Authors: Michel Houellebecq
Michel, parisino, cuarentón, funcionario en un ministerio. Incapaz de experimentar ninguna emoción. Después de la muerte de su padre decide partir: unas vacaciones en Tailandia. En el oasis del turismo sexual, Michel vive un encuentro imprevisto: conoce a Valérie, directiva de Nouvelles Frontières. Ese encuentro será excepcional para Michel, ya que Valérie es capaz de sentir placer. De vuelta en París, Michel emprende, junto a ella y un amigo, una aventura empresarial: crean una red mundial de colonias turísticas en las que el sexo se practique libremente. La iniciativa conoce un éxito inmediato. Pero poco después la tragedia se precipita. Una novela que, al poner en su punto de mira el cinismo erótico de la sociedad de consumo, ha conmocionado a Francia.
Michel Houellebecq
Plataforma
ePUB v1.1
gercachifo02.08.12
Traducido por Encarna Castejón
Editorial Anagrama, Barcelona, 2002
Título original: Plateforme
Flammarion, Paris, 2001
ISBN 9788433969729
Cuanto más infame es la vida,
más la valora el hombre
y entonces es una protesta,
una venganza de todos los instantes.
HONORÉ DE BALZAC
Trópico tailandés
Mi padre murió hace un año. No creo en esa teoría según la cual nos convertimos en
verdaderos adultos
cuando mueren nuestros padres; nadie llega a ser nunca un
verdadero adulto.
Delante del ataúd del viejo, me vinieron a la cabeza ideas desagradables. El muy cabrón había disfrutado de la vida; se las había apañado de puta madre. «Tuviste críos, imbécil...», me dije con mucho ardor. «Metiste esa gran polla en el coño de mi madre.» En fin, yo estaba un poco tenso, no lo dudo; a uno no se le muere alguien de la familia todos los días. Me había negado a ver el cadáver. Tengo cuarenta años, y ya he visto algunos cadáveres; ahora prefiero evitarlo. Por eso nunca he comprado un animal doméstico.
Tampoco me he casado. He tenido la oportunidad, varias veces; pero siempre he rehusado. Sin embargo, me gustan las mujeres. Me arrepiento un poco del celibato de mi vida. Me molesta en vacaciones, sobre todo. La gente desconfía de los hombres que a partir de cierta edad se van solos de vacaciones; creen que son muy egoístas y probablemente un poco viciosos; no puedo decir que se equivoquen.
Después del entierro, volví a la casa donde mi padre había vivido sus últimos años. Habían descubierto el cuerpo una semana antes. Ya se había acumulado un poco de polvo en los muebles y en los rincones de las habitaciones; vi una telaraña en el vano de una ventana. Así que el tiempo, la entropía y todas esas cosas se estaban apoderando del lugar. El frigorífico estaba vacío. En los armarios de la cocina había, sobre todo, bandejas individuales de comida preparada Weight Watchers, frascos de proteínas aromatizadas, barritas energéticas. Deambulé por las habitaciones de la planta baja mordisqueando una galleta de magnesio. Hice un poco de bicicleta estática en el cuarto de la caldera. A sus setenta años cumplidos, mi padre estaba en una forma física muy superior a la mía. Hacía una hora de gimnasia intensiva todos los días, varios largos de piscina dos veces por semana. Los fines de semana jugaba al tenis y hacía ciclismo con gente de su edad; me encontré con algunos de sus compañeros en el tanatorio. «¡Tiraba de todos los demás!...», exclamó un ginecólogo. «Tenía diez años más que nosotros, y en una cuesta de dos kilómetros nos sacaba un minuto de ventaja.» Padre, padre, me dije yo, qué grande era tu vanidad. En el ángulo izquierdo de mi campo de visión veía un banco de ejercicios y unas pesas. Imaginé rápidamente a un cretino en pantalones cortos —con la cara arrugada, aunque por lo demás muy parecida a la mía— hinchando los pectorales con una energía sin esperanza. Padre, me dije, padre, construiste tu casa sobre arena. Seguía pedaleando, pero empezaba a quedarme sin aliento y los muslos me dolían un poco; sin embargo, sólo estaba en el nivel 1. Mientras repasaba la ceremonia en mi cabeza, era consciente de haber causado una excelente impresión general. Siempre voy perfectamente afeitado, tengo los hombros estrechos; a eso de los treinta empecé a tener un problema de calvicie y entonces decidí cortarme el pelo muy corto. Normalmente llevo trajes grises, corbatas discretas, y no tengo un aspecto muy alegre. Con mi pelo a cepillo, mis gafas delgadas y mi cara enfurruñada, inclinando ligeramente la cabeza para escuchar un
mix
de cantos funerarios cristianos, me sentía muy cómodo en aquella situación; mucho más que en una boda, por ejemplo. Decididamente, lo mío eran los entierros. Dejé de pedalear y tosí un poco. Alrededor, sobre las praderas, caía la noche. Junto a la estructura de cemento en la que estaba encastrada la caldera se veía una mancha parduzca que no habían limpiado del todo. Allí habían encontrado a mi padre, con el cráneo roto, en pantalón corto y una camiseta que decía I LOVE NEW YORK. Según el médico forense, llevaba tres días muerto. En último extremo, se podía pensar en un accidente; habría podido resbalar sobre un charco de aceite o algo así. Dicho esto, la verdad es que el suelo de la habitación estaba completamente seco; y el cráneo estaba roto en distintos sitios, incluso un poco de cerebro había llegado a desparramarse por el suelo; parecía más verosímil concluir que se trataba de un crimen. El capitán Chaumont, de la comisaría de Cherbourg, tenía que pasar a verme aquella tarde.
Al volver al salón encendí el televisor, un Sony 16/9 con pantalla de 82 cm, dolby surround y lector de DVD integrado. En TF1 daban un episodio de
Xena, la princesa guerrera
, uno de mis folletines preferidos; dos mujeres muy musculosas, vestidas con sujetadores metálicos y minifaldas de piel, se desafiaban con sus sables. «¡Tu reinado ha durado demasiado, Tagratha!», exclamaba la rubia. «¡Soy Xena, la guerrera de las llanuras del Oeste!» Llamaron a la puerta, y bajé el volumen.
Fuera había caído la noche. El viento agitaba suavemente las ramas chorreantes de lluvia. En la entrada había una chica de unos veinticinco años, de tipo norteafricano.
—Me llamo Aicha —dijo—. Limpiaba la casa del señor Renault dos veces por semana. Vengo a recoger mis cosas.
—Ah, sí... —dije—. Ah, sí... —Hice un gesto que quiso ser de bienvenida; una especie de gesto. Ella entró y le echó una rápida mirada a la pantalla del televisor: las dos guerreras estaban luchando cuerpo a cuerpo, justo al lado de un volcán; supongo que el espectáculo podía tener su lado excitante para algunas lesbianas.
—No quiero molestarle —dijo Aicha—, sólo serán cinco minutos.
—No me molesta —dije—. De hecho, nada me molesta.
Ella asintió con la cabeza como si lo entendiera, detuvo la mirada un momento en mi cara; seguramente estaba evaluando el parecido físico entre mi padre y yo, y quizás infería un grado de semejanza moral. Tras unos segundos de examen se dio la vuelta y subió la escalera que llevaba a los dormitorios.
—No se dé prisa —dije con voz ahogada—, tómese el tiempo que le haga falta.
Ella no contestó, ni interrumpió el ascenso; lo más seguro es que ni siquiera me hubiera oído. Yo volví a sentarme en el sofá, agotado por la confrontación. Tendría que haberle dicho que se quitara el abrigo; es lo que uno le propone normalmente a la gente, que se quite el abrigo. Entonces me di cuenta de que hacía un frío terrible en la habitación; un frío húmedo y penetrante, un frío de bodega. No sabía encender la caldera, no tenía ganas de intentarlo, mi padre estaba muerto y tendría que haberme ido enseguida. Pasé a FR3 justo a tiempo para ver la última fase de
Preguntas a un campeón
. En el momento en que Nadége, de Val-Fourré, le anunciaba a Julien Lepré que iba a jugarse el título por tercera vez, Aicha apareció en la escalera; llevaba al hombro una bolsa de viaje que parecía bastante ligera. Apagué el televisor y me dirigí rápidamente hacia ella.
—Siempre he admirado mucho a Julien Lepers —le dije—. Incluso si no conoce la ciudad o el pueblo donde ha nacido el candidato, siempre tiene una palabra sobre el departamento o la minirregión; siempre sabe algo del clima y de las bellezas naturales del lugar. Y, sobre todo, sabe algo de la vida: para él, los candidatos son seres humanos, conoce sus dificultades y sus alegrías. Nada de lo que constituye la realidad humana de los candidatos le parece completamente ajeno u hostil. Sea como sea el candidato, logra hacerle hablar de su familia, de sus aficiones... , en fin, de todo lo que a sus ojos constituye una vida. Los candidatos suelen participar en una charanga, una coral, organizan una fiesta local, o se dedican a una causa humanitaria. Sus hijos suelen estar en la sala. Por lo general, uno saca del programa la impresión de que la gente es feliz, y uno también se siente mejor y más feliz. ¿No le parece?
Ella me miró sin sonreír; llevaba el pelo recogido en un moño, la cara poco maquillada, una ropa tirando a sobria; una chica seria. Dudó unos segundos antes de decir en voz baja, un poco ronca por culpa de la timidez:
—Me gustaba su padre.
No se me ocurrió nada que contestarle; me pareció raro, pero al fin y al cabo posible. El viejo debía de tener historias que contar: había viajado a Colombia, a Kenia yanosé dónde más; había observado a los rinocerontes con prismáticos. Cada vez que nos veíamos, se limitaba a ironizar sobre mi puesto de funcionario, sobre la seguridad que me proporcionaba. «Te lo has montado bien...», repetía, sin disimular su desprecio; en las familias, las cosas siempre son un poquitín difíciles.
—Estudio para enfermera —continuó Aicha—, pero como me he ido de casa de mis padres, tengo que limpiar pisos.
Me devané los sesos para encontrar una respuesta apropiada; ¿debería haberle preguntado sobre los precios de los alquileres en Cherbourg? Al final opté por un «Aja... » con el que intenté comunicar cierta comprensión de la vida. Pareció bastarle, y se dirigió a la puerta. Pegué la cara a la ventana para ver cómo su Volkswagen Polo daba media vuelta en el camino fangoso. En FR3 había una película rural que debía de desarrollarse en el siglo XIX, con Cheky Karyo en el papel de un agricultor. Entre dos lecciones de piano, la hija del propietario —interpretado por Jean-Pierre Marielle— se permitía algunas familiaridades con el campesino seductor. Sus abrazos tenían lugar en un establo; me quedé dormido en el momento en que Cheky Karyo le arrancaba enérgicamente los calzones de organza. Lo último de lo que tuve conciencia fue un plano a corte donde se veía un grupito de cerdos.
Me despertaron el dolor y el frío; seguramente me había quedado dormido en una mala postura, tenía las vértebras cervicales paralizadas. Al levantarme tosí con violencia, y mi aliento llenó de vapor el aire helado de la habitación. Curiosamente, en la televisión daban
La pesca
, un programa de TF1; así que tenía que haberme despertado, o por lo menos haber llegado a un nivel de conciencia suficiente para apretar el mando a distancia; pero no lo recordaba en absoluto. El programa nocturno estaba dedicado a los siluros, peces gigantescos desprovistos de escamas, que a consecuencia del calentamiento del clima se encontraban cada vez más a menudo en los ríos franceses; les gustaban, sobre todo, las cercanías de las centrales nucleares. El reportaje intentaba arrojar luz sobre algunos mitos: era verdad que los siluros adultos llegan a medir entre tres y cuatro metros; en el Dróme se habían visto ejemplares de hasta cinco metros; no había nada inverosímil en todo aquello. Por el contrario, era imposible que estos peces manifestaran un comportamiento agresivo, o que atacasen a los bañistas. La sospecha popular que rodeaba a los siluros parecía contagiar, de alguna manera, a los que se dedicaban a pescarlos; el pequeño gremio de pescadores de siluros no estaba muy bien visto en el seno de la gran familia de los pescadores. Los primeros sufrían por ello, y querían aprovechar el programa para corregir aquella imagen negativa. Cierto que no podían apoyarse en razones gastronómicas: la carne de siluro era rigurosamente incomestible. Pero se trataba de una pesca magnífica, inteligente y deportiva a la vez, que tenía algunas analogías con la del lucio, y que merecería más adeptos. Di unos pasos por la habitación sin conseguir calentarme; no soportaba la idea de acostarme en la cama de mi padre. Al final subí a buscar almohadas y mantas y, mal que bien, me instalé en el sofá. Apagué la tele justo después del documental
La desmitificación del siluro
. La noche era opaca; también el silencio.