Authors: Michel Houellebecq
Me pasé los dos días siguientes encerrado en el bungalow. De vez en cuando salía, pegándome a las paredes, e iba al mercadillo a comprar pistachos y botellas de Mekong. No podía soportar la idea de cruzarme con Valérie en el buffet del desayuno o en la playa. Hay cosas que se pueden hacer, y otras que parecen demasiado difíciles. Con el tiempo, todo parece demasiado difícil; la vida se reduce a eso.
La tarde del 2 de enero, encontré debajo de mi puerta el cuestionario de satisfacción de Nouvelles Frontières. Lo rellené escrupulosamente, marcando en general las casillas de «bien». Y era cierto que, en un sentido, todo estaba bien. Mis vacaciones se habían desarrollado con normalidad. El viaje había sido
cool
, pero con cierto olor de aventura; correspondía a su descripción. En la sección «observaciones personales», escribí el siguiente poema:
En cuanto me despierto, me siento transportado
a otro universo perfectamente cuadriculado.
Conozco bien la vida y sus modalidades,
es como un cuestionario para marcar casillas.
Hice la maleta la mañana del 3 de enero. Al verme en el barco, Valérie ahogó una exclamación, yo volví la cabeza.
Sôn se despidió de nosotros en el aeropuerto de Phuket; habíamos llegado con adelanto, faltaban tres horas para el despegue. Tras las formalidades del control, deambulé por el centro comercial. Aunque el vestíbulo del aeropuerto estaba totalmente cubierto, las tiendas tenían forma de cabaña, con largueros de teca y techo de hojas de palmera. El surtido de productos era una mezcla de la producción estándar internacional (pañuelos de Hermès, perfumes de Yves Saint-Laurent, bolsos de Vuitton) y productos locales (conchas, figuritas, corbatas de seda tailandesa); todos los artículos llevaban código de barras. En resumen, que las tiendas del aeropuerto seguían siendo un espacio de vida nacional, pero de vida nacional segura, debilitada, plenamente adaptada a los estándares del consumo mundial. Para el viajero que llegaba al final de su recorrido era un espacio intermedio, menos interesante y a la vez menos aterrador que el resto del país. Yo tenía la intuición de que el mundo tendía a parecerse cada vez más a un aeropuerto.
Cuando pasé por delante del Coral Emporium, me entraron ganas de comprarle un regalo a Marie-Jeanne; al fin y al cabo, ella era lo único que me quedaba en el mundo. ¿Un collar? ¿Un broche? Estaba revolviendo dentro de un cesto cuando vi a Valérie a dos metros de mí.
—Estoy intentando elegir un collar… —dije, titubeando.
—¿Para una rubia o para una morena? — Había una brizna de amargura en su voz.
—Rubia, con los ojos azules.
—Entonces es mejor elegir un coral de color claro.
Le tendí la carta de embarque a la cajera. Mientras pagaba le dije a Valérie, con un tono bastante lamentable:
—Es para una compañera de trabajo…
Ella me miró de forma rara, como si dudase entre darme una bofetada o echarse a reír a carcajadas, pero cuando salimos de la tienda me acompañó unos cuantos metros. La mayoría de los miembros del grupo parecían haber terminado sus compras y estaban sentados en el vestíbulo. Me detuve, tomé aliento y miré a Valérie.
—Podríamos volver a vernos en París… -dije.
—¿Sí? — contestó ella con aspereza.
No dije nada, me conformé con mirarla otra vez. En cierto momento estuve a punto de decir: «Sería una pena que…», pero no estoy seguro de haberlo dicho en voz alta.
Valérie miró a su alrededor, vio a Babette y a Léa sentadas en los asientos más cercanos, volvió la cabeza con nerviosismo. Luego sacó un cuaderno del bolso, arrancó una hoja y apuntó algo rápidamente. Al darme la hoja intentó decir algo, renunció, me dio la espalda y se reunió con el grupo.
Miré el pedazo de papel antes de guardármelo en el bolsillo:
era un número de móvil.
Ventaja competitiva
El avión aterrizó en Roissy a las once de la mañana; fui uno de los primeros en recuperar la maleta. A las doce y media estaba en mi casa. Era sábado, podía salir a comprar algo de comer, alguna tontería para la casa, etc. Un viento glacial barría la rue Mouffetard, y nada parecía valer la pena. Dos militantes por los derechos de los animales vendían pegatinas amarillas. Tras las fiestas, siempre desciende un poco el consumo de alimentos de las familias. Compré un pollo asado, dos botellas de Graves y el último número de
Hot Video
.
Era una opción poco ambiciosa para el fin de semana, pero no tenía la impresión de merecer más. Devoré la mitad del pollo, la piel carbonizada y grasienta, ligeramente nauseabunda. Poco después de las tres, llamé a Valérie. Contestó al segundo timbrazo. Sí, estaba libre esa noche; a cenar, sí. Podía recogerla a las ocho; vivía en avenue Reille, cerca del parque Montsouris.
Me abrió la puerta vestida con un pantalón de chándal blanco y una camiseta corta.
—Todavía no estoy lista… —dijo, recogiéndose el pelo en la nuca. El movimiento elevó los pechos; no llevaba sujetador.
Le puse las manos en la cintura y acerqué mi cara a la suya.
Ella abrió los labios y enseguida me metió la lengua en la boca.
Sentí una violenta excitación, estuve a punto de desmayarme, se me puso dura en el acto. Sin separar su pubis del mío, ella cerró la puerta de entrada, que se cerró con un ruido seco.
La habitación, iluminada por una sola lamparilla, parecía inmensa. Valérie me cogió por la cintura y me llevó a tientas hasta el dormitorio. Junto a la cama, me besó otra vez. Yo le subí la camiseta para acariciarle los pechos; ella susurró algo que no entendí. Me arrodillé delante de ella, le bajé el pantalón y las bragas y apreté la cara contra su sexo. La raja estaba húmeda, abierta y olía bien. Ella gimió y cayó sobre la cama.
Me desnudé a toda prisa y entré en ella. Yo tenía el sexo caliente, y lo recorrían agudos latigazos de placer.
—Valérie… —dije—, no voy a poder aguantar mucho, estoy demasiado excitado.
Ella me atrajo hacia sí y susurró en mi oído:
—Ven…
En ese momento sentí que las paredes de su vagina se contraían en torno a mi sexo. Tuve la sensación de desvanecerme en el espacio, sólo mi sexo estaba vivo, recorrido por una oleada de placer increíblemente violenta. Eyaculé durante mucho tiempo, con varias sacudidas; justo al final, me di cuenta de que estaba gritando a pleno pulmón. Habría muerto por un momento así.
Peces amarillos y azules nadaban a mi alrededor. Estaba de pie debajo del agua, a unos metros de la superficie iluminada por el sol. Valérie estaba un poco más lejos, también de pie, delante de un arrecife de coral; me daba la espalda. Los dos estábamos desnudos. Yo sabía que ese estado de ingravidez se debía a una alteración de la densidad de los océanos, pero me sorprendía ser capaz de respirar. Me reuní con ella en pocas brazadas. El arrecife estaba constelado de organismos fosforescentes, plateados, en forma de estrella. Yo le puse una mano en el pecho, la otra en el bajo vientre. Ella se arqueó y frotó las nalgas contra mi sexo.
Me desperté en la misma posición; todavía era de noche.
Separé suavemente las piernas de Valérie para penetrarla. Al mismo tiempo me mojé los dedos para acariciarle el clítoris.
Me di cuenta de que estaba despierta cuando empezó a gemir. Se levantó y se arrodilló en la cama. Empecé a penetrarla con más y más fuerza, sentía que estaba a punto de correrse, respiraba cada vez más deprisa. Cuando llegó al orgasmo se estremeció y dio un grito desgarrador; luego se quedó quieta, como muerta. Me retiré y me tendí a su lado. Ella se estiró y me abrazó; estábamos bañados en sudor.
—Da gusto que a una la despierte el placer… —dijo ella, poniéndome una mano en el pecho.
Cuando volví a despertarme ya era de día, y estaba solo en la cama. Me levanté y crucé la habitación. La sala era efectivamente muy grande, y de techo muy alto. Las estanterías recorrían un entresuelo, por encima del sofá. Valérie había salido; había dejado pan, queso, mantequilla y mermeladas en la mesa de la cocina. Me serví una taza de café y volví a la cama. Ella regresó diez minutos después con croissants y panecillos de chocolate, y los llevó en una bandeja al dormitorio.
—Hace un frío espantoso ahí fuera… —dijo, desnudándose. Yo pensé en Tailandia.
—Valérie… —dije yo, inseguro—, ¿qué me ves? No soy ni muy guapo, ni muy divertido; me cuesta entender por qué te gusto.
Ella me miró sin decir nada; estaba casi desnuda, sólo llevaba las bragas.
—Te lo pregunto muy en serio —insistí—. Soy un tipo quemado, no muy sociable, bastante resignado a una vida aburrida. Y luego llegas tú, tan amistosa y cariñosa, y me das un placer tan fuerte… No lo entiendo. Creo que buscas en mí algo que no tengo. Y que terminarás decepcionada.
Ella sonrió; tuve la impresión de que no se decidía a hablar; luego me puso una mano en los cojones. Se me puso dura en el acto. Enrolló un mechón de su pelo en la base de mi sexo y después empezó a masturbarme con la punta de los dedos.
—No sé… —dijo, sin parar—. Me gusta que no estés seguro de ti mismo. Te he deseado mucho durante el viaje. Era horrible, pensaba en eso todos los días.
Me apretó los cojones con más fuerza, envolviéndolos en la palma de la mano. Con la otra cogió un poco de mermelada de frambuesa y me la untó en el sexo; luego empezó a lamerlo con esmero, a grandes lengüetazos. El placer era cada vez más intenso, abrí las piernas en un esfuerzo desesperado por aguantar. Como jugando, ella me masturbó un poco más deprisa, apretando la polla contra su boca. Cuando su lengua cosquilleó el frenillo del glande, eyaculé violentamente en su boca entreabierta. Ella tragó con un leve gruñido, luego me rodeó la punta del sexo con los labios para recoger las últimas gotas. Me invadió una increíble oleada de calma que parecía recorrer cada una de mis venas. Ella retiró la boca, se tendió a mi lado y se acurrucó contra mí.
—La noche del treinta y uno de diciembre estuve a punto de llamar a la puerta de tu habitación; al final no me atreví.
Estaba convencida de que ya no pasaría nada entre nosotros; lo peor es que ni siquiera conseguía estar resentida contigo.
La gente habla mucho en los viajes organizados, pero es un falso compañerismo, saben muy bien que nunca se volverán a ver. Y es muy raro que tengan relaciones sexuales.
—¿Tú crees?
—Lo sé; se han hecho muchas encuestas sobre el tema. Lo mismo ocurre en los clubs de vacaciones. De hecho, para ellos es un problema, porque ése es el único interés de la fórmula. Desde hace diez años disminuye regularmente la clientela, aunque las tarifas tienden a bajar. La única explicación verdadera es que las relaciones sexuales en los períodos de vacaciones se han vuelto prácticamente imposibles. Los únicos destinos donde la cosa cambia un poco son los que tienen muchos clientes homosexuales, como Corfú o Ibiza.
—Estás muy informada… —dije con sorpresa.
—Es normal, trabajo en turismo. — Sonrió—. Eso también es una constante en los viajes organizados: se habla muy poco de la vida profesional. Es una especie de paréntesis lúdico, centrado en lo que los organizadores llaman el «placer del descubrimiento». Por acuerdo tácito, los participantes rehuyen los temas serios, como el trabajo o el sexo.
—¿Dónde trabajas?
—En Nouvelles Frontières.
—¿Entonces, estabas allí a título profesional? ¿Para hacer un informe o algo así?
—No. Estaba realmente de vacaciones. Me han hecho un gran descuento, claro, pero he utilizado mis días de permiso.
Hace cinco años que trabajo ahí, pero es la primera vez que, voy con ellos.
Mientras preparaba una ensalada de tomates con mozzarella, Valérie me habló de su vida profesional. En marzo de 1990, tres meses antes del examen de bachillerato, empezó a preguntarse lo que iba a hacer con sus estudios, y, de manera más general, con su vida. Tras muchas dificultades, su hermano mayor había conseguido entrar en la Escuela de Geología de Nancy; acababa de licenciarse. Probablemente, su carrera de ingeniero geólogo le llevaría a trabajar en explotaciones mineras o plataformas petrolíferas; en cualquier caso, muy lejos de Francia. A él le gustaba viajar. A ella también, bueno, más o menos; al final decidió entrar en la Escuela de Turismo. No creía que el empeño intelectual necesario para estudios largos fuera con su carácter.
Fue un error, y no tardó en darse cuenta. El nivel de su clase le pareció terriblemente bajo, aprobaba los exámenes sin el menor esfuerzo, y esperaba razonablemente sacarse el título casi sin pensar. Se matriculó a la vez en un curso que le permitía tener la homologación con Letras y Humanidades. Cuando se graduó en turismo, se matriculó en un máster de sociología. Eso también la decepcionó enseguida. El campo era interesante, y seguro que había cosas por descubrir, pero los métodos de trabajo propuestos y las teorías expuestas le parecían de un simplismo ridículo: aquello apestaba a aficionados, ideología e imprecisión. Lo dejó a mitad de curso, sin sacar los certificados, y encontró un trabajo de agente en una sucursal de Kuoni en Rennes. Al cabo de dos semanas, cuando empezó a pensar en alquilar un estudio, se dio cuenta de que había caído en la trampa: ya había entrado en el mundo del trabajo.
Se quedó un año en la agencia Kuoni de Rennes, donde descubrió que era muy buena vendedora. «No era difícil», dijo. «Bastaba hacer hablar un poco a los clientes, interesarse por ellos. A fin de cuentas, es muy raro encontrar gente que se interesa por los demás.» Entonces la dirección le propuso un puesto con salario fijo en la sede parisina. Se trataba de participar en la concepción de los circuitos, prever el itinerario y las visitas, negociar los precios con los hoteleros y los prestatarios locales. Allí también se las arregló bien. Seis meses después, contestó a un anuncio de Nouvelles Frontières, que buscaba a alguien para el mismo puesto. Entonces despegó su carrera. Formó equipo con Jean-Yves Frochot, un joven licenciado que apenas sabía nada de turismo. El la valoró enseguida, confió en ella y, aunque teóricamente era su jefe, le dejó un gran margen de iniciativa.
—Lo bueno de Jean-Yves es que ha sido ambicioso por los dos. Cada vez que ha habido que negociar una promoción o un aumento de salario, es él quien lo ha hecho. Ahora es el responsable de productos en todo el mundo, supervisa la concepción de todos los circuitos; y yo sigo siendo su ayudante.