Authors: Michel Houellebecq
Me despertó un peso en el hombro y un aliento tibio. Enderecé a mi vecino de la izquierda sin muchos miramientos: lanzó un gruñido suave, pero no abrió los ojos. Era un tipo alto de unos treinta años, con el pelo castaño claro cortado en forma de tazón; no parecía ni muy antipático ni muy listo. De hecho, despertaba bastante ternura, envuelto en la manta azul pálido de la compañía, con sus grandes manos de obrero en las rodillas. Cogí el libro de bolsillo que se le había caído a los pies: un best-seller anglosajón y coñazo de un tal Frederic Forsyth. Yo ya había leído un libro de aquel imbécil: insistía en rendir homenaje a Margaret Thatcher y estaba plagado de evocaciones absurdas de la URSS,
imperio del mal
. Me pregunté cómo se las arreglaba tras la caída del muro de Berlín. Hojeé su nueva obra: parecía que esta vez los malos eran los anarcofascistas y otros nacionalistas serbios; eso sí que era estar al corriente de la actualidad. En cuanto a su héroe favorito, el fastidioso Jason Monk, volvía al servicio activo en la CIA, que en este caso se había aliado con la mafia chechena. ¡Menuda moralidad la de los autores de best-sellers anglosajones!, me dije, dejando el libro en las rodillas de mi vecino. La página estaba marcada por una hoja doblada en tres, la convocatoria de Nouvelles Fron-tiéres: así que acababa de conocer a mi primer compañero de viaje. Un chico estupendo, estaba seguro; desde luego mucho menos egocéntrico y neurótico que yo. Le eché una ojeada a la pantalla donde aparecían los datos sobre el desarrollo del vuelo: probablemente ya habíamos dejado atrás Chechenia, si es que la habíamos sobrevolado; la temperatura exterior era de -53°, la altitud de 10.143 metros, la hora local las 00.27. Entonces apareció un mapa: estábamos entrando en el espacio aéreo de Afganistán. Desde luego, por las ventanillas sólo se veía la más completa oscuridad. De todas formas, los talibanes estarían acostados, rehogándose en su propia mierda. «Buenas noches, talibanes, buenas noches... Que tengáis dulces sueños...», murmuré antes de tomarme el segundo somnífero.
El avión aterrizó a eso de las cinco de la madrugada en el aeropuerto de Don Muang. Me desperté con dificultad. Mi vecino de la izquierda ya estaba levantado y piafaba en la fila de espera para salir del aparato. Lo perdí rápidamente de vista en el pasillo que llevaba al vestíbulo de llegadas. Yo tenía las piernas de trapo, la boca estropajosa; los oídos me zumbaban con violencia.
En cuanto atravesé las puertas automáticas, el calor me envolvió como una boca. 35° por lo menos. Lo que tiene de especial el calor de Bangkok es que en cierto modo es
grasiento
, seguramente a causa de la polución; después de una larga estancia en el exterior, a uno siempre le sorprende no encontrarse cubierto de una fina capa de residuos industriales. A mi respiración le costó unos treinta segundos adaptarse. Intenté no alejarme mucho de la guía tailandesa, a la que sólo había visto el tiempo suficiente para pensar que parecía reservada y bien educada; pero muchas tailandesas causan el mismo efecto. La mochila me estaba aserrando los hombros; era una Lowe Pro Himalaya Trekking, el modelo más caro que había encontrado en Le Vieux Campeur; tenía una garantía de por vida. Era un objeto impresionante, gris acero, con mosquetones, cerraduras de velero especiales —patente registrada por la compañía— y cremalleras que podían funcionar a una temperatura de —65°. Desgraciadamente, su contenido era bastante limitado: unas cuantas camisetas, pantalones cortos, un bañador, zapatillas especiales para andar sobre los corales (125 F en Le Vieux Campeur), una bolsa de aseo con los medicamentos que la
Guía del Trotamundos
consideraba indispensables, una cámara de vídeo JVC HRD—9600 MS con sus pilas y sus cintas de recambio, y dos best-sellers norteamericanos que había comprado un poco al azar en el aeropuerto.
El transporte de Nouvelles Frontières estaba aparcado a unos cien metros. En el interior del potente vehículo —un Mercedes M—800 de 64 plazas—, el aire acondicionado estaba al máximo, uno tenía la impresión de entrar en un congelador. Me senté junto a una ventanilla en mitad del vehículo, a la izquierda; conté confusamente una decena de pasajeros, entre ellos mi vecino de vuelo. Nadie se sentó a mi lado. Estaba claro que ya había echado a perder mi primera oportunidad de integrarme en el grupo; y si quería coger un buen resfriado, no podía haber empezado mejor.
Todavía no había amanecido, pero ya había un tráfico muy denso en la autopista de seis carriles que llevaba al centro de Bangkok. Pasábamos, alternativamente, junto a edificios de acero y de vidrio, y de vez en cuando dejábamos atrás una inmensa construcción de cemento que recordaba la arquitectura soviética. Sedes sociales de bancos, de grandes hoteles, de compañías de electrónica, sobre todo japonesas.
Tras la salida de Chatuchak, la autopista se elevaba sobre las vías radiales que rodeaban el corazón de la ciudad. Entre los edificios iluminados de los hoteles se empezaban a distinguir grupos de casas pequeñas, con techos de chapa, en medio de descampados. Puestos ambulantes, iluminados con neones, servían sopa y arroz; las ollas de hojalata humeaban. El autobus redujo ligeramente la velocidad para coger la salida de New Petchaburi Road. Durante un momento vimos los contornos fantasmagóricos de un escalextric, cuyas espirales de asfalto parecían suspendidas en mitad del cielo, iluminadas por baterías de proyectores de aeropuerto; después de una larga curva, el autobús volvió al carril rápido.
El Bangkok Palace Hotel pertenecía a una cadena muy semejante a la de los hoteles Mercure, equivalente en cuanto a calidad de alojamiento y cocina; cosa de la que me enteré gracias a un folleto que cogí en el vestíbulo, mientras esperaba a que la situación se aclarase. Eran las seis de la mañana pasadas —medianoche en París, pensé sin el menor motivo— pero ya había mucha animación, el comedor del desayuno acababa de abrir. Me senté en una banqueta; estaba aturdido, seguía teniendo un violento zumbido de oídos y me empezaba a doler el estómago. Conseguí reconocer a algunos miembros del grupo por su actitud de espera. Había dos chicas de unos veinticinco años, del tipo guapa y boba —bastante bien hechas, por lo demás—, que paseaban por la sala una mirada de desprecio. Por el contrario, una pareja de jubilados —a él se le podía calificar de
vivaracho
, ella era más tristona— observaba maravillada la decoración interior del hotel, compuesta de espejos, dorados y lustres. Por lo general, durante las primeras horas de vida de un grupo sólo se observa una
sociabilidad fáctica
, caracterizada por el empleo de frases multiuso y un compromiso emocional limitado. Según Edmund y White, («Sightseeing tours: a sociological approach», Annals of Tourism Research, vol. 23,págs. 213—227, 1998) la constitución de los minigrupos sólo se descubre en el curso de la primera excursión, o a veces de la primera comida en común.
Me estremecí, a punto de desmayarme; encendí un cigarrillo para recuperarme: aquellos somníferos eran demasiado fuertes, me ponían enfermo; pero con los anteriores ya no conseguía dormirme: no veía la solución. Los jubilados giraban lentamente sobre sí mismos, me dio la impresión de que el hombre se daba ciertas ínfulas: en espera de una persona concreta con la que intercambiar una sonrisa, ambos obsequiaban al mundo exterior con una sonrisa potencial. Tenían que haber sido pequeños comerciantes en una vida anterior, era la única hipótesis. Uno a uno, los miembros del grupo se acercaban a la guía al oír su nombre, recogían la llave, subían a su habitación; en resumen, se dispersaban. La guía nos recordó, con una voz bien timbrada, que podíamos desayunar o descansar en nuestras habitaciones; lo que más nos apeteciera. En cualquier caso, la cita para visitar los
klongs
era en el vestíbulo, a las dos.
La ventana de mi habitación daba directamente al carril rápido. Eran las seis y media de la mañana. El tráfico era intenso, pero gracias al doble cristal sólo se filtraba un débil rumor. Ya habían apagado el alumbrado nocturno, el sol todavía no se reflejaba en el acero y el vidrio; a aquella hora del día, la ciudad era de color gris. Pedí al servicio de habitaciones un café doble, y para acompañarlo me tomé un Efferalgan, un Doliprane y una dosis doble de Oscillococcinum; después me acosté e intenté cerrar los ojos.
Formas indefinidas se movían con lentitud en un estrecho espacio; emitían un zumbido grave, tal vez eran máquinas de construcción, o insectos gigantes. Al fondo, un hombre armado de una pequeña cimitarra comprobaba con precaución lo afilado de la hoja; llevaba turbante y bombachos blancos. De repente, la atmósfera se volvió roja y pegajosa, casi líquida; por las gotitas de condensación que se formaban delante de mis ojos, me di cuenta de que un cristal me separaba de la escena. El hombre estaba ahora en el suelo; una fuerza invisible lo mantenía inmovilizado. Las máquinas lo habían rodeado; había varias excavadoras y un pequeño bulldozer con ruedas de oruga. Las excavadoras levantaron sus brazos articulados y los dejaron caer al unísono sobre el hombre, cortándolo en siete u ocho pedazos; sin embargo, la cabeza parecía seguir animada por una vitalidad demoníaca, una sonrisa maligna continuaba iluminando el rostro barbudo. El bulldozer avanzó a su vez y la cabeza del hombre reventó como un huevo; un chorro de cerebro y de huesos triturados se estrelló contra el cristal, a unos centímetros de mi cara.
En resumen, el turismo como búsqueda de sentido, con la sociabilidad lúdica que favorece y las imágenes que genera, es un dispositivo de comprensión gradual, codificada y no traumatizante del exterior y de la alteridad.
RACHID AMIROU
Me desperté a eso del mediodía, el aire acondicionado emitía un zumbido grave; me dolía un poco menos la cabeza. Acostado de través en la cama
king size
, pensé en el desarrollo del circuito y en lo que estaba en juego. El grupo, hasta entonces informe, iba a transformarse en una comunidad viva; esa misma tarde tendría que tomar posiciones, y en ese mismo momento tenía que elegir un pantalón corto para el paseo por los
klongs
. Me decidí por un modelo no demasiado corto, de tela azul vaquero, no muy ajustado, y lo completé con una camiseta de Radiohead; después metí unas cuantas cosas en una mochila. Me miré con disgusto en el espejo del cuarto de baño: mi cara crispada de burócrata se daba de tortas con el conjunto; parecía exactamente lo que era: un funcionario cuarentón que intentaba disfrazarse de joven durante las vacaciones; era desolador. Me acerqué a la ventana y abrí las cortinas de par en par. Desde el piso 27, el espectáculo era extraordinario. A la izquierda, la masa imponente del hotel Mariott se erguía como un acantilado de creta, con oscuras estrías horizontales formadas por las hileras de ventanas medio ocultas detrás de los balcones. La luz cenital del sol subrayaba con violencia planos y aristas. Justo enfrente, los reflejos se multiplicaban hasta el infinito en una compleja estructura de pirámides y conos de vidrio azulado. En el horizonte, los gigantescos cubos de hormigón del Grand Plaza President se superponían como los niveles de una pirámide escalonada. A la derecha, coronando la superficie vibrante y verde del Lumphini Park, se veían las torres angulares del Dusit Thani, como una ciudadela de color ocre. El cielo era de un azul absoluto. Me bebí despacio una Singha Gold, meditando sobre la noción de irremediable.
Abajo, la guía hizo una especie de llamamiento para distribuir los
cupones de desayuno
. Así me enteré de que las dos tontitas se llamaban Babette y Léa. Babette tenía el pelo rubio y rizado, bueno, no rizado natural, más bien
ondulado
; tenía bonitos pechos, la muy guarra, bien visibles bajo el blusón transparente: un estampado étnico de Trois Suisses, probablemente. El pantalón, de la misma tela, también era transparente: se veía claramente el encaje blanco de las bragas. Léa, muy morena, era más filiforme; lo compensaba gracias a un bonito arqueo de las nalgas, bien marcadas por el pantalón ciclista negro, y a un pecho agresivo que se disparaba bajo un sujetador amarillo canario. Un minúsculo diamante le adornaba el estrecho ombligo. Miré atentamente a las dos putillas, a fin de olvidarlas para siempre jamás.
El reparto de cupones continuaba. La guía, Sôn, llamaba a todos los participantes por su nombre; me ponía enfermo.
Eramos adultos, joder. Tuve un momento de esperanza cuando llamó a los mayores «señor y señora Lobligeois»; pero añadió de inmediato, con una sonrisa deslumbrante: «Josette y René».
[2]
Poco probable, y sin embargo cierto. «Me llamo René», confirmó el jubilado sin dirigirse a nadie en particular.
«No por casualidad…», refunfuñé por lo bajo. Su mujer le echó una mirada cansada, del tipo «cállate, René, estás fastidiando a la gente». De pronto me di cuenta de a quién me recordaba: al personaje de Monsieur Plus en los anuncios de Bahlsen.
[3]
A lo mejor era él. Interrogué directamente a su mujer: ¿habían interpretado alguna vez, como actores, personajes secundarios? Oh, no, me contestó ella, tenían una charcutería.
Ah, sí, eso también encajaba. Así que aquel alegre muchacho había sido charcutero (en Clamart, precisó su mujer); había hecho alarde de sus piruetas y ocurrencias en un establecimiento modesto, dedicado a la alimentación de los humildes.
Había otras dos parejas, más imprecisas, que parecían unidas por una oscura fraternidad. ¿Habrían hecho otros viajes juntos? ¿Se habían conocido en torno a un desayuno?
En aquella fase del viaje, todo era posible. La primera pareja era la más desagradable. El hombre se parecía un poco a Antoine Waechter
[4]
de joven, si es que eso es imaginable, pero con el pelo más castaño y una barba bien recortada; a fin de cuentas no se parecía tanto a Antoine Waechter, sino más bien a Robin de los Bosques, con un toque suizo o, mejor, jurásico. Bueno, a decir verdad no se parecía mucho a nada, pero desde luego tenía pinta de imbécil. Por no hablar de su mujer, con pantalones de peto, seria, buena ama de cría. Seguro que estos seres ya se han reproducido, pensé; habrían dejado al niño con los abuelos, en Lons-le-Saulnier. La segunda pareja, más mayor, no daba una impresión de serenidad tan profunda. El hombre, delgado, con bigote y nervioso, me dijo que era naturópata; ante mi ignorancia, precisó que cuidaba la salud de la gente con ayuda de las plantas o de otros medios naturales si era posible. Su mujer, seca y menuda, trabajaba en el sector social, en la reinserción de no sé qué alsacianos que habían cometido un primer delito; daba la impresión de que ninguno de los dos había follado en treinta años. El hombre parecía dispuesto a hablar conmigo sobre las virtudes de la medicina natural; pero, un poco aturdido por este primer intercambio, yo fui a sentarme en una banqueta cercana. Desde allí veía mal a los últimos tres participantes; me los tapaba un poco la pareja de charcuteros. Una especie de toro cincuentón, llamado Robert, con una expresión extrañamente dura; una mujer de la misma edad, con el pelo negro y rizado enmarcando un rostro maligno, sagaz y fofo a la vez, que se llamaba Josiane, y para terminar una mujer más joven, casi borrosa, de apenas unos veintisiete años, que seguía a Josiane con una actitud de sumisión canina y que se llamaba Valérie. Bueno, ya tendría ocasión de verlos un poco mejor; de verlos mucho mejor, me dije con humor sombrío mientras andaba hacia el autobús.