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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (54 page)

BOOK: Politeísmos
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Cuando acabó de tonterías era la hora del lunch. Se escurrió de la comida de empresa con educación y salió a la calle. La luz se hacía tenue, matizada; parecían las seis de la tarde en lugar de la una. Trotó hasta una cabina, tiró de la puerta y metió en la ranura una moneda heptagonal con la rosa coronada de los Tudor. Apoyado contra el teléfono, dijo:

—Susan.

Pasaron unos segundos hasta que contestó una voz femenina, suave, que se armaba de infinita paciencia antes de responder.

—Please... —suspiró—. Could you call me
mum
for once?

—Vale. Mum —respondió él en principio en español, cambiando rápidamente de lengua y hasta de acento, en la curiosa combinación que emplean los bilingües cuando hablan con alguien que comprende sus dos idiomas. Paseó los ojos por el interior de la cabina de teléfono, empapelada de postales de putas de todas las nacionalidades y colores—. I’m in front of a naughty schoolgirl named Yoko, “all services, caning and Dom/Sub included”, a scandinavian babe a little bit dull, a japanese model dressed up as a french maid and hot Black Cathy “willing to pamper me”. Which do you prefer for a ménage à trois?

—What?

Álex se sonrió.

—I’m inside a red phonebox, there are double-decker buses, the taxis are black and weather is a wonderful shit: cold and damp. Can you move your ass to the zone one now? Regent street —apretó el auricular con el hombro mientras encendía un cigarro—. Better at the pointy church what’s-its-name. Yes, at the dick-shaped tower —dio una calada—. One hour? Damn you. What? —le gritó al teléfono—. Come here naked, you slut! Yeah. I love you too.

El lobo colgó y se sentó en la escalinata del pórtico circular de la iglesia de All Souls. Sacó un libro de la mochila y dejó caer la espalda contra la columna, alzando la vista de cuando en cuando para contemplar la avenida comercial de Londres. Después de bastante más de una hora, a lo lejos, entre la marea humana y colorida, los carteles de periodicuchos de prensa amarilla, las barras de la parada del autobús con letreritos rojos y las farolas estiradas como bastones, distinguió la silueta de una mujer delgada de poco más de cuarenta y cinco años, pero con aspecto juvenil, aniñado, la piel muy blanca y el pelo negro, largo y liso. Álex se levantó y le dio un tiro al cigarro. Su madre se acercaba con una sonrisa dulcificada, algo distraída. Le saludó con un abrazo delicado, pero Álex cerró los brazos y prácticamente le estranguló las costillas. La mujer le llegaba por el mentón. Se apartó de él y separó los labios.

—Sweetheart... You are so skinny!

Álex se tomó a guasa el comentario sobre su delgadez extrema. Tiró la ceniza de la punta del pitillo.

—Que te follen, Susan. Haven’t you heard? It’s the last fashion. Pale, undernourished and famelic guys kick the strong ‘n’ muscled ones’ asses. The Auschwitz look is back!

La madre meneó la cabeza.

—You are so stupid, love...

Álex subió la vista, extendió la mano y gruñó. Chispeaba.

—What happens with the weather up here? Joder, it has changed three times in four hours! Now it’s raining, half an hour ago it was sunny, early in the morning I saw frost on the cars... Frost!

Susan sonrió con placidez, no haciendo el menor caso a las quejas a voz en grito de su hijo.

—Where are we going? We can take the tube if you don’t want to get wet...

El lobo casi rugió al oír hablar del “tube”. Ya había tenido suficiente marea humana con el aeropuerto, y volver a meterse en el metro le daba mil patadas.

—Paso; I like getting wet. I prefer the snow, of course. With this bloody weather, maybe it’ll be snowing in a couple of minutes. And I hate the fucking underground, Susan —bufó Álex—. The common herd, the human mass.
The smell
—disfrutó sus siguientes palabras, construyendo cada frase entre los dientes apretados—. Makes me feel sick, violent: the warm flesh under the damp clothes and the stink of their sweat. There, they look... —murmuró dejando caer la voz hasta romperla— what they always are: livestock. And I’m not sure if I could stay calm; I have something, something
inside
, that loves killing farm animals —se mordió la sonrisa feroz y desagradable que llevaba en la cara—. With a sawn-off, oh yeah... Or with my teeth... Much better with my own fangs, Susan —el lobo elevó un poco la cabeza y dejó salir el aliento—. To listen the burst of their guts, to feel their sticky blood on my skin... Joder... —abrió los ojos de golpe—. I’m turning on... —murmuró con la voz ronca, en un jadeo. Luego se puso muy derecho y adoptó un aire entre contrito y burlesco—. I’m so sorry, mother.

—Why? —preguntó ella con cierto aire negligente, sin prestarle mucha atención. Tenía los ojos en otro lugar, y los pensamientos aún más lejos.

—‘Cause I have a hard on! —gritó Álex en las escaleras de la iglesia anglicana, haciendo que se volvieran una mujer que salía y un tipo estirado con los ojos como platos—. Don’t you see the shape under the trousers? It’s not the mobile, Susan. It’s your baby’s very big hard cock!

Susan se giró con el ceño fruncido.

—Sweetheart. Stop that joke.

—All righ’ —replicó él dándose media vuelta—. Let me go to the bathroom and I finish righ’ now. Churchs have toilets inside, don’t they? A confessional booth suits me too. Cozy. And I can hear women’s confessions while I gasp...

—Alex! —exclamó ella, cogiéndole el brazo porque se metía de cabeza en All Souls—. Do you want a slap?

El lobo sonrió sarcásticamente y siseó:

—Better a spank, princess.

—Fuck you —respondió su madre marcando especialmente la oclusiva—. See? You always make me use four-letter-words.

—I love you deep, Susan. Bueno —tiró la colilla al suelo—. Are we going for a walk?

—The Eye is open, love. Do you want to ride it on?

Álex pestañeó.

—The eye? What the hell are you talking about?

—The ferris wheel, sweetheart.

Álex tardó en caer en lo que se refería: la gigantesca construcción que se había tirado dos años cerrada por problemas técnicos desde que la inauguraron. Recordaba haber hecho apuestas de que se despeñaría rodando por el Támesis antes de que la pisara el primer guiri. Arrugó el labio superior.

—Ah. Ya. La puta noria. So I lost the bet.

—It’s beautiful. You should try to see the whole city from a bird’s eye view.

—Give my kindest regards to ravens. I’ve already seen London from the plane. Me sobra —se colgó la mochila al hombro—. No, I have to go shopping. Will you come with me?

La madre elevó los ojos.

—Oh, my... Camden Town, isn’t it? You are terrible, Alex. When are you going to grow up?

—Never, Susan. You know what I think: Madurar, ¿para qué? ¿Para pudrirme luego? And it’s not a matter of age. It’s... vagancia. Routine.

Según avanzaban por una calle ancha con árboles, iba desapareciendo la gente. Había dejado de llover. Los edificios se hacían más bajos y más feos. Se sucedían las sedes y embajadas encerradas en pórticos con verjas negras de hierro. La madre practicaba el arte de la conversación con voz meliflua, mientras Álex iba leyendo los rótulos de las modestas casitas, prácticamente iguales, que jalonaban la avenida: embajada de Kenia, de Polonia, de China, de Turquía... Frente a Regent’s Park, al ver el cartel de Estados Unidos junto a una curva de columnatas como un desfile de templos griegos, soltó una carcajada.

—What’s this? —dijo señalando el colosal edificio que ocupaba el giro entero—. ¿Nosotros la tenemos más grande?

La madre no pareció entenderle. Cruzaron al jardín, que se asemejaba un campo de golf con impresionantes castaños y sauces. Después de llegar a la fuente con forma de copa y al cipresal, Álex gruñó. Cogió otro camino para salir del parque.

—What happens?

—There’s the zoo, Susan.

—So?

—I didn’t like it when I was six, so imagine now. I think the only pleasure of that stupid place for animal torture is looking at the filthy apes and imagine a middle-class family caged. Non-human primates —resopló—. Chorradas. Put a pink dress and a ribbon on a beautiful monkey and enjoy! —rugió con una gesticulación rabiosa antes de hundir los hombros—. They are just the same.

La madre sonrió. Dejaron atrás unos columpios y atravesaron la calle.

—Nobody would say that if they just see you, but you used to be a sweet and sensitive kid.

Álex se quedó parado al lado de una fuente. Pestañeó.

—Venga ya. “Sweet and sensitive”? —preguntó con voz tirante, como si le hubiera ultrajado—. ¿Como en un anuncio de compresas?

—You’ve always cared for animals —respondió Susan con una sonrisa—. I’m your mother. I’ve seen you crying reading White Fang, Alex.

Él le echó a su madre una mirada larga, detenida, mientras se le torcía el desdén en la boca.

—For a different reason than you think, Susan —dijo finalmente. Sacó un pitillo y lo encendió, sin hacer ningún caso a la mala cara que ponía ella—. But you are right; I’ve always cared for animals. Poor monkeys. I take back my words. They’re just a threat, not a danger. Good luck for them; they are not humans.
Aún
.

Avanzaron haciendo quiebros entre los semáforos por una zona casi deshabitada. Álex siempre se confundía y no miraba los
Look right, Look left
que estaban pintados en la calzada. Su madre le tuvo que tirar en varias ocasiones del abrigo hasta la acera. Las casas se hacían ruinosas. Aparecían comercios: peluquerías, tiendas de discos, tratorías y gente, aglomeraciones de gente, de nuevo. Al fondo se destacaba la taberna roja The World’s End. Junto a la entrada rojiazul del metro se agolpaban grupitos disfrazados: chavales con rastas, chicas vestidas de colores como banderas gays, andróginos con sombreros absurdos, punks y góticos, góticos a puñados. Álex caminaba con una sonrisa cáustica. Una chavala escuálida con ojeras pintadas de rojo, coletas cardadas de lolita y saturada de piercings le entregó un flyer de propaganda. Él enarcó las cejas y arrugó el papelito.

—I’d say at least she is hot, but I’m not sure even she’s a girl or a guy.

A su madre le entró la risa.

—You love this, Alex.

—I hate this, Susan.

—Then, why are we here?

Había puestos con medias de reja, de leopardo y de tela de araña, banderas británicas, mitones rayados, falditas escocesas atravesadas de imperdibles, pañuelos palestinos y material de bondage y sadomaso: esposas, las que quisiera. El lobo sonrió de forma misteriosa al divisarlas. Entretanto, su madre compraba dos capuccinos take away a un indio. Atardecía a toda velocidad. El Market Lock estaba cerrando y los inmigrantes se apresuraban a recoger las barras de ropa. Mientras pasaban por delante, Álex le dio un trago por el agujerito al gran vaso de cocacola con tapadera. Puso cara de asco al saborear el hirviente batido de café suavísimo.

—Don’t you like it, love?

—It’s disgusting, Susan. So sweet. You never remember I don’t like sugar, joder.

—Sorry.

—Da igual. It’s hot.

Y el frío empezaba a ser intenso. Se le helaba la cara y tenía el pelo un poco húmedo de las cuatro gotas que habían caído. Sujetó el envase de cartón entre las manos hasta que los dedos fueron reaccionando, al tiempo que miraba de refilón las tiendas: corsés, botas, gabardinas de tachuelas, vestiditos negros y fucsias con transparencias y lazos —sabía de una a la que le hubiera encantado ese repollo siniestro de criada de película porno—, gorras de polipiel, pantalones a cual más recargado y sombreros de pirata. Atendían señores mayores de lo más vulgares, lo que producía un contraste absurdo y violento: una anciana con rebeca rosa que tomaba té en una taza de cerámica despachaba collares de perro y guantes con raso trenzado a una esbelta pareja de adoradores de los tatuajes, mientras en su tienda negrísima se exhibían trajes victorianos de terciopelo y seda sólo aptos para vampiros y multimillonarios. Lo sorprendente es que los transeúntes vestían calcados a los maniquíes; era como estar en una fiesta de disfraces. El lobo atravesó la calle y se metió derecho en el sótano de otro local bastante más discreto, siniestro en el sentido recto de la palabra: tenía poca luz, estaba lleno de polvo, de porquería, de objetos que parecían llevar años en su sitio sin que nadie los moviera. De las paredes colgaban pósteres amarillentos.

Álex no se detuvo. Se acercó como un tifón, levantó la pierna y plantó una botaza metálica sobre el mostrador, mientras su madre le contemplaba meneando la cabeza.

—The same ones —dijo—. Size eleven.

El dependiente —un fideo con cresta— enarcó una ceja. Álex bajó la pierna. Su madre se sonrió. El chaval empezó a buscar, mientras el lobo recorría la barra de pantalones y de camisas mirando las etiquetas hasta que encontró la copia exacta a lo que llevaba puesto. Cogió dos de cada.

—Love... —suspiró Susan—. You are incredible.

—No, I’m not. Cuando se me rompe la ropa, la repongo.

—Why don’t you buy a simple black trouser and a black shirt in Spain? Here, everything is much more expensive, Alex...

—‘Cause —replicó él— I’d have to try them on for size, and I’m allergic to changerooms, Susan. I bought here the first time, and I’ll continue buying here ‘till they close. If these clothes are stopped making... iré en bolas.

El londinense regresaba con una caja enorme.

—Do you want to try them on? —le preguntó.

—Yeah.

—But you just said... —intervino su madre, y acabó dejándolo por imposible. Se alejó de su hijo y deambuló con la mirada entre los compactos y vinilos roñosos de grupos que no conocía ni por lo más remoto. Álex se metió las botas.

—Perfect —se sacó la visa y el DNI, ante la mirada extrañada del punk, que manejó la tarjeta plastificada rosa y naranja como si no supiera qué hacer con ella.

—Alex. Put your identity card away —le dijo la madre—. You don’t need it.

El lobo echó unas cuantas pestes al recordar el sistema que empleaban para saber si era o no el legítimo propietario de la tarjeta, firmó el recibo y contempló con una mueca sardónica cómo el dependiente comprobaba la similitud de los churros angulosos, soltando en español, coreado por las carcajadas de Susan: “Como si fuera tan difícil falsificar una firma, joder”. Ahí mismo le arrancó las etiquetas a la ropa y se la apretó en la mochila. Guardó las botas viejas en la caja y las arrojó al primer contenedor que vio en cuanto salieron.

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