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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (18 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Al final de la primera visita de Maurice e Irena, después de caminar ladera arriba de vuelta a la casa y mirar cómo el barco surcaba el agua, no pensé que fuera a soportar quedarme solo en Idhra. Pero ese segundo invierno, Maurice e Irena me hicieron compañía postal mientras yo terminaba
Trabajo de campo
, y los sentí a mi lado igual que años atrás, cuando trabajaba solo en el libro de Athos.

«Escribe para salvarte a ti mismo», dijo Athos, «y algún día escribirás porque estás salvado».

«Ello te avergonzará terriblemente. Deja que tu humildad crezca más que tu vergüenza».

Nuestra relación con los muertos sigue cambiando porque seguimos amándolos. Todas las conversaciones vespertinas que tuve aquel invierno en Idhra, con Athos o con Bella, mientras oscurecía. Como en cualquier conversación, a veces me contestaban y a veces no.

Estaba en una habitación pequeña. Todo era frágil. No podía moverme sin romper algo. Derretía con las manos todo lo que tocaba.

El pianissimo debe ser perfecto, debe estar ya en los oídos del receptor antes de que lo oiga

La policía nazi estaba más allá del racismo, era antimateria, porque a los judíos no se les consideraba personas. Un viejo truco del lenguaje, utilizado con frecuencia a lo largo de la historia. Nunca había que referirse a los no arios como si fueran humanos, sino como «figuren», «stücke» —«muñecos», «madera», «mercancía», «harapos». No se estaba gaseando a seres humanos, sólo se gaseaban «figuren», así que no había violación de la ética. A nadie se le podía criticar por quemar los desperdicios, por quemar harapos y chatarra en el sótano sucio de la sociedad. De hecho, ¡eran un peligro de incendio! Qué remedio quedaba que quemarlos antes de que te hicieran daño… Así que el exterminio de los judíos no consistió en obedecer una serie de imperativos morales en lugar de otra, más bien en el imperativo mayor que anulaba cualquier dificultad. De modo similar, los nazis hicieron efectiva una resolución que prohibía que los judíos poseyeran animales de compañía; ¿cómo puede un animal ser el dueño de otro? ¿Cómo puede un insecto o un objeto poseer algo? La ley nazi prohibía comprar jabón a los judíos; ¿qué utilidad puede encontrarle una sabandija al jabón?

Cuando los ciudadanos, los soldados y las SS llevaban a cabo sus actos inenarrables, las fotos demuestran que en sus rostros no había muecas de horror, ni siquiera un sadismo vulgar, sino que más bien estaban deformadas por la risa. De todas las horrendas contradicciones, en ésta se encuentra la clave de todas las demás. Esta es la quiebra más irónica del razonamiento nazi. Si los nazis necesitaban que la humillación precediera el exterminio, con ello venían a admitir precisamente lo que tanto esfuerzo les costaba no admitir: la humanidad de la víctima. Humillar es aceptar que tu víctima siente y piensa, que no sólo siente dolor, sino que sabe que está siendo degradado. Y como el torturador supo, en el instante del reconocimiento, que su víctima no era un «figuren» sino un hombre, y supo también en ese instante que debía seguir con su labor, comprendió repentinamente el mecanismo nazi. De la misma manera que el portador de piedras sabía que su única posibilidad de sobrevivir residía en llevar a cabo su labor como si no se diera cuenta de su inutilidad, el torturador decidió hacer su trabajo como si no conociera la mentira. Las fotos capturan una y otra vez este escalofriante momento de la elección: la risa del maldito. Cuando el soldado se daba cuenta de que sólo la muerte tiene el poder de convertir al «hombre» en «figuren,» se solucionaba la dificultad. Y así crecían la ira y el sadismo: furia contra la víctima por volverse humana de pronto; el deseo de destrozar esa humanidad era tan intenso que su brutalidad no tenía límites.

Hay un momento preciso en el que rechazamos la contradicción. Este momento de la elección es la mentira en función de la que viviremos. A menudo amamos lo más amado más que la verdad.

Hubo algunos, como Athos, que eligieron hacer el bien pese al gran riesgo personal que corrían; aquellos que nunca confundieron a los humanos con objetos, que conocían la diferencia entre nombrar y lo nombrado. Porque los rescatadores no podían perder de vista, literalmente, lo humano, una y otra vez nos ofrecieron la misma explicación de su heroísmo: «¿Acaso tenía elección?».

Buscamos el espíritu precisamente en el lugar de mayor degradación. Es desde aquí desde donde el nuevo Adán debe levantarse, empezar otra vez.

Quiero quedarme cerca de Bella. Leo. Rompo el alfabeto negro en pedazos, pero en él no hay ninguna respuesta. Por la noche, sentado a la vieja mesa de Athos, me quedo mirando fotografías de desconocidos.

Brahms escribió los intermezzos para Clara, y ella los adoraba porque eran para ella

Quiero permanecer cerca de Bella. Para hacerlo, blasfemo mientras imagino.

Por la noche la litera de madera se le incrusta en la espalda. Pies helados empujan la nuca de Bella.
Ahora empiezo el intermezzo. No debo empezar demasiado despacio
. No hay sitio. Bella se cubre con los brazos.
De noche cuando todos están despiertos, no voy a escuchar su llanto. Voy a tocar la pieza entera sobre el brazo
. La piel se le agrieta por los codos y detrás de las orejas.
No debo utilizar demasiado el pedal, especialmente en los intermezzos, la apertura debe tocarse tan clara como… el agua. Compás 62, crescendo, pon atención, pero es difícil porque ésa es la parte en la que está tan… enamorado. La primera vez que tocó esto para ella, ella lo escuchó sabiendo que lo había escrito para ella
. Los cortes queman en la cabeza de Bella. Cierra los ojos.
Después del intermezzo voy a practicar partes del Hammerklavier. Para entonces casi toda la barraca se habrá quedado dormida
. Contra el cráneo rapado y dolorido, unos pies que están húmedos y la llenan de hielo.
Las dos notas del principio del adagio las añadió Beethoven más adelante, con el editor; el do y el mi que lo cambian todo
. Cada lugar crudo de su cráneo está estallando de frío,
luego puedo volver a tocarlo. Sin esas dos notas
.

Cuando abrían las puertas, los cuerpos estaban siempre en la misma posición. Apretados contra una pared, una pirámide de carne. Aún había esperanza. La escalada hacia el aire, hacia la última bolsa de aliento que desaparecía cerca del techo. La esperanza terrorífica de las células humanas.

La fe automática y desnuda del cuerpo.

Algunas mujeres dieron a luz mientras morían en la cámara. Arrastraban a las madres de la cámara con la vida nueva a medio salir del cuerpo. Perdonadme, vosotros que nacisteis y moristeis sin que se os dieran nombres. Perdonadme esta blasfemia, de elegir la filosofía en lugar de la brutalidad de los hechos.

Sabemos que gritaron. Cada boca, la boca de Bella, esforzándose por su milagro. Se les oía desde el otro lado de los anchos muros. Es imposible imaginar esos sonidos.

En ese momento de degradación absoluta, en ese arrecife retorcido, está el testamento más obsceno de la gracia. Porque, ¿puede alguien señalar con total certeza la diferencia entre los sonidos que profirieron los desesperados y los de aquellos que desesperadamente desean creer? El momento en que nuestra fe en el hombre se ve obligada a transformarse anatómicamente —despiadadamente— en fe.

En la casa quieta, la visitación de la luz de la luna. Ocupa la oscuridad, borrando todo lo que toca. Me ha llevado años alcanzar esta fabricación. Incluso cuando me estoy desmoronando sé que nunca volveré a sentir esta creencia pura.

Bella, mi ruptura te ha mantenido rota
.

Espero el amanecer antes de osar moverme. El rocío me empapa los zapatos. Camino hasta el borde de la colina y me tumbo sobre la hierba fría. Pero el sol ya está caliente. Pienso en los vasos al revés llenos de vapor que usaba mi madre para extraer la fiebre de la piel. El cielo es un cristal.

En sus experimentos para determinar los mecanismos de la migración, los científicos encerraron unas currucas en jaulas y las mantuvieron en habitaciones oscuras desde donde no se veía el cielo. Los pájaros vivían en una penumbra perpleja. Pero cada octubre, se apiñaban, se agitaban, se volvían del revés de puro deseo. El polo magnético les tiraba de la sangre, la huella digital del cielo nocturno sobre el ojo interior.

Cuando estás perdido de aquellos a quienes amas, tu orientación es sur-suroeste como el pájaro enjaulado. A determinadas horas del día, tendrás el cuerpo inundado de instinto, tanta parte de tu cuerpo penetrado, tanto de ti habiéndoles penetrado a ellos. Sus miembros te siguen cuando te acuestas, una sombra contra la tuya propia, curvándose en cada curva como el alfabeto hebreo y el griego, que atraviesan la página para saludarse el uno al otro en mitad de la historia, encorvados por el peso de la ausencia, cargas de puertos lejanos, el poder de las piedras, la tristeza de aquellos cuyos mesías les han obligado a dejar atrás tantas cosas…

En la oscuridad temprana de las tardes invernales en Grecia, en habitaciones en las que el frío se acumula cerca de las ventanas, levanto las manos hacia el rostro y siento el olor de Alex en las palmas.

Deseo que la memoria sea espíritu, pero me temo que no es más que piel. Me temo que el conocimiento se convierte en instinto sólo para desaparecer junto con el cuerpo. Porque es mi cuerpo el que los recuerda, y aunque he intentado borrar a Alex de mis sentidos, he intentado que mi voluntad arranque a mis padres y a Bella de mi sueño, esta voluntad en realidad no es nada, porque el cuerpo me traiciona en un segundo. He vivido sin ellos muchos años. Y aun así es la misma tarde invernal la que me acerca a Bella, tan cerca que incluso siento su mano poderosa sobre la mía, siento sus dedos suaves en la espalda, tan cerca que puedo oler la loción de la señora Alperstein, tan cerca que siento la mano de mi padre y la mano de Athos sobre la cabeza y las manos de mi madre estirándome la chaqueta para arreglarme, tan cerca que siento los brazos de Alex rodeándome por detrás, y sobre mí sus ojos abiertos enloquecedores, al tiempo que desaparece y se convierte en una sensación, y de pronto estoy asustado y doy vueltas en habitaciones vacías.

Permanecer con los muertos es abandonarlos
.

Durante todos los años que sentí que Bella me convocaba, repleto de su soledad, estaba equivocado. No he comprendido bien sus señales. Como otros fantasmas, susurra; no para que me vaya con ella sino para que, cuando me encuentre lo suficientemente cerca, ella me empuje de vuelta al mundo.

El instante gradual

Cuando eran pequeños, los hijos de Maurice Salman, Yosha y Thomas, solían enviarme cosas extrañas por correo: sobres llenos de arena, dibujos que no eran más que rizos o líneas rectas, trozos de plástico de origen desconocido. Yo les contestaba con piedras y monedas extranjeras.

Maurice, Irena y los chicos vinieron a visitarme a Idhra, y cada vez que regresaba a Toronto yo me alojaba con ellos, acampando en la leonera. El trabajo de Maurice en el museo le obligaba a dar dos cursos en la universidad, entre ellos «Clima antiguo: prediciendo el pasado».

«Casi tan complicado», les decía a sus alumnos, «como saber el tiempo que va a hacer la semana que viene».

La demanda de traducciones del griego al inglés iba aumentando regularmente, y yo alcanzaba a vivir de ellas con cierta holgura. A través de los años, además de mi propia literatura, compilé dos libros con los ensayos de Athos para que se publicaran y traduje al griego
Levantando falso testimonio
. A veces Donald Tupper, en nombre del departamento de geografía, me invitaba a dar alguna charla sobre el trabajo de Athos.

A Maurice y a Irena siempre les ha encantado el desorden. Los proyectos escolares de los chicos —el diario de Livingstone escrito en folios con un rotulador tembloroso, con las esquinas de las páginas quemadas melodramáticamente por Irena siguiendo las instrucciones de Yosha— se apartaban a un lado de la mesa del comedor a la hora de cenar. El desierto de Gobi en plastilina y arena extendido sobre el suelo del salón…, todo el mundo caminaba sobre él, sencillamente. Emergiendo de la relativa soledad isleña, Maurice me recibía con su fórmula habitual: «Vaya. El monje se escapa y se une al circo».

Oía a los chicos volver del colegio. En el piso de abajo, Yosha se ponía a practicar al piano. Entonces oía un portazo y sabía que Thomas estaba fuera solo en el jardín. Yosha tocaba con un cuidado enloquecedor. Tenía miedo de cometer errores y tocaba tan despacio como funciona la geología, con tal de no desafinar.

En su casa, en el tiempo estrecho que va de la tarde a la noche, entre sombras y ruidos familiares, frecuentemente me sorprendía a mí mismo tumbado en el viejo sofá burdeos, con la cabeza cerca de los libros de Maurice, escuchando el piano esforzado de Yosha tan hermoso como la luz.

Quiero a los hijos de Maurice e Irena, de la misma manera que hubiera querido a los hijos de Bella, y a menudo deseo contarles otra vez más mis tardes antiguas en los bancos del río, el delgado sol otoñal en gruesas franjas sobre los espesos juncos, las ciudades bíblicas que Mones y yo construíamos con palos y barro. La orilla helada, el cielo levemente verdoso, los pájaros negros, la nieve. Cuando eran muy pequeños me ponía en cuclillas junto a Yosha y Thomas y les sujetaba los hombros frágiles y huesudos, con la esperanza de recordar cómo me tocaba a mí mi padre.

Miro a los chicos apoyarse en Irena, cómo a veces todavía se rinden ante sus caricias, descansando la cabeza contra ella. Irena no le resta importancia a este amor. No era joven cuando nació Yosha y nunca se creyó del todo que Thomas sobreviviría. Se le ve claramente en la cara.

Escuchaba el deseo sincero de Yosha de no equivocarse nunca, su melodía dolorosa que no estaba rota pero que sonaba como si lo estuviera; tantos huecos entre nota y nota.

Durante años después del final de mi matrimonio, Maurice e Irena fingían envidiar mi libertad; en secreto se divertían con el reto de encontrarme una segunda mujer. En mis visitas a Toronto maquinaban como adolescentes. Almuerzos, fiestas familiares, cenas de profesores —cada ocasión era, en potencia, un campo minado de romance, y Maurice era el que colocaba las bombas. Hacía las presentaciones y después huía. Yo estaba acostumbrado a su estribillo: «Bueno, Jakob, conozco a una mujer…» y no me inmutaba.

Pero a veces el mundo se sale de órbita, deja que se le deslice el vestido y deja un hombro al descubierto, detiene el tiempo por un latido. Si levantamos la vista hacia ese momento, no es porque tengamos la habilidad de agujerear la oscuridad, sino que es el don breve del mundo. La catástrofe de la gracia.

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