Authors: Álvaro Naira
Lucien se levantó del catre.
—Mónica, disculpame. Vení el domingo, el lunes, cuando quieras. Mañana nos reunimos en los jardines Sabatini del Palacio Real. Pasate, a las doce de la noche. Esperá en la puerta de abajo, junto al Senado.
—Yo... perdona que te haya incordiado.
—Vos nunca molestás, querida. Y... —el hombre se apartó la melena y dudó antes de seguir hablando— se te ve el cuervo perfectamente.
—¿Sí? —exclamó ilusionada.
—
Demasiado
bien, Mónica. Aletea. No debería hacerlo sin la inspiración y el estímulo adecuados. Me preocupás.
—¿Por qué? —preguntó muy contenta con el dato, sin hacerle mucho caso al
pero
.
—No vueles, Mónica —advirtió—. Nada de
viajes
.
—¿A qué te refieres?
—Sabés muy bien a qué me refiero.
—Mi amor... —volvía a tocar Ángeles—. Andá a dar la clase, por favor.
Abrió la puerta y le cedió el paso.
—Hasta la vista, Mónica.
—Hola, chicas —saludó Mon, de pie junto a la puerta del garito.
—Has venido pronto. ¿Qué tal tu abuela?
—Como siempre, Rebeca. ¿Entramos ya?
El puerta las dejó pasar sin pedirles el carné. No se lo había pedido nunca. Ya las llevaba viendo desde hacía tiempo, y a veces acompañadas por Álex. Sin embargo, Mon no pudo evitar un resoplido de alivio. El local estaba relativamente lleno. Sin quererlo, se les fue la mirada a la banqueta en la que siempre se acodaba Álex, bebiendo y fumando sin parar, tecleando en la barra de cuando en cuando y leyendo un libro en inglés. El sitio, sin embargo, lo ocupaba un chico de poco más de veinte años, con el pelo castaño claro disparado en todas las direcciones, como si se acabara de levantar de la cama. Tenía al lado un mini de cerveza prácticamente vacío.
—Espera. ¿Ése no es su amigo? El del viernes pasado. El coyote.
—Pasa de él, Vero.
A Verónica le cruzó la cara una sonrisa de malevolencia.
—No veo por qué. A mí me cayó de puta madre.
—Haz lo que te dé la gana, Verónica, como haces siempre. Yo voy al baño. ¿Vienes, Mon?
—Esperad que yo también.
Se metieron en el aseo, que estaba hecho un asco, lleno de pintadas, con el espejo roto y el inodoro destrozado, de manera que el agua de la cisterna se escapaba por el suelo a un sumidero. Verónica empezó a hacer contorsiones, se sacó los pantalones de ciclista que llevaba bajo la minifalda y los guardó en el bolso. Mientras sus amigas se pintaban, salió y se acercó balanceando las caderas a donde estaba Javi.
—Hoy vas de negro —le saludó.
Javi sonrió cínicamente. Era cierto; vestía con pantalones y jersey de cuello vuelto de la misma tonalidad que todos los que le rodeaban.
—Todo el mundo sabe que hay que camuflarse con el ambiente cuando se sale de caza. Es mejor pasar desapercibido que destacar. ¿Te llamabas Verónica, no?
—Sí.
Le dio dos besos.
—Qué tal. Por si tienes tantos pájaros en la cabeza como yo, soy Javi. ¿Tus amigas están...?
—Han ido al baño. Te invito a un mini, Javi.
—Por favor. No sé a qué te tiene acostumbrada el Álex, pero yo no consiento que me invite una chica. Llámame machista.
—Pues sí, te lo llamo —respondió riéndose.
—¿No es mejor “caballeroso”? Más amable. Digo yo que encima que te invito lo mínimo es echarme un piropo en lugar de insultarme...
—También te lo llamo si quieres.
—¡Dos minis de cali marchando! ¿O prefieres cerveza?
—Calimocho.
—Lo suponía. ¿Y con licor de mora?
Verónica soltó el aliento curvando los labios.
—Estás en todo.
Él mató el culo de la cerveza que le quedaba en el vaso de plástico y le regaló a Verónica una sonrisa de las que arañan.
—¿Dónde te has dejado a Maese Lobo?
Verónica hizo un gesto despreocupado con los hombros, aunque le prestó muchísima atención a la nomenclatura.
—Álex estará trabajando. No sé. No salimos juntos. Ya sabes. No tenemos
esa
clase de relación.
Javi enarcó las cejas inclinando el mini. Puso una mueca.
—Cosa más dulce, joder.
—A mí me gusta.
—Pues nada, para dentro —dio un trago larguísimo—. A ver si le encuentro yo también el puntillo. Bueno, qué coño. El puntillo ya lo tengo. Que llevo aquí desde las ocho dándole. Y el lobo sin aparecer, será cabrón —de pronto sacudió la cabeza y la miró ensanchando la sonrisa—. Perdona, que a saber qué te tienes que estar pensando. Me refiero a tu chico. Siempre le llamo “lobo”. Es un mote que viene de lejos...
—Y él a ti “coyote”, ¿me equivoco? —se arriesgó Verónica.
Él levantó la comisura de la boca. Parecía increíble que pudiera sonreír más todavía, pero lo hizo. Su sonrisa era tan violenta que incomodaba. No respondió.
—Por cierto —corrigió ella—, no es “mi chico”, Javi. Sólo nos vemos de cuando en cuando.
—Bueno, lo que sea —suprimió él la cuestión de forma tajante—, no le tomes en cuenta sus borderías. Es que le pierde la boca. Yo le conozco desde hace un cojón y siempre ha sido así de gilipollas. Bueno, no. Antes era
mucho
más gilipollas. Ahora está más domesticadito —miró a los lados y añadió un “que no me oiga que me parte una silla en la cabeza”—. Se ha convertido en un tipo casi socialmente aceptable. No muerde, por lo menos. Tenías que haberle visto en sus tiempos
destroyer
, con dieciocho años. Te hubieras asustado.
—A mí pocas cosas me asustan, Javi —replicó Verónica haciendo un fruncido coqueto con los labios.
—Eso está muy bien —se volvió en la banqueta—. Tus amigas ya tardan, ¿no?
—¿Me das un cigarro?
Verónica bebía, fumaba y dejaba la marca del pintalabios en el filtro. Cuando Rebeca y Mon regresaron, él concentró toda su simpatía y atenciones en la gata, que le ignoró tranquila y flexiblemente, con los ojos fijos en las pinturas fluorescentes del muro de delante, mientras Verónica le reía cada payasada. Después del cuarto mini, y tras unos cuantos vocativos animalescos que Vero se encargó de diseminar de manera casual en la conversación —que si sonreía como un “coyote”, que si Rebeca se le escapaba como el “correcaminos”—, consiguió que él le preguntara si estaba dentro.
—Si me lo estaba viendo venir —se rió él con la lengua ya trabucada del alcohol—. El lobito no puede evitar andar por ahí evangelizando cuando mueve la cola, joder. Es compulsivo. Como lo de levantar la pata junto a los árboles.
Verónica soltó una carcajada violenta, casi gutural. Cuando Javi entró en materia religiosa Rebeca comenzó a prestarle un interés inequívoco a la conversación, pero guardando las distancias físicas. No le gustaba un pelo Javi y no se cuidó de disimularlo.
—Veréis —decía él con su sonrisa rasguñada, abierta e irónica en la cara—. Yo no creo en las chorraditas de Álex. No, ni de lejos. Vamos, me parecen simpáticas; pero para mí la vida entera es un enigma, Vero. ¿Puedo llamarte Vero? No necesito buscarle una mística. Pero no os niego que tiene su aquél la religión del lobo feroz.
—Entonces, ¿no crees? —interrogó Mónica.
—Yo creo. Así, en general. ¿Por qué no? Yo me lo creo todo, chica. Eso es lo mismo que no creer en nada.
Mon consideró que bastaba con eso para ser practicante, así que, de forma entusiasta, empezó a preguntarle cosas. Ya que sus amigas no la detuvieron, como acostumbraban a hacer cuando se iba de la lengua, se soltó y le contó de principio a final la historia, sin comerse una letra. Rebeca entrecerraba los ojos sin apartar la vista de los labios del coyote y Verónica sonreía melosa y ferozmente al tiempo, como si estuviera jugando con un ratón entre las garras.
—Perdonad la ironía, que yo respeto mucho la religión de los demás —repetía Javi cada vez que le entraba la risa floja—. La mía también es muy estricta: por ejemplo, no me permite esforzarme en algo cuando puedo obtenerlo por la vía fácil. Y también me impide trabajar más de cuatro horas diarias.
Cuando Mónica le relató la situación que se produjo en casa de Álex, Javi casi se cayó de la banqueta.
—¿Álex ateo? ¿Ateo? ¿ATEO? ¿Os dijo eso? ¿Y os lo tragasteis? ¡No me jodas! ¡Ateo! ¡Pero si ya en el instituto le llamaban “el gurú”! Y también “el brujo”. Cómo le jodía eso... —Javi se partía el pecho de las carcajadas—. Bueno, y también le llamaban “el gilipollas”, “el hijo de puta”, “el gótico de mierda”, “el puto siniestro” y “el cabrón con pintas”, pero ésas ya no vienen al caso. Además le llamaban “el lobo”, claro. Bien se encargó él de que lo hicieran. Las tres últimas eran las únicas que aguantaba, por cierto. Joder qué hostias repartía el cabrón. Iba a piñón a por todos. Hasta me parece que los contaba, y decía: “me quedan de 3ºB cuatro gilipollas a los que aún no he partido la cara”. Casi puedo oírle. Qué bueno. No sé cómo cojones no le echaron del instituto... aunque sí que le expulsaron unos días, ¿eh? Y más de una vez. Pero se peleaba casi siempre fuera, en un parquecillo que hay en la manzana de al lado, ahí donde los columpios. Y si había niños mirando, mejor. ¿Cómo lo llamaba él? Le daba un nombre. Así, una cosa estúpida, de éstas que dan vergüenza ajena. Tipo “la lobera”. O “la guarida”. Sí, sí. Era único el hijo de puta —puso la voz grave, intentando imitarle—. “Tú, gilipollas. Te veo al salir de clase en la madriguera”, o lo que fuera que no me acuerdo, “y tráete escoba y recogedor para barrerte los dientes”. Joder, qué tiempos —se apartó el pelo de la frente—. Me mataría si supiera que os estoy contando esto; no me salvaba ni estar borracho, estoy seguro; ni aunque fuera vomitando por las esquinas. Pero os juro que es todo cierto —aunque Rebeca y Mon estaban más interesadas en la cuestión mitológica e intentaban por todos los medios reconducir la conversación, no podían evitar reírse desde hacía ya rato. Verónica lo hizo de forma ronroneante; lo estaba disfrutando de verdad. Era como ponerle en ridículo; la única pega es que no estuviera presente para escucharlo. Javi seguía bebiendo. Ya iba más que calentito, muy suelto y muy a gusto, sin dejar de hablar ni un minuto—. Qué grande el Álex. Y lo mejor es que él se las llevaba dobladas la mayoría de las veces, que nunca ha tenido ni medio empujón, siempre ha sido así de poca cosa. Vale, es muy alto, y más todavía con la macarrada de botas que lleva, pero tía, es un alfeñique: no tiene una bofetada. Siempre he pensado que le doy un puñetazo y le tiro al suelo —Vero desmesuró la mirada, encontrando la posibilidad fascinante—. Joder, lo que pasa es que se lanzaba como un loco. Daba miedo, lo juro. Yo creo que le debieron de quedar dos tíos de todo el instituto con los que no se hostiara en los cuatro años: Fran y yo. Bueno, no, qué coño. Espérate. Que a mi hermano le metió una que le dejó sangrando. Ya ni recuerdo por qué fue... Además yo no cuento porque era un moco de primero cuando él estaba en COU. Hay que hacer honor a la verdad —Javi descendió la profundidad de la sonrisa—: no solía meterles palizas a los más pequeños. No, lo hizo pocas veces. Cuando le tocaban mucho los cojones. Él se iba a por los que eran mayores que él, a que le curtieran bien, que le gustaba. Dime una cosa, Verónica, que tú lo sabrás: ¿sigue siendo masoquista?
Vero formó un beso con la boca apretada antes de distenderla en una sonrisa. Mientras Mónica le contaba el asunto de los espiritismos, Javi se reía como un loco. Le parecía sumamente chistosa toda la cuestión de las ouijas.
—No, hombre, no. ¿Cómo va a quitaros a vuestros “dioses”? Perdonad la ironía, pero vaya una chorrada. ¿Quién es él para hacerlo? Todo esto dentro del juego, ya me entendéis.
—El puto Lucifer del panteón —dijo Mon.
Javi reprimió una risilla.
—Cómo le gustaría a don Importante oírte decir eso, chica.
—Ya se lo dije.
—Y le encantó, ¿a que sí? Pero mira, por lo que yo conozco de las pajas mentales que se monta el lobito cuando no se está pajeando con la mano, eso no encaja para nada. Os han tomado el pelo pero bien.
—¿Tú crees? —le interpeló Rebeca, al tiempo que se sentía extrañamente menos vacía, aunque tal vez fuera fruto de todo el calimocho y la cerveza que llevaba en la reducida distancia que tenía entre pecho y espalda. Verónica hacía rato que llevaba sintiendo a la zorra culebrear en su interior y ni se lo planteaba.
—Creo, creo, creo. Todo aquí es cuestión de
creencias
, ¿eh? Pues no, no creo: estoy absolutamente seguro de lo que digo. De que se han burlado de vosotras, vaya. Y habéis picado cándidamente, niñas. Se supone que los bichitos se te meten cuando naces y se te enredan con cuerdas místicas y soplapolleces varias. No lo recuerdo bien, preguntadle al Álex que le flipa contarlo. Es que hasta le brillan los ojos. Visto así, ¿quién demonios va a poder quitártelos? Si no te los puedes quitar ni tú. Mira, según yo lo entiendo, como es el perro es el dueño; como es el dios es el siervo. Y ya que hablamos de Álex, el animal con el que entrasteis en contacto, el lobo feroz, es lo siguiente: un tocapelotas de siete pares. Y lo peor es que creo que iría con buena intención, ¿sabes? Puto lobo de los cojones. Espíritu de protección. Viene dado por el instinto; por eso hay perros guardianes —miró a los dos lados murmurando otra vez un “que no me oiga el Álex que me mata”—. A mí me parece que todo ese acojone máximo sería para que os dejarais de espiritismos. Ya sabéis: “es por tu bien”, y van y te meten un bofetón que hay que ver lo bien que te viene, ¿eh? Quería sacaros de algo peligroso y me temo que lo consiguió. Aunque a mí lo de las ouijas os admito que me parte la polla, en teoría os podría haber entrado cualquier cosa. No sólo vuestros “animales”.
—¿Entonces qué? ¿Demonios? —la gata estiró los brazos hacia delante—. Venga ya. ¿También hay demonios?
—Bueno, es un politeísmo, Rebeca. O muchos, más bien. Hay todo lo que quieras meter. Es amplio. Entra todo. Que cada cual se corte el traje a su medida. Si tú crees en algo, ese algo es real para ti. ¿Álex nunca os ha hablado de sus profundas creencias cristianas? Veréis, lo dice más o menos así (a mí no me sale su tono, pero os lo imagináis, susurrando todo cabrón y entrecerrando los ojos y abriendo la sonrisa, ya le conocéis); pues dice: “La idea de que exista una divinidad monoteísta para todas las almas humanas, que sea todopoderosa y que haga y deshaga a su antojo, es tan sencilla, tan simplista, tan ególatra, tan propia de hombres, que tiene, necesariamente, que ser cierta”. Y luego añade, claro, no podía faltar: “Pero yo lucho en otro bando”.