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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (22 page)

BOOK: Politeísmos
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—Me tienen un poco hasta los huevos, ella y sus amiguitas psicóticas. Si no voy a follar hoy, paso de dar biberones y cambiar pañales. No sé si me sigues...

—Te sigo perfectamente, pero te apuesto el cuello a que si vuelves en una hora te la encuentras enrollándose con cualquier capullo. Con cualquiera que no seas tú, me refiero.

—Claro. Porque yo también soy un capullo.

—Tú lo has dicho, no yo.

—Pues mira, si se tira a otro es su problema, no el mío. Yo no le pido fidelidad, le pido sexo regular. Igual a la que se acaba follando es a su amiguita la anoréxica, que ya me las he encontrado en un par de ocasiones pasándose el humo de los porros boca a boca con mucho interés...

—Vamos, que lo que quieres es quitártela de encima.

—Tampoco es eso. La verdad es que me gusta bastante. Sólo necesita unas horas más en el horno, que está muy cruda todavía y no hay quien la soporte mucho rato seguido.

—Coño, pues si te gusta, entra ahí ahora mismo, pídele perdón y llévatela a casa. Y de paso trabájame a la gata y nos vamos los cuatro. ¿Tienes dos habitaciones? Que a mí todos juntos me da la risa, chico.

—Paso. Si se cabrea ya tiene dos trabajos. Pues no hay tías en el mundo...

—Ya. ¿Y que se muevan por tu ambiente y todavía no te conozcan lo suficiente como para querer saber algo de ti?

—Touché. Cabrón. En eso tienes toda la razón.

—¿Nos volvemos, Álex?

Se quedó pensativo.

—No, no.

—Pues —meditaba Javi caminando— no ha estado tan mal el antro de mierda siniestro ese... Divertido. Demasiados góticos dentro, eso sí. Mira, igual te jodes y me aguantas también el viernes que viene.

—Ya. Te vienes a verme sólo a mí.

—Claro. Ya sabes cuánto te quiero.

—¿Y la gata no tiene nada que ver, cabrón? Ya sabes: morena, ojos azules, cuarenta y cinco kilos de peso tirando para lo alto...

—Nada. Mis intenciones son puramente amistosas, lobito. Ya me conoces. ¿Quedamos entonces el próximo viernes?

—Yo no quedo, Javi. No hago planes. Yo aparezco. Igual lo hago o no.

—Vale. Pues
aparece
mágicamente el próximo viernes sobre las ocho.

Echaron a andar. En la primera tienda de comestibles no les quedaba tabaco de la marca que fumaba, así que siguieron caminando. Javi hablaba del pasado.

—Tío, cuando te fuiste en las navidades de segundo a Inglaterra —iba comentando mientras gesticulaba emocionado—. Hostia, eso fue espectacular, ¿sabes?

Álex suspiró de forma avejentada y matrera. Sonrió con resignación.

—No dejarás que lo olvide nunca, ¿eh? Era un crío. Me molaba ese rollo y decidí hacerme un personaje. Punto.

—Y bien que te mola todavía, mamón. A mí no me engañas. A ver, yo estaba en EGB, creo que en séptimo... —se esforzaba en recordar—, sí, tenías que estar en segundo de BUP. Vaya cambio radical, ¿eh? ¿Qué coño te pasó en Londres para que volvieras armado hasta los dientes de parafernalia siniestra? De la noche a la mañana pasaste de ir por la vida con el rollo de víctima con la nariz metida entre los libros a ser el puto amo, vestido de negro de la cabeza a los pies y hostiándote con el primero que te tosiera. Te lo curraste bien. Tenías a medio instituto acojonado. Y al otro medio, partiéndose la polla de ti.

—Hice mucho el gilipollas, sí —admitió con la vista en el suelo, entretenido en darle pataditas a una chapa—. Pero no cambiaría ni una coma de nada de lo que pasó —señaló una tienda de frutos secos—. Mira, ahí hay unos chinos. Tira para dentro.

—A ver, mi pregunta es por qué no compras en el estanco, joder. Hola, hola —saludó a la mujer coreana que estaba tras el mostrador—. Así te dejas una pasta a lo tonto...

—Dame un West —pagó contando moneditas y salieron—. Compro en estanco, y por cartones. Pero siempre se me acaba cuando ya están cerrados...

—Hemos acabado fumando todos como cabrones por tu culpa... Yo empecé ¡en octavo! Tío, debería denunciarte. Cuando tenga cáncer lo haré... —puso una mueca—. ¿Sabes que mi madre te tenía pánico, Álex? Qué gracioso era eso. Intentaba por todos los medios alejarnos de ti. Claro, conseguía justo lo contrario... —se detuvo en la mitad de la calle y le señaló con la cabeza la que habían dejado atrás—. ¿Qué, nos volvemos con tu Verónica?

—Paso.

—Sólo son las doce. ¿Quieres venirte a casa? Ponemos la play o una peli.

—Te emancipaste. Increíble. ¿Vives muy lejos?

—No mucho.

—Lo digo porque yo vivo aquí al lado.

—Coño, pues vámonos a tu casa, tío.

—Si quieres ponerte una película, no. No tengo ni tele ni vídeo. Habría que verla en el ordenador, y tampoco tengo muchas pirateadas.

—Qué pereza. Vamos a la mía. ¿Tienes billete de metro? Sólo son cuatro paradas, dando una vuelta absurda.

—Andando mejor —respondió—. Qué viernes más tonto, joder. No estoy ni borracho.

—Todavía tienes tiempo, lobo. Si quieres nos la agarramos enorme en casa —le dio al cigarro una calada fuerte y echó el humo resoplando—. ¿Sabes, Álex? Vosotros siempre os habéis traído un rollito muy raro. Digo Fran y tú. Mi hermano tiene un problema importante contigo. Yo siempre se lo decía: “Fran, ¿no te cansas de ser su perro?”, pero él nada, como quien oye llover... Le vino de puta madre que desaparecieras. Cuando erais uña y carne él estaba como loco, loco peligroso y alcohólico terminal. Peor que tú, y mira que es difícil. Era como si te emulara en todo, como si tuviera que hacerlo todo más y mejor que tú para recibir tu aprobación. Fíjate cómo será que creo que se tira a Paula sólo porque tú lo hiciste antes...

—Es lo que tienen los perros asilvestrados; no han sido salvajes siempre, así que tienen que demostrarlo. Tu hermano consideraba que la libertad era volcar contenedores y acertar en las farolas con las litronas —subió la pierna al capó de un coche y se ciñó las trabillas sueltas de las botas—. Le echan la culpa al lobo de los destrozos del ganado, pero el cimarrón es mucho más dañino. El perro conoce al hombre excesivamente bien; le ha amado y temido demasiado como para seguirlo haciendo una vez que se ha librado de la cadena. Comparados con una buena manada de lobos, jerárquica, alimentada y contenta, los dingos están como putas cabras.

Javi aguardaba pacientemente mientras se miraba las uñas. Dio una calada y bostezó de forma exagerada.

—¿Has acabado de evangelizarme? ¿Sí? Menos mal —se estiró hasta que le crujieron los nudillos y los codos—. Lobo, que a mí no me pone el rollito espiritual, no te canses... Me refería a que a ver cuándo crecéis, os montáis un puto trío y nos dejáis en paz a los demás de una vez.

Álex escupió una risa entrecortada y le mostró los colmillos.

—Qué cabrón eres, Javi.

Pasaron las calles de las putas y, antes de llegar a Silva, tuvieron que sortear los campamentos de mendigos de la plaza.

—Teníamos que haber ido por Gran Vía. ¿No te pone enfermo esto?

—La verdad es que no —respondió Álex con sinceridad—. Es probable que sean más felices que tú y que yo. Llevan vidas más libres y más simples.

—La mierda y el frío vienen incluidos en el pack, ¿eh? Cualquiera es más feliz que tú seguro, lobito, pero es que tú eres maniaco depresivo. Y de los clínicos.

Un viejo se levantó de golpe de sus mantas y bolsas y empezó a bramar según pasaban:

—¡El fin está próximo!

—Otro puto chiflado —gruñó Javi—. ¿Qué pasa contigo, lobo, que los atraes?

El vagabundo se acercó a ellos.

—Mierda. Disimula. No le mires a los ojos.

El mendigo se lanzó contra Javi y le preguntó con desesperación:

—¿Estáis dentro?

—¿Qué, hay una conspiración alienígena?

—¿Alienígena? —repitió muy sorprendido el viejo.

—Ande, amigo, váyase a dormir la mona.

—Dormir... No puedo. Ya va quedando menos gente que no lleve dentro a otro.

Javi se rió grotescamente.

—Hooostia... este hombre está fatal.

El indigente se le acercó más, hasta ponerle su molesta presencia frente a la cara.

—¿Eres de los nuestros?

—Joder, déjeme, que yo no me he metido con usted —dijo apartándole de malos modos. El viejo se separó, trastabilló y se dirigió al otro.

—¿Estás en ello?

Álex no se quitó. Le aguantó el aliento rancio a sarro, sudor y vino barato. Respondió simplemente:

—Sí.

El hombre sacudió la cabeza y entornó los ojos.

—¿Qué llevas dentro? —le preguntó—. ¿Eres caballo de otro?

Mostró los colmillos.

—¿Y tú?

El viejo retrocedió.

—¿Yo? ¡Yo sólo soy una rata miserable, caballero! ¡Una rata! ¡Nada más que una rata!

Él dio un paso al frente con la sonrisa llena de dientes inmensos y el mendigo se asustó. Tropezó y casi se cayó al suelo. Álex le levantó cogiéndole por el brazo.

—Tranquilo. El lobo no caza ratones.

El anciano temblaba. Parecía a punto de echar a correr. Álex le hizo un gesto apaciguador, se buscó la cartera y contó el dinero que tenía. Las monedas eran todas de menos de veinticinco, así que, con una mueca dolorosa, le dio un billete de mil muy sobado.

—¿Tú estás imbécil? —le susurraba Javi.

Álex no le prestó atención alguna. Miró al viejo a los ojos.

—Échale huevos —le dijo—. Que nada dura eternamente.

—Gracias, caballero, gracias...

En cuanto el vagabundo se alejó, Javi comenzó a gritar.

—¡Álex! ¡Pero si no tienes ni un puto duro! No me jodas. Es que eres la hostia. Yo no te entiendo, tío. Estás para encerrarte. ¿Por qué coño tienes que pararte a hablar con mendigos? ¿Sabes lo que te pasa? Que vas a acabar como ellos. Dentro de unos años, te encontraré revolviendo en la basura y hablando solo. ¡Joder! ¡Joder!

Álex siguió andando, con su compañero vociferándole mientras bajaban por toda la calle de la Luna. No le respondió. Se detuvo a mirar los escaparates de las tiendas de tebeos: las cartas de Magic, los libros de rol, las figuras de resina, los muñecos de Star Wars, las portadas de cómics.

—Javi, tío. Tranquilízate —acabó por decir perdiendo la paciencia—. Sólo son gente. Una vez le ayudé a una a llevar unas bolsas. No se me olvidará nunca lo que me dijo. Me contó que había estudiado Historia del Arte. Que trabajó en el Museo del Prado. De entrada, me creí que estaba loca; y lo estaba, claro, pero no mentía. Cuando le dejé las cosas donde quería, me dijo: “No tengo dinero para pagarte, pero te voy a dar algo a cambio. ¿Sabes cómo se llaman los leones de la estatua de la Cibeles?”. Yo le contesté que no, que no lo sabía. Y ella me dijo: “Atalanta e Hipomenes”. No lo olvidaré jamás. Es uno de los mejores pagos que he recibido nunca por un trabajo.

—La leche. Álex, de verdad. Tú no estás bien.

—Deja de repetirlo, Javi. ¿Vamos a irnos a tu casa o piensas seguir echando espuma por la boca porque le haya dado mil pelas a un mendigo?

Javi refunfuñó un rato más pero acabó rindiéndose.

—Vámonos. Es aquí mismo. A Paula le viene cojonudo porque curra ahí al lado, pero yo tengo una tirada hasta la facultad de siete pares...

Se detuvo en seco.

—Eh. Espera. ¿Vives con ellos?

—A ver, ¿tú crees que yo tengo cara de poderme pagar un alquiler solito?

—No. Ni en broma. Ya me parecía a mí...

—Lo que pasó es que se me hincharon las pelotas de no tener independencia, así que decidí quitársela a ellos. Colaboro con los gastos, aunque trabajo poco y estudio menos; es decir, que no hago ninguna de las dos cosas. Me tocará acabar pidiéndole curro a Jaime.

—Su puta madre. ¿Qué pasa, que tenéis al chacal de empresa de trabajo temporal? Seguro que tiene al anormal de tu hermano explotado y le paga una mierda.

—Venga, hombre. Sólo hay que saber tratarle. A mí Jaime me hace gracia, francamente. Y él a ti te adoraba.

—Eso era lo que me tocaba los cojones, su actitud relamida de sumisión.

—No te molan los carroñeros, ¿eh? —soltó Javi doblando la sonrisa.

Álex le miró con desagrado.

—No te confundas —le cortó—. Mira, Jaime es un gilipollas y uno de los tíos más despreciables que me he echado a la cara en la vida. Pero no lo es por el animal —precisó—:
lo es por la persona
. Un chacal no tiene nada que envidiar a un coyote, Javi. No hay bichos nobles e innobles. Eso son parámetros humanos. Los animales no son ni buenos ni malos. Sólo
son
.

—Qué plasta te pones. Qué más dará, si no le ves desde hace la tira. Anda, vamos para casa y subes a saludar.

Lanzó la colilla a la acera y bajó los ojos.

—No me parece buena idea, Javi.

—Venga, coño. Que habrán pasado ya más de cinco años. Erais unos mocosos. Súbete y saqueamos la nevera, ponemos una peli y hacemos palomitas. Además, seguro que están sobando. Son todo diversión, sabes.

Álex levantó la vista del suelo.

—Qué coño. Venga.

Se dieron el paseo hasta el portal a buen ritmo, hablando poco. Álex estaba por dentro más nervioso que si tuviera quince años, pero lo recubría de un barniz de indiferencia. Estuvo a punto de darse la vuelta en tres ocasiones. Cuando Javi se sacó el manojo de llaves, él hundió los hombros y entró en el portal arrastrando los pies. Subió los escalones y se introdujo en el ascensor antiguo de hierros. Javi apretó el tercero y los acompañó en la subida el chirrido de la máquina. Salieron y llamó a la puerta, primero con los nudillos, y luego al timbre. Se abrió el ojo de la mirilla. Javi se puso enfrente y sacó la lengua, estirándose los labios con los dedos.

—¡Paula! Estoy aquí con un amigo.

La voz de la chica se escuchó pegajosamente adormilada.

—Javi, joder, ¿otra vez te has dejado las llaves? —abrió un resquicio con aspecto soñoliento, rascándose el pelo revuelto. Cuando subió la vista puso la misma expresión que si le hubieran pisado el estómago—. ¿Álex?

—El que viste y calza.

—¿Qué coño...? —le miró horrorizada, como si en lugar de a un viejo conocido se hubiese encontrado una cucaracha gigante en el descansillo—. Espera que voy a ponerme algo.

Les dio la espalda y salió andando deprisa hacia el cuarto. Estaba en tanga negro de encaje, camiseta interior rosa de gatitos y descalza. La vio por la rendija que había dejado abierta y la imagen le golpeó brutalmente y le hizo tragar saliva. Recordaba hasta su olor. El tacto de su cabello castaño y liso exageradamente largo, los nudos y enredos que se le hacían solos después de echar un polvo y cómo se sentaba desnuda de piernas cruzadas y, maldiciendo, se peinaba con los dedos las marañas.

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