estaba encantada ante su ignorancia.
—Yo te la coseré, muchachito —dijo, aunque él era tan alto como ella y sacó su costurero y cosió la sombra al pie de Peter.
—Creo que te va a doler un poco —le advirtió.
—Oh, no lloraré —dijo Peter, que ya se creía que no había llorado en su vida. Y apretó los dientes y no lloró y al poco rato su sombra se portaba como es debido, aunque seguía un poco arrugada.
—Quizás debería haberla planchado —dijo Wendy pensativa, pero a Peter, chico al fin y al cabo, le daban igual las apariencias y estaba dando saltos loco de alegría. Por desgracia, ya se había olvidado de que debía su felicidad a Wendy. Creía que él mismo se había pegado la sombra.
—Pero qué hábil soy —se jactaba con entusiasmo—, ¡pero qué habilidad la mía!
Es humillante tener que confesar que este engreimiento de Peter era una de sus características más fascinantes. Para decirlo con toda franqueza, nunca hubo un chico más descarado.
Pero por el momento Wendy estaba escandalizada.
—Peter, qué engreído —exclamó con tremendo sarcasmo—. ¡Y yo no he hecho nada, claro!
—Has hecho un poco —dijo Peter descuidadamente y siguió bailando.
—¡Un poco! —replicó ella con altivez—. Si no sirvo para nada al menos puedo retirarme.
Y se metió de un salto en la cama con toda dignidad y se tapó la cara con las mantas.
Para inducirla a mirar él fingió que se iba y al fallar esto se sentó en el extremo de la cama y le dio golpecitos con el pie.
—Wendy —dijo—, no te retires. No puedo evitar jactarme cuando estoy contento conmigo mismo, Wendy.
Pero ella seguía sin mirar, aunque estaba escuchando atentamente.
—Wendy —siguió él con una voz a la que ninguna mujer ha podido todavía resistirse—, Wendy, una chica vale más que veinte chicos.
Wendy era una mujer por los cuatro costados, aunque no fueran costados muy grandes y atisbó fuera de las mantas.
—¿De verdad crees eso, Peter?
—Sí, de verdad.
—Pues me parece que es encantador por tu parte —afirmó ella—, y me voy a volver a levantar.
Y se sentó con él en el borde de la cama. También le dijo que le daría un beso si él quería, pero Peter no sabía a qué se refería y alargó la mano expectante.
—¿Pero no sabes lo que es un beso? —preguntó ella, horrorizada.
—Lo sabré cuando me lo des —replicó él muy estirado y para no herir sus sentimientos ella le dio un dedal.
—Y ahora —dijo él—, ¿te doy un beso yo?
Y ella replicó con cierto remilgo:
—Si lo deseas.
Perdió bastante dignidad al inclinar la cara hacia él, pero él se limitó a ponerle la caperuza de una bellota en la mano, de modo que ella movió la cara hasta su posición anterior y dijo amablemente que se colgaría el beso de la cadena que llevaba al cuello. Fue una suerte que lo pusiera en esa cadena, ya que más adelante le salvaría la vida.
Cuando las personas de nuestro entorno son presentadas, es costumbre que se pregunten la edad y por ello Wendy, a la que siempre le gustaba hacer las cosas correctamente, le preguntó a Peter cuántos años tenía. La verdad es que no era una pregunta que le sentara muy bien: era como un examen en el que se pregunta sobre gramática, cuando lo que uno quiere es que le pregunten los reyes de Inglaterra.
—No sé —replicó incómodo—, pero soy muy joven.
En realidad no tenía ni idea; sólo tenía sospechas, pero dijo a la ventura:
—Wendy, me escapé el día en que nací.
Wendy se quedó muy sorprendida, pero interesada y le indicó con los elegantes modales de salón, tocando ligeramente el camisón, que podía sentarse más cerca de ella.
—Fue porque oí a papá y mamá —explicó él en voz baja— hablar sobre lo que iba a ser yo cuando fuera mayor.
Se puso nerviosísimo.
—No quiero ser mayor jamás —dijo con vehemencia—. Quiero ser siempre un niño y divertirme. Así que me escapé a los jardines de Kensington y viví mucho, mucho tiempo entre las hadas.
Ella le echó una mirada de intensa admiración y él pensó que era porque se había escapado, pero en realidad era porque conocía a las hadas. Wendy había llevado una vida tan recluida que conocer hadas le parecía una maravilla. Hizo un torrente de preguntas sobre ellas, con sorpresa por parte de él, ya que le resultaban bastante molestas, porque lo estorbaban y cosas así y de hecho a veces tenía que darles algún cachete. Sin embargo, en general le gustaban y le contó el origen de las hadas.
—Mira, Wendy, cuando el primer bebé se rió por primera vez, su risa se rompió en mil pedazos y éstos se esparcieron y ése fue el origen de las hadas.
Era una conversación aburrida, pero a ella, que no conocía mucho mundo, le gustaba.
—Y así —siguió él afablemente—, debería haber un hada por cada niño y niña.
—¿Debería? ¿Es que no hay?
—No. Mira, los niños de hoy en día saben tantas cosas que dejan pronto de creer en las hadas y cada vez que un niño dice: «No creo en las hadas», algún hada cae muerta.
La verdad es que le parecía que ya habían hablado suficiente sobre las hadas y se dio cuenta de que Campanilla estaba muy silenciosa.
—No sé dónde se puede haber metido —dijo, levantándose y se puso a llamar a Campanilla. El corazón de Wendy se aceleró de la emoción.
—Peter —exclamó, aferrándolo—, ¡no me digas que hay un hada en esta habitación!
—Estaba aquí hace un momento —dijo él algo impaciente—. Tú no la oyes, ¿no?
Los dos aguzaron el oído.
—Lo único que oigo —dijo Wendy— es como un tintineo de campanas.
—Pues ésa es Campanilla, ése es el lenguaje de las hadas. Me parece que yo también la oigo.
El sonido procedía de la cómoda y Peter puso cara de diversión. Nadie tenía un aire tan divertido como Peter y su risa era el más encantador de los gorjeos. Conservaba aún su primera risa.
—Wendy —susurró—, ¡creo que la he dejado encerrada en el cajón!
Dejó salir del cajón a la pobre Campanilla y ésta revoloteó por el cuarto chillando furiosa.
—No deberías decir esas cosas —contestó Peter—. Claro que lo siento mucho, ¿pero cómo iba a saber que estabas en el cajón?
Wendy no lo estaba escuchando.
—¡Oh, Peter! —exclamó—. ¡Ojalá se quedara quieta y me dejara verla!
—Casi nunca se quedan quietas —dijo él, pero durante un instante Wendy vio la romántica figurita posada en el reloj de cuco.
—¡Oh, qué bonita! —exclamó, aunque la cara de Campanilla estaba distorsionada por la rabia.
—Campanilla —dijo Peter amablemente—, esta dama dice que desearía que fueras su hada.
Campanilla contestó con insolencia.
—¿Qué dice, Peter?
No le quedó más remedio que traducir.
—No es muy cortés. Dice que eres una niña grande y fea y que ella es mi hada.
Trató de discutir con Campanilla.
—Tú sabes que no puedes ser mi hada, Campanilla, porque yo soy un caballero y tú eres una dama.
A esto Campanilla replicó de la siguiente manera.
—Cretino.
Y desapareció en el cuarto de baño.
—Es un hada bastante vulgar —explicó Peter disculpándose—, se llama Campanilla porque arregla las cacerolas y las teteras.
[2]
Ahora estaban juntos en el sillón y Wendy siguió importunándolo con preguntas.
—Si ahora ya no vives en los jardines de Kensington…
—Todavía vivo allí a veces.
—¿Pero dónde vives más ahora?
—Con los niños perdidos.
—¿Quiénes son ésos?
—Son los niños que se caen de sus cochecitos cuando la niñera no está mirando. Si al cabo de siete días nadie los reclama se los envía al País de Nunca Jamás para sufragar gastos. Yo soy su capitán.
—¡Qué divertido debe de ser!
—Sí —dijo el astuto Peter—, pero nos sentimos bastante solos. Es que no tenemos compañía femenina.
—¿Es que no hay niñas?
—Oh, no, ya sabes, las niñas son demasiado listas para caerse de sus cochecitos.
Esto halagó a Wendy enormemente.
—Creo —dijo— que tienes una forma encantadora de hablar de las niñas; John nos desprecia.
Como respuesta Peter se levantó y de una patada, de una sola patada, tiró a John de la cama, con mantas y todo. Esto le pareció a Wendy bastante atrevido para un primer encuentro y le dijo con firmeza que en su casa él no era capitán. Sin embargo, John continuaba durmiendo tan plácidamente en el suelo que dejó que se quedara allí.
—Ya sé que querías ser amable —dijo, ablandándose—, así que me puedes dar un beso.
Se había olvidado momentáneamente de que él no sabía lo que eran los besos.
—Ya me parecía que querrías que te lo devolviera —dijo él con cierta amargura e hizo ademán de devolverle el dedal.
—Ay, vaya —dijo la amable Wendy—, no quiero decir un beso, me refiero a un dedal.
—¿Qué es eso?
—Es como esto.
Le dio un beso.
—¡Qué curioso! —dijo Peter con curiosidad—. ¿Te puedo dar un dedal yo ahora?
—Si lo deseas —dijo Wendy, esta vez sin inclinar la cabeza. Peter le dio un dedal y casi inmediatamente ella soltó un chillido.
—¿Qué pasa, Wendy?
—Es como si alguien me hubiera tirado del pelo.
—Debe de haber sido Campanilla. Nunca la había visto tan antipática.
Y, efectivamente, Campanilla estaba revoloteando por ahí otra vez, empleando un lenguaje ofensivo.
—Wendy, dice que te lo volverá a hacer cada vez que yo te dé un dedal.
—¿Pero por qué?
—¿Por qué, Campanilla?
Campanilla volvió a replicar:
—Cretino.
Peter no entendía por qué, pero Wendy sí y se quedó un poquito desilusionada cuando él admitió que había venido a la ventana del cuarto de los niños no para verla a ella, sino para escuchar cuentos.
—Es que yo no sé ningún cuento. Ninguno de los niños perdidos sabe ningún cuento.
—Qué pena —dijo Wendy.
—¿Sabes —preguntó Peter— por qué las golondrinas anidan en los aleros de las casas? Es para escuchar cuentos. Ay, Wendy, tu madre os estaba contando una historia preciosa.
—¿Qué historia era?
—La del príncipe que no podía encontrar a la dama que llevaba el zapatito de cristal.
—Peter —dijo Wendy emocionada—, ésa era Cenicienta y él la encontró y vivieron felices para siempre.
Peter se puso tan contento que se levantó del suelo, donde habían estado sentados y corrió a la ventana.
—¿Dónde vas? —exclamó ella alarmada.
—A decírselo a los demás chicos.
—No te vayas, Peter —le rogó ella—, me sé muchos cuentos.
Ésas fueron sus palabras exactas, así que no hay forma de negar que fue ella la que tentó a él primero. Él regresó, con un brillo codicioso en los ojos que debería haberla puesto en guardia, pero no fue así.
—¡Qué historias podría contarles a los chicos! —exclamó y entonces Peter la agarró y comenzó a arrastrarla hacia la ventana.
—Wendy, ven conmigo y cuéntaselo a los demás chicos.
Como es natural se sintió muy halagada de que se lo pidiera, pero dijo:
—Ay, no puedo. ¡Piensa en mamá! Además, no sé volar.
—Yo te enseñaré.
—Oh, qué maravilla poder volar.
—Te enseñaré a subirte a la ventana y luego, allá vamos.
—¡Oooh! —exclamó ella entusiasmada.
—Wendy. Wendy, cuando estás durmiendo en esa estúpida cama podrías estar volando conmigo diciéndoles cosas graciosas a las estrellas.
—¡Oooh!
—Y, oye, Wendy, hay sirenas.
—¡Sirenas! ¿Con cola?
—Unas colas larguísimas.
—¡Oh! —exclamó Wendy—. ¡Qué maravilla ver una sirena! Él hablaba con enorme astucia.
—Wendy —dijo—, cuánto te respetaríamos todos.
Ella agitaba el cuerpo angustiada. Era como si intentara seguir sobre el suelo del cuarto. Pero él no se apiadaba de ella.
—Wendy —dijo, el muy taimado—, nos podrías arropar por la noche.
—¡Oooh!
—A ninguno de nosotros nos han arropado jamás por la noche.
—¡Oooh! —Y le tendió los brazos.
—Y podrías remendarnos la ropa y hacernos bolsillos. Ninguno de nosotros tiene bolsillos.
¿Cómo podía resistirse?
—¡Ya lo creo que sería absolutamente fascinante! —exclamó—. Peter, ¿enseñarías a volar a John y a Michael también?
—Si quieres —dijo él con indiferencia y ella corrió hasta John y Michael y los sacudió.
—Despertad —gritó—, ha venido Peter Pan y nos va a enseñar a volar.
John se frotó los ojos.
—Entonces me levantaré —dijo. Claro que estaba en el suelo—. Caramba —indicó—. ¡Si ya estoy levantado!
Michael también se había levantado ya, completamente despabilado, pero de pronto Peter hizo señas de que guardaran silencio. Sus caras adquirieron la tremenda astucia de los niños cuando escuchan por si oyen ruidos del mundo de los mayores. No se oía una mosca. Así pues, todo iba bien. ¡No, quietos! Todo iba mal. Nana, que había estado ladrando con inquietud toda la noche, estaba ahora callada. Era su silencio lo que habían oído. «¡Apagad la luz! ¡Escondeos! ¡Deprisa!», exclamó John, tomando el mando por única vez en el curso de toda la aventura. Y así, cuando entró Liza, sujetando a Nana, el cuarto de los niños parecía el mismo de siempre, muy oscuro, y se podría haber jurado que se oía a sus tres traviesos ocupantes respirando angelicalmente mientras dormían. En realidad lo estaban haciendo engañosamente desde detrás de las cortinas.
Liza estaba de mal humor, porque estaba haciendo la masa del pudding de Navidad en la cocina y se había visto obligada a abandonarlo, con una pasa todavía en la mejilla, por culpa de las absurdas sospechas de Nana. Pensó que la mejor forma de conseguir un poco de paz era llevar a Nana un momento al cuarto de los niños, pero bajo custodia, por supuesto.