Authors: Michel Houellebecq
Cuando estaba a punto de marcharse, me di cuenta de que yo no había dicho una sola palabra; no se me ocurría absolutamente nada que decirle. Era consciente de que algo no iba bien, pero se trataba de una sensación vaga, difícil de formular. Pensaba que era mejor callarme, en espera de que toda aquella gente que me rodeaba saliera de su error; sólo era un mal momento que ya pasaría.
Antes de marcharse Jean-Yves me miró a los ojos, y luego meneó la cabeza con desaliento. Según me contaron después, parece que yo hablaba mucho, en realidad sin parar, en cuanto me quedaba solo en la habitación; pero me volvía mudo en cuanto entraba alguien.
Unos días más tarde nos trasladaron al Bumrungrad Hospital en un avión ambulancia. No entendí muy bien los motivos del traslado; creo que sobre todo era para facilitar los interrogatorios de la policía. Lionel había muerto la víspera; al cruzar el pasillo vi su cadáver envuelto en una mortaja.
Los policías tailandeses llegaron acompañados por un agregado de embajada, que hacía el papel de intérprete; por desgracia, yo no tenía mucho que contarles. Lo que más parecía obsesionarles era descubrir si los terroristas eran de origen árabe o asiático. Comprendía su preocupación, era importante saber si una red terrorista internacional se había establecido en Tailandia o si se trataba de separatistas malayos; pero sólo pude repetirles que todo había ocurrido muy deprisa, que sólo había visto unas siluetas; podían haber sido malayos.
Luego llegaron unos norteamericanos, que según creo eran de la CIA. Se expresaban con brutalidad, en un tono desagradable; daba la impresión de que hasta yo era sospechoso. Como no creyeron necesario ir con intérprete, se me escapó gran parte del sentido de sus preguntas. Al final me enseñaron una serie de fotos, que debían de ser de terroristas internacionales; pero yo no reconocí a ninguno de aquellos hombres.
Jean-Yves venía a verme de vez en cuando, y se sentaba a los pies de la cama. Me daba cuenta de su presencia, me sentía ligeramente más tenso. Una mañana, tres días después de nuestra llegada a Bangkok, me tendió un pequeño fajo de papeles: eran fotocopias de artículos de periódico.
—La dirección de Aurore me los envió por fax ayer por la tarde —dijo—. Sin más comentarios.
El primer artículo, publicado en
Le Nouvel Observateur
, se titulaba «UN CLUB MUY ESPECIAL», cubría dos páginas, era muy detallado y estaba ilustrado con una fotografía sacada de la publicidad alemana. El periodista acusaba abiertamente al grupo Aurore de promover el turismo sexual en los países del Tercer Mundo, y añadía que, en esas condiciones, la reacción de los musulmanes era comprensible. Jean-Claude Guillebaud dedicaba su editorial al mismo tema. Jean-Luc Espitalier había declarado en una entrevista telefónica: «El grupo Aurore, signatario de la Carta Mundial de Turismo Ético, no respalda en ningún caso semejantes desviaciones; los responsables serán sancionados.» El expediente seguía con un artículo de Isabelle Alonso en el
Journal du dimanche
, vehemente pero mal documentado, que se titulaba «EL RETORNO DE LA ESCLAVITUD». Françoise Giroud recogía el término en sus notas semanales, y escribía: «Frente a los centenares de miles de mujeres maltratadas, humilladas y reducidas a la esclavitud en todo el mundo, ¿qué puede pesar, por triste que sea decirlo, la muerte de unos cuantos ricachones?» Claro, con el atentado de Krabi, el asunto había tenido una repercusión considerable.
Libération
publicaba en primera página una foto de los supervivientes ya repatriados, a su llegada al aeropuerto de Roissy, y titulaba en portada: «VÍCTIMAS AMBIGUAS». En su editorial, Gérard Dupuy señalaba con el dedo al gobierno tailandés por su complacencia con la prostitución y el tráfico de drogas, así como por sus repetidas violaciones de la democracia. Por su parte,
Paris-Match
, bajo el titular «CARNICERÍA EN KRABI», hacía un relato completo de la
noche del horror
. Habían conseguido algunas fotos, de bastante mala calidad: fotocopias en blanco y negro, transmitidas por fax; aquello podría haber sido cualquier cosa, apenas se podían reconocer cuerpos humanos. También publicaban la confesión de un turista sexual que en realidad no tenía nada que ver, era un independiente que solía viajar a Filipinas. Jacques Chirac había hecho de inmediato una declaración en la que, tras expresar su horror y consternación por el atentado, condenaba «el comportamiento inaceptable de algunos de nuestros compatriotas en el extranjero». Lionel Jospin había reaccionado sobre la marcha, recordando que existía una legislación para reprimir el turismo sexual, incluso cuando se practicaba con mayores de edad. Los últimos artículos, en
Le Figaro
y
Le Monde
, se interrogaban sobre los medios para luchar contra esa plaga y la actitud que debía adoptar la comunidad internacional.
Durante varios días, Jean-Yves intentó hablar por teléfono con Gottfried Rembke, y al final lo consiguió. El patrón de TUI lo sentía muchísimo, lo sentía sinceramente, pero no podía hacer nada. Tailandia estaba acabada durante muchos años como destino turístico. Y además, la polémica francesa había tenido cierta repercusión en Alemania; cierto que allí había una mayor división de opiniones, pero buena parte del público condenaba, a pesar de todo, el turismo sexual; en esas condiciones, prefería retirarse del proyecto.
Al igual que no había entendido el motivo de mi traslado a Bangkok, tampoco entendí el de mi regreso a París. El personal del hospital no me apreciaba mucho, seguramente me encontraba demasiado inerte; hasta en un hospital, e incluso en el lecho de muerte, uno se ve obligado a fingir. Lo que le gusta al personal sanitario es que el enfermo oponga cierta resistencia, una indisciplina que ellos puedan corregir; por el bien del enfermo, naturalmente. Yo no era así.
Podían ponerme de lado para una inyección y volver tres horas después: seguía exactamente en la misma posición. La víspera del traslado, por la noche, tropecé violentamente contra una puerta mientras buscaba los aseos en el pasillo del hospital. Por la mañana tenía la cara cubierta de sangre, me había hecho un corte en una ceja; tuvieron que limpiarme y vendarme. Ni se me había ocurrido llamar a una enfermera; la verdad es que no había sentido absolutamente nada.
El vuelo fue un tiempo neutro; incluso había perdido la costumbre de fumar. Le estreché la mano a Jean-Yves delante de la cinta transportadora de equipajes; luego tomé un taxi a la avenue de Choisy.
Me di cuenta enseguida de que aquello no funcionaba, de que nunca funcionaría. No deshice la maleta. Di una vuelta por el apartamento con una bolsa de plástico en la mano, recogiendo todas las fotos de Valérie que fui capaz de encontrar. La mayoría eran de casa de sus padres, en Bretaña, en la playa o en el jardín. También había algunas fotos eróticas que yo había hecho en el apartamento: me gustaba mucho verla masturbarse, pensaba que ponía una cara preciosa.
Me senté en el sofá y marqué un número que me habían dado en caso de emergencia, las veinticuatro horas del día.
Era una especie de unidad de crisis que había sido creada especialmente para atender a los supervivientes del atentado.
Estaba en un pabellón del hospital Sainte-Anne.
La mayoría de la gente que había solicitado el ingreso se hallaba, sin duda, en un estado lamentable: a pesar de las dosis masivas de tranquilizantes tenía pesadillas todas las noches, y entonces empezaban los alaridos, los gritos de angustia, los llantos. Cuando me cruzaba con ellos en los pasillos, me impresionaban aquellos rostros crispados, espantados; parecían literalmente minados por el miedo. Un miedo, me decía yo, que no desaparecería hasta el día de su muerte.
Yo solamente sentía un cansancio infinito. Por lo general sólo me levantaba para beber una taza de Nescafé o mordisquear unas galletas; ni las comidas ni las actividades terapéuticas eran obligatorias. Sin embargo me hicieron una serie de exámenes, y tres días después de mi llegada tuve una entrevista con un psiquiatra; los exámenes revelaban una «notable disminución de la capacidad de reacción». No sufría, pero me sentía, sí, disminuido; me sentía disminuido hasta un punto inimaginable. El psiquiatra me preguntó qué tenía intención de hacer. Contesté: «Esperar.» Me mostré razonablemente optimista; dije que toda aquella tristeza desaparecería, que volvería a ser feliz, pero que tenía que esperar. No pareció muy convencido. Era un hombre de unos cincuenta años, con la cara llena y jovial, completamente lampiña.
Al cabo de una semana me trasladaron a otro hospital psiquiátrico, esta vez para una larga estancia. Me quedé allí un poco más de tres meses. Para mi gran sorpresa, me encontré con el mismo psiquiatra. No era de extrañar, me dijo; trabajaba allí. La ayuda a las víctimas del atentado sólo era una misión temporal, en la que estaba especializado: había formado parte de la célula constituida tras el atentado en la estación de Saint-Michel.
En realidad no hablaba como el típico psiquiatra, era bastante soportable. Recuerdo que me decía que había que «liberarse del vínculo», parecía un camelo budista. ¿Liberar qué? Yo era un puro vínculo. Yo era de naturaleza transitoria y había formado un vínculo con algo transitorio, de acuerdo con mi naturaleza; nada de eso merecía el menor comentario. Si mi naturaleza hubiera sido eterna, seguí diciendo para alargar la conversación, habría formado un vínculo con cosas eternas. Según parece, su método funcionaba bien con los supervivientes obsesionados con la mutilación y la muerte.
«Esas angustias no tienen nada que ver con usted; son fantasmas que pasan por su cabeza», le decía a la gente; y la gente terminaba creyéndole.
Ya no sé cuándo empecé a ser consciente de la situación, pero de todas formas ocurrió muy poco a poco. Había muchos momentos —de hecho, los sigue habiendo— en los que Valérie no estaba muerta. Al principio podía prolongarlos a voluntad, sin el menor esfuerzo. Recuerdo la primera vez que no funcionó, la primera vez que sentí de verdad el peso de lo real; justo después de la visita de Jean-Yves. Fue un momento difícil, había recuerdos que yo difícilmente podía negar; no le pedí que volviera.
La visita de Marie-Jeanne, por el contrario, me sentó muy bien. No dijo gran cosa, me habló un poco del ambiente en la oficina; le dije enseguida que no iba a volver, que había decidido irme a vivir a Krabi. Ella asintió, sin hacer comentarios. «No te preocupes», le dije: «Todo irá bien.» Me miró con muda compasión; lo raro es que me da la impresión de que me creyó.
Lo más penoso fue la visita de los padres de Valérie; seguramente el psiquiatra les había explicado que yo pasaba por fases de
negación de la realidad
, y la madre de Valérie se pasó casi todo el tiempo llorando; su padre tampoco parecía muy cómodo. Habían venido también para resolver algunos detalles prácticos, para traerme una maleta con mis efectos personales. Suponían que no querría quedarme con el apartamento. Claro, claro, dije yo, ya arreglaremos eso; entonces la madre de Valérie volvió a echarse a llorar.
La vida pasa más fácilmente dentro de una institución; las necesidades básicas están cubiertas. Veía otra vez
Preguntas para un campeón
; era el único programa que veía, las noticias no me interesaban lo más mínimo. Muchos otros residentes se pasaban el día delante del televisor. A mí no me gustaba tanto: la imagen se movía demasiado deprisa. Yo creía que si estaba tranquilo, si evitaba pensar en la medida de lo posible, todo acabaría arreglándose.
Una mañana de abril me enteré de que sí, que todo se había arreglado, que podría salir pronto. Aquello me pareció más bien una fuente de complicaciones: tendría que buscar habitación en un hotel, tendría que encontrar un entorno neutro.
Por lo menos tenía dinero; siempre el dinero. «Hay que mirar el lado positivo», le dije a una enfermera. Pareció sorprendida, tal vez porque era la primera vez que le dirigía la palabra.
No hay un tratamiento específico contra la negación de la realidad, me explicó el psiquiatra durante nuestra última entrevista; no es un trastorno del ánimo, sino de la representación. No me había dado el alta antes porque temía un intento de suicidio; son bastante frecuentes cuando la gente recupera la conciencia de forma brusca; pero ya estaba fuera de peligro. «Ah, bueno,» dije yo, «vaya».
Una semana después de salir del hospital, cogí un avión a Bangkok. No tenía ningún proyecto concreto. Si fuéramos de naturaleza ideal, podríamos conformarnos con los movimientos del sol. En París las estaciones estaban muy diferenciadas, eran una fuente de agitación y de problemas. En Bangkok, el sol salía a las seis de la mañana y se ponía a las seis de la tarde; y en el ínterin recorría una trayectoria inmutable. Parece que había una época de monzones, pero yo no la conocía. La ciudad se agitaba, pero yo no entendía claramente por qué, se trataba más bien de una especie de
condición natural
. No había duda de que aquella gente tenía un destino, una vida, en la medida en que su nivel de ingresos lo permitía; pero por mí podían haber sido ratones de campo.
Me instalé en el Amari Boulevard, un hotel cuyos principales clientes eran hombres de negocios japoneses. La última vez me había alojado allí con Valérie y Jean-Yves; no era una buena idea. Dos días más tarde me cambié al Grace Hotel; sólo estaba a unos metros, pero el ambiente era muy diferente. Era el único sitio de Bangkok donde uno encontraba todavía turistas sexuales árabes. Ahora andaban pegados a las paredes; se quedaban encerrados en el hotel, que tenía discoteca y salón de masajes. Se veían unos pocos más por las callejuelas de alrededor, donde había vendedores de kebabs y locutorios de llamadas internacionales; pero no era posible encontrárselos en ningún otro sitio. Mientras tanto, y sin darme cuenta, vi que me había ido acercando al Bumrungrad Hospital.
Está claro que uno puede seguir con vida sólo porque alimenta un deseo de venganza; mucha gente ha vivido así.
El islam me había destrozado la vida, y desde luego el islam era algo que podía odiar; durante los días que siguieron, intenté sentir odio por los musulmanes. Me salía bastante bien, y empecé a prestar atención otra vez a la información internacional. Cada vez que oía que un terrorista palestino, un niño palestino o una mujer palestina embarazada habían sido asesinados en Gaza, me estremecía de entusiasmo pensando que había un musulmán menos. Sí, se podía vivir así.