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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (19 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Había ido a Toronto a pasar temporadas todos los años desde hacía dieciocho años, antes de que ella entrara en la cocina de Maurice e Irena.

No sé qué mirar primero. Su pelo castaño claro o sus ojos castaño oscuro o su mano pequeña desapareciendo en la hombrera del vestido para ajustar un tirante.

«Michaela es administradora en el museo», dice Maurice al hacer su mutis.

Su mente es un palacio. Se mueve a través de la historia con la fluidez de un espíritu, llora el incendio de la biblioteca de Alejandría como si hubiera ocurrido ayer. Habla de la influencia de las rutas comerciales en la arquitectura europea y percibe al mismo tiempo el dibujo de la luz sobre una mesa.

No queda nadie en la cocina. A nuestro alrededor se acumulan vasos y torrecillas de platos sucios. El ruido de la fiesta en el cuarto contiguo. Michaela apoya las caderas contra la encimera. Voluptuosa académica.

Michaela acaba de conocer a Irena. Me pregunta por ella.

Me sorprendo contándole a Michaela una historia que tiene más de doce años, la historia del nacimiento de Thomas, sobre mi experiencia de su alma.

«Thomas nació muy prematuro. No llegaba al kilo y medio…»

Me había puesto una bata, me había frotado las manos y los brazos hasta los codos, e Irena me había llevado a verle. Vi algo que sólo puedo llamar un alma, porque no era aún un ser, atrapada en ese cuerpo casi transparente. Nunca he estado tan cerca de una prueba tan palpable del espíritu, tan cerca del molusco casi invisible cuyos ojos muestran en las fotos la mancha leve de un alma. Sin aliento, la prueba se desvanecería instantáneamente. Thomas en su vientre de plástico cristalino, apenas más grande que una mano.

Michaela ha estado mirando al suelo. El pelo, brillante y espeso, con la raya al lado, le cubre la cara.

Ahora levanta la mirada. De pronto me da vergüenza haber hablado tanto.

Entonces dice: «No sé lo que es el alma. Pero me imagino que, en cierto sentido, nuestros cuerpos rodean lo que siempre ha sido».

Juntos en la acera invernal, en la blanca oscuridad. Sé todavía menos que la luz de una lámpara en una ventana, que al menos sabe derramarse hacia la calle y encender el anhelo del que espera.

El pelo y el sombrero le dibujan un círculo en tomo a la cara callada. Es joven. Nos separan veinticinco años. Mirándola siento un pesar tan puro, una tristeza tan limpia que es casi como la felicidad. Su sombrero, la nieve, me recuerdan al poema de Ajmátova en el que, en dos versos, la poetisa agita el puño y luego cierra las manos para orar: «Llegas con muchos años de retraso, / qué alegría me da verte».

El invierno es una cueva salina. La nieve ha dejado de caer y hace mucho frío. Un frío espectacular, penetrante. La calle se ha quedado en silencio, un teatro de blancura, golpes de aire como olas heladas. Cristales que centellean bajo las farolas.

Señala sus botas muy poco prácticas, «zapatitos de fiesta», y entonces noto su pequeño guante de cuero alrededor del brazo.

Michaela vive encima de un banco. Su piso es una celda monástica con un orden sensual. Me he internado en un mundo antiguo; los detalles de un sueño.

Revistas —
Nature
,
Arqueology
,
The Conservator
— y pilas de libros —novelas, historia del arte, cuentos para niños— en difícil equilibrio en el suelo cerca del sofá. Zapatos tirados en mitad del cuarto; un chal sobre la mesa. Los cachivaches de la hibernación.

Las habitaciones desordenadas respiran apagadas bajo una luz leve. Las telas oscuras y otoñales, las alfombras y los muebles pesados, una pared de pequeñas fotografías enmarcadas, una lámpara de niño con forma de caballo —todo parece estar desafiando el estricto mundo de la contabilidad del banco en el piso inferior.

Soy un ladrón que ha entrado por la ventana y se queda helado por la sensación de haber llegado a casa. Qué imposible es; qué suerte.

Espero a que Michaela vuelva con el té. Siento el malestar de la habitación cálida, la paz de la nevada impoluta. Las habitaciones abarrotadas de Michaela han formulado un sortilegio. Formo parte ya de esta tiniebla pintada por Rembrandt.

Vuelve con una bandeja que coloca en la mesita baja del salón; una tetera de plata, vasos con los bordes plateados. Descalza, ahora con calcetines gruesos, parece todavía más joven. Ahora vislumbro en la cara de Michaela la bondad de Beatriz de Luna, el ángel marrano de Ferrara, que reclamó su fe y dio refugio a otros exiliados de la Inquisición… En la cara de Michaela, la lealtad de generaciones, quizá la devoción de cien mujeres de Kiev por cien maridos fieles, incontables noches bajo las sábanas en habitaciones mal ventiladas, discutiendo problemas familiares; mil intimidades, sueños de tierras lejanas, primeras noches de amor, noches de amor después de largos años de matrimonio. En los ojos de Michaela diez generaciones de historia, en el pelo los aromas de los pinos y las praderas, sus brazos fríos y suaves llevando agua de manantiales…

«¿Té?», pregunta, empujando los periódicos a la alfombra, abriendo un claro.

Hace una pausa en medio de una historia familiar; ahora es ella la que se siente incómoda por haber hablado demasiado. Sobre sus padres, «como embajadas» —con tierra rusa y española bajo los pies— sentados en su salón de Montreal. Sobre su abuela, que le contaba a Michaela historias de su vida que en realidad eran ficticias, bien porque deseaba que Michaela la recordara de determinada manera o bien porque deseaba, ella misma, creer en las fantasías que había alimentado durante más tiempo. Su abuela describía una casa inmensa en San Petersburgo, los detalles del ornato de los muebles, la ebanistería labrada, hasta las personalidades de los distintos criados. Cortinajes en verde y dorado, vestidos de terciopelo en color vino y negro. Pero sobre todo insistía en la educación que había recibido, contándole a Michaela que había sido estudiante, profesora, que había escrito para un periódico.

Michaela me ofrece sus antepasados. El hambre que tengo de sus recuerdos me deja atónito. El amor se alimenta de la proteína del detalle, sorbe los hechos hasta la médula de los huesos; de la misma manera que no existe generalidad en el cuerpo, con cada particular hablando al mismo tiempo hasta que se produce un griterío tal…

Estoy echado hacia delante en el sofá, ella está sentada en el suelo, tenemos la mesita entre los dos.

Sólo escucharla parece la absolución. Pero sé que si me toca mi vergüenza quedará expuesta, podrá ver mi fealdad, mi pelo ralo, unos dientes que no son míos. Verá en mi cuerpo las cosas terribles que me han marcado.

Un último escalofrío de extrañamiento, un último destello de miedo antes de que el deseo introduzca su hoja en mí, hasta la empuñadura. Despellejado vivo. Mi mano alcanza la suya e instantáneamente sé que he cometido un error. Soy demasiado viejo para ella. Demasiado viejo.

Ahora, aunque es imposible —¿puede ser sin lástima?— coloca su mejilla —melocotón cálido al sol— contra la palma fría de mi mano.

Empiezo a trazar cada línea, sus longitudes y sus formas, y de pronto me doy cuenta de que está absolutamente quieta, con los puños muy cerrados, y me horroriza mi propia estupidez: mi deseo la humilla. Demasiados años entre los dos. Después me doy cuenta de que está totalmente concentrada, paralizada bajo mi lengua, de que me está dando la disparatada licencia de vagar por su superficie. Es sólo después de que la explore así, tan despacio, como un animal señalando las fronteras de su territorio, cuando ella rompe a tocarme.

Me paraliza la cueva que forma su pelo. Entonces mis manos se acercan a tocar su cintura delgada y sé repentinamente cómo se agacharía después de una ducha, retorciéndose el pelo en un turbante mojado, siento la forma que crearía su espalda, inclinándose. Oigo su voz baja —largas frases de música y quietud como un remo en su arco, en equilibrio sobre el agua, goteando plata. Oigo su voz pero no sus palabras, tan suaves; tengo el sonido de su cuerpo entero en los oídos. En lugar de los muertos inhalando mi aliento por su proximidad, es el zumbido del cuerpo de Michaela lo que me resulta ensordecedor, la conducción eléctrica de la sangre, hilos azules debajo de su piel. Cables de tendones; los bosques de huesos en las muñecas y en los pies. Cada vez que deja de hablar, en cada larga pausa, aumento la fuerza con que la sujeto. Noto cómo poco a poco empieza a pesar más. Qué hermosa la sangre tirando hacia la confianza, el peso cálido de quien duerme internándose en su órbita, acercándose a mí, aromática, pesada y quieta como manzanas en un cuenco. No es la quietud de algo roto, sino la del descanso.

Se está haciendo de día cuando Michaela se desviste, deliberada, oníricamente. Su ropa se disuelve.

Incluso las moléculas libres de los objetos de la habitación parecen de pronto palpables. Después de muchos años, en cualquier momento, nuestros cuerpos están preparados para recordarnos.

Se tumba sobre mí, la silla de montar de la pelvis, la curva del cráneo, fémures y peronés, el sacro y el esternón. Noto los arcos de sus costillas, cada respiración inunda de sangre los cartílagos de sus orejas y de sus pies.

Pero no hay rastro de muerte en la piel de Michaela. Mientras duerme veo en su desnudez lo invisible manifiesto, inundando su superficie. Veo el pelo húmedo de mi amada pegado a la frente, la mancha del amor como sal sobre la tripa, la cadera que punza la superficie de la piel, la complejidad del aliento. Veo los músculos que resaltan sus pantorrillas, firmes como peras verdes. Veo que volverá a abrir los ojos y me abrazará.

Es tarde, casi pasado el mediodía cuando me dice, aunque puedo haberlo soñado, aunque es precisamente algo que Michaela podría preguntar: ¿Tienes hambre? No… Entonces quizá deberíamos comer algo para que el hambre no nos parezca, ni por un momento, la sensación más poderosa…

Las manos de Michaela por encima de su cabeza; acaricio la zona frágil del interior de los brazos, suaves y tersos. Está llorando. Lo ha escuchado todo —su corazón un oído, su piel un oído. Michaela está llorando por Bella.

La luz y el calor de sus lágrimas me penetran los huesos.

La felicidad de ser reconocido y la puñalada de la pérdida: reconocido por primera vez.

Cuando por fin me duermo, el primer sueño de mi vida, sueño con Michaela —joven, tersa y fulgente como el mármol, azucarada y húmeda con la luz del sol. Siento cómo el sol se derrite sobre mi piel. Bella se sienta en el borde de la cama y le pide a Michaela que describa el tacto de la colcha bajo sus piernas desnudas, «porque, verás, ahora estoy sin cuerpo…». En mi sueño, las lágrimas recorren el rostro de Michaela. Me despierto como si me hubieran desenterrado del sueño y levantado al mundo, un agotamiento flotante. Me duelen los músculos de estirarme hacia su interior mientras estoy echado en la cama, cruzada por un rayo de sol.

Cada célula de mi cuerpo ha quedado sustituida, bañada en paz.

Ella duerme, con mi cara contra su espalda, sus pechos se me derraman de las manos. Duerme profundamente como una corredora que acabase de salir del Cañón de Samaria, que durante días sólo ha oído su propia respiración. Me desvanezco y despierto con la boca sobre su tripa o en la curva de su espalda, el sueño me ha traído a casa, al interior de ella, sus pechos son de arcilla suave, semillas duras, doloridas.

Cada noche sana los huecos que hay entre nosotros hasta que nos une la cicatriz de los sueños. Mi desolación expira en el aliento de la oscuridad.

Nuestra unión es tan inesperada, tan accidental como la misma Salónica antigua, que fue en tiempos una ciudad de español castellano, de griego, de turco, de búlgaro. Donde antes de la guerra aún se podía oír a los muecines convocando a los fieles desde los minaretes por toda la ciudad, mientras sonaban las campanas de las iglesias y el muelle se quedaba en silencio los viernes por la tarde por el Sabbath judío. Donde las calles estaban abarrotadas de turbantes, velos, kippahs y los altos sikkes de los Mevlevis, los derviches giradores. Donde sesenta minaretes y treinta sinagogas rodeaban el semahane, el recinto donde los derviches giraban sobre sus ejes invisibles, santificados, bendiciones extraídas del cielo a través de los brazos, traídas a la tierra a través de las piernas…

Agarro sus brazos, entierro el cerebro en el perfume de sus muñecas. Pulseras de aroma.

Que un cuerpo tan pequeño haya podido salvarme…

Al otro lado de la ciudad, al otro lado de cien jardines lechosos, duerme Michaela.

Apenas si he apoyado la cabeza cuando oigo a Yosha y a Thomas caminar pesadamente por el pasillo, y sus susurros teatrales al otro lado de la puerta. Estoy impregnado del olor de Michaela, lo tengo en el pelo. Noto la tela áspera del sofá contra la cara. Me siento pesado por la falta de sueño, por Michaela, por las voces de los chicos. Sombras de luz temprana crean franjas en las gruesas cortinas.

Qué es lo que le has hecho al tiempo

Escucho los sonidos de la preparación del desayuno, sonidos que duelen. Escucho a Yosha, cada nota aprendiéndose el aire. Labios de gravedad me empujan hacia la tierra. Lluvia helada se adhiere a la nieve recién caída, plata y blanco. En el sofá de Maurice, los juncos se enredan a lo largo de la orilla del río, la lluvia de primavera cae con fuerza en artesas de hojalata, la habitación está sumergida en el clima. Cada sonido es tacto. La lluvia sobre los hombros desnudos de Michaela. Tanto verde, que vamos a pensar que tenemos algún problema en los ojos. Ninguna señal se da por sentada. Otra vez, otra vez por vez primera.

En la fiesta de Maurice donde conocí a Michaela había un pintor, un polaco de Danzig que nació diez años antes de la guerra. Hablamos durante mucho rato.

—Llevo toda la vida —me dijo— preguntándome una cosa: ¿cómo puedes odiar todo aquello de lo que surges pero no odiarte a ti mismo?

Me contó que el año anterior había comprado tubos de pintura amarilla, todos los tonos del amarillo más intenso, pero no había sido capaz de utilizarlos. Seguía pintando en los mismos tonos oscuros, ocres y marrones.

La serenidad de un dormitorio en invierno; la calle silente, salvo por los arañazos de una pala en la acera, un sonido que parece congregar el silencio en su torno. La primera mañana que desperté con Michaela —con la cabeza en la curva de su espalda, sus talones como dos islas bajo la manta— supe que ésta era mi primera experiencia del color amarillo.

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