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Authors: Jared Diamond
Tags: #Divulgación Científica, Sexualidad
Obviamente, este sistema produce tanto ganadores como perdedores. Puesto que los números de hembras y machos de papamoscas son aproximadamente iguales, y puesto que cada hembra tiene una pareja, por cada macho bígamo debe haber un desafortunado macho sin pareja. Los grandes ganadores son los machos poligínicos, que son padres de una media de 8,1 polluelos anuales (sumando la contribución de ambos emparejamientos), comparados con los sólo 5,5 polluelos de los que son padres los machos monógamos. Los machos poligínicos tienden a ser mayores y más grandes que los machos no emparejados, y vigilan con éxito los mejores territorios y los mejores agujeros para nido en los mejores hábitats. En consecuencia, sus polluelos terminan siendo hasta un 10 por 100 más pesados que los polluelos de otros machos teniendo estos grandes pollos mayores posibilidades de sobrevivir que los más pequeños.
Los auténticos perdedores son los desafortunados machos no emparejados, que no han conseguido ninguna pareja y no son padres de absolutamente ninguna prole (por lo menos en teoría; diremos más sobre esto después). Los otros perdedores son las hembras secundarias, que tienen que trabajar mucho más duro que las hembras primarias para alimentar a sus crías: terminan efectuando veinte entregas de alimento por hora al nido, comparadas con sólo trece de la otra. Puesto que las hembras secundarias se agotan de esta manera, pueden morir antes. A pesar de sus hercúleos esfuerzos, una laboriosa hembra secundaria no puede aportar tanta comida al nido como una relajada hembra primaria y un macho trabajando juntos; luego, muchos polluelos mueren por desnutrición y las hembras secundarias terminan con menos prole superviviente que las hembras primarias (3,4 contra 5,4 polluelos de media). Además, las crías supervivientes de las hembras secundarias son más pequeñas que las de las hembras primarias, y por lo tanto es menos probable que sobrevivan a los rigores del invierno y a las migraciones.
Dadas estas crueles estadísticas, ¿por qué debería ninguna hembra aceptar el destino de ser «la otra»? Los biólogos solían especular con que las hembras secundarias eligen su destino, razonando que ser la relegada segunda esposa de un buen macho es mejor que ser la única esposa de un macho desastroso con un territorio pobre (es sabido que los hombres ricos casados representan una oportunidad similar para sus amantes potenciales). Más tarde resultó que las hembras secundarias no aceptan su destino a sabiendas sino que son conducidas a él mediante artimañas.
La clave de este engaño es el cuidado que se toma el macho poligínico de situar su segundo hogar a un par de cientos de metros del primero, con muchos territorios de otros machos interpuestos. Es llamativo que los machos poligínicos no cortejen a su segunda esposa en ninguno de los agujeros potenciales cercanos al primer nido, incluso cuando así reducirían su tiempo de recorrido diario entre ellos, tendrían más tiempo disponible para alimentar a sus polluelos y reducirían a la vez su riesgo de acabar siendo traicionados mientras están en camino. La conclusión que parece inevitable es que los machos poligínicos aceptan la desventaja de un lejano segundo hogar para poder engañar a la compañera secundaria potencial y ocultarle la existencia del primer hogar. Las exigencias de la vida convierten a una hembra de papamoscas cerrojillo en especialmente vulnerable al engaño. Si descubre después de la puesta que su pareja es poligínica, es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Es mejor para ella quedarse con esos huevos que abandonarlos, buscar un nuevo compañero entre los machos entonces disponibles (en cualquier caso, la mayoría son potenciales bígamos) y esperar que la nueva pareja demuestre ser algo mejor que la anterior.
La estrategia que le queda al macho de papamoscas cerrojillo ha sido investida por los biólogos masculinos con el término (de reminiscencias moralmente neutrales) «estrategia reproductiva mixta» (abreviada MRS
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). Esto significa que los machos emparejados de esta especie no sólo tienen una pareja: acechan además intentando inseminar a las parejas de otros machos. Si encuentran una hembra cuya pareja está temporalmente ausente, intentan copular con ella y con frecuencia lo consiguen. Se acercan a ella cantando fuertemente, o bien se deslizan a su encuentro silenciosamente; el segundo método tiene éxito con mayor frecuencia.
La escala de esta actividad deja estupefacta a nuestra imaginación humana. En el primer acto de la ópera de Mozart Don Giovanni, el sirviente de Don Juan, Leporello, se jacta ante Doña Elvira de que aquél ha seducido únicamente en España a l.003 mujeres. Esto suena impresionante hasta que te das cuenta de cuán longevos somos los humanos. Si las conquistas de Don Juan tuvieron lugar durante treinta años, sedujo tan sólo a una mujer española cada once días. Por el contrario, si un macho de papamoscas deja temporalmente a su pareja (por ejemplo, para encontrar alimento), como media otro macho se interna en su territorio en diez minutos y copula con su compañera en treinta y cuatro minutos. El 29 por 100 de todas las cópulas observadas probaron ser EPC
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(cópulas extramaritales), y se estima que un 24 por 100 de todas las anidaciones son «ilegítimas». Está probado que el intruso-seductor es habitualmente el vecino de la puerta de al lado (un macho de un territorio contiguo).
El mayor perdedor es el macho traicionado, para el que las EPC y la MRS constituyen un desastre evolutivo. Despilfarra una temporada de cría completa de su corta vida alimentando polluelos que no transmitirán sus genes. Aunque el macho que perpetra una EPC pueda parecer aparentemente el gran ganador, una pequeña reflexión deja en claro que cerrar así la hoja de balances del macho es engañoso. Mientras tú estás por ahí haciendo el tenorio, otros machos tienen la oportunidad de hacer lo propio con tu compañera. Los intentos de EPC raramente tienen éxito si una hembra está dentro de una distancia de nueve metros de su pareja, pero las posibilidades de éxito aumentan vertiginosamente si su pareja está a más de nueve metros. Esto hace a la MRS especialmente arriesgada para los machos poligínicos, que emplean mucho tiempo en su otro territorio o en el trayecto entre ambos. Los machos poligínicos intentan lograr también una EPC, y como media efectúan un intento cada veinticinco minutos, pero una vez cada once minutos algún otro macho está deslizándose en el interior de su territorio para probar suerte con una EPC. En la mitad de todos los intentos, el macho cornudo de papamoscas está fuera en busca de otra hembra de papamoscas, en el preciso momento en el que su propia compañera está siendo sitiada.
Estas estadísticas llevarían aparentemente a considerar la MRS una estrategia de dudoso valor para los machos de papamoscas cerrojillo, pero éstos son suficientemente listos como para minimizar sus riesgos. Hasta que han fertilizado a su propia pareja, se quedan dentro de una distancia de dos o tres metros de ella y la guardan diligentemente. Sólo cuando ha sido inseminada se van por ahí a hacer el tenorio.
Ahora que hemos estudiado ya los variados resultados de la batalla de los sexos en los animales, veamos cómo encajan los humanos en este cuadro más amplio. Mientras que la sexualidad humana es única en otros aspectos, es bastante ordinaria cuando se trata de la batalla de los sexos. La sexualidad humana se parece a la de muchas otras especies animales cuyas crías son fertilizadas internamente y requieren cuidado biparental, difiriendo así de esa otra mayoría de especies cuyas crías son fertilizadas externamente y disfrutan sólo de cuidado uniparental o, incluso, de ningún cuidado en absoluto.
En los humanos, como en todas las demás especies de mamíferos y aves, excepto los pavos australianos, un óvulo que acaba de ser fertilizado es incapaz de conseguir una supervivencia independiente. De hecho, el lapso de tiempo hasta que la prole puede aprovisionarse de alimento y cuidar de sí misma es cuando menos tan largo para los humanos como para cualquier otra especie de animales, y mucho mayor que para la inmensa mayoría. De ahí que el cuidado parental sea indispensable. La única pregunta es: ¿qué progenitor suministrará ese cuidado, o serán ambos padres los que lo hagan?
Hemos visto que la respuesta a esa pregunta depende para los animales del calibre relativo de la obligada inversión del padre y de la madre en el embrión, de las oportunidades alternativas perdidas de antemano por su elección de proporcionar cuidado parental y de la confianza en la paternidad o maternidad. Examinando el primero de estos factores, la madre humana realiza una inversión obligada mayor que la del padre humano. Ya en el momento de la fertilización un óvulo humano es mucho mayor que un espermatozoide, aunque esa discrepancia desaparece o es invertida si el óvulo es comparado con la eyaculación completa de espermatozoides. Después de la fertilización, la madre humana está comprometida a nueve meses de gasto de energía y tiempo, seguido por un período de lactancia que duraba cerca de cuatro años en las condiciones de vida de los cazadores-recolectores, que caracterizaron a todas las sociedades humanas hasta la aparición de la agricultura hace cerca de diez mil años. Como yo mismo puedo muy bien recordar de la observación de cuán rápidamente desaparecía la comida de nuestra nevera cuando mi mujer estaba dando de mamar a nuestros hijos, la lactancia humana es energéticamente muy cara. El presupuesto diario de energía de una madre lactante supera el de la mayoría de los hombres que llevan incluso un estilo de vida moderadamente activo, y sólo es superado por el de los corredores de maratón en pleno entrenamiento. De ahí que no hay forma de que una mujer recién fertilizada se levante de la cama conyugal; mire a su esposo o amante a los ojos y le diga: «¡Tú tendrás que cuidar de este embrión si quieres que sobreviva; porque yo no lo haré!» Su consorte reconocería esto como un farol.
El segundo factor que afecta el interés relativo de hombres y mujeres en el cuidado de los niños es su diferencia en cuanto a otras oportunidades desperdiciadas como consecuencia de ello. Debido al tiempo de compromiso de la mujer con el embarazo y la lactancia (bajo las condiciones de los cazadores-recolectores); no hay nada que ella pueda hacer durante ese tiempo que le permita producir una nueva prole. El patrón tradicional de lactancia era amamantar muchas veces cada hora, y la liberación de hormonas resultante tendía a causar amenorrea lactativa (cese del ciclo menstrual) durante varios años. De ahí que las madres de los cazadores-recolectores tuvieran hijos a intervalos de varios años. En la sociedad moderna una mujer puede concebir de nuevo unos pocos meses después del parto, bien renunciando a la lactancia materna en favor de la lactancia artificial; bien amamantando al bebé sólo cada pocas horas (como tienden a hacer las mujeres modernas por comodidad). En estas condiciones, la mujer pronto recupera el ciclo menstrual. Sin embargo, incluso las mujeres modernas que evitan la lactancia natural y la anticoncepción raramente dan a luz a intervalos menores de un año, y pocas mujeres dan a luz a más de una docena de niños en el transcurso de su vida. El récord vital de número de hijos de una mujer es un modesto sesenta y nueve (una mujer moscovita del siglo XIX especializada en trillizos), que suena formidable hasta que lo comparamos con las cifras conseguidas por algunos hombres que serán mencionadas más adelante.
Así pues; muchos maridos no ayudan a una mujer a producir bebés, y muy pocas sociedades humanas practican regularmente la poliandria. En la única sociedad de este tipo; objeto de mucho estudio, los tre-ba de Tíbet, las mujeres con dos maridos no tienen como media más hijos que las mujeres con un marido. Las razones de la poliandria de los tre-ba están relacionadas por el contrario con el sistema de la propiedad de la tierra: los hermanos tre-ba se casan frecuentemente con la misma mujer para evitar subdividir una pequeña extensión de tierra.
De esta manera, una mujer que «elige» hacerse cargo de su prole no está por ello renunciando a otras espectaculares oportunidades reproductivas. En contraposición con ello; una hembra poliándrica de falaropo produce como media sólo 1,3 polluelos volanderos con una pareja, pero 2,2 polluelos si puede acaparar dos machos, y 3,7 polluelos si puede acaparar tres. Una mujer difiere también en ese aspecto de un hombre, que posee la capacidad teórica ya mencionada de dejar embarazadas a todas las mujeres del mundo. A diferencia de la genéticamente poco beneficiosa poliandria de las mujeres tre-ba, la poliginia hizo un gran servicio a los hombres mormones del siglo XIX, cuya media de producción de niños durante la vida aumentaba desde unos meros siete hijos para un mormón con una sola esposa hasta dieciséis o veinte hijos por hombre con dos o tres esposas respectivamente; y hasta veinticinco hijos para los líderes de la iglesia mormona, que tenían como media cinco mujeres.
Incluso estos beneficios de la poliginia son modestos comparados con los cientos de niños engendrados por los príncipes modernos capaces de acaparar los recursos de una sociedad centralizada para criar a su prole sin tener que proporcionar ellos directamente cuidados infantiles. Un visitante del siglo XIX en la corte de Nizam de Hyderabad, un príncipe indio con un harén especialmente cuantioso, estuvo presente allí por casualidad durante un período de ocho días, en el que cuatro de las mujeres de Nizam dieron a luz, con nueve nacimientos más previstos para la semana siguiente. El récord vital de número de prole engendrada se atribuye al emperador marroquí Ismael el Sediento de Sangre, padre de setecientos hijos y un incontado aunque presumiblemente comparable número de hijas. Estas cifras dejan en claro que un hombre que fertiliza a una mujer y después se dedica al cuidado infantil podría renunciar como consecuencia de esa elección a un enorme número de oportunidades alternativas.
El factor restante, que tiende a hacer que el cuidado de los niños sea menos gratificante para los hombres que para las mujeres, es la justificada paranoia sobre la paternidad que los hombres comparten con los machos de otras especies con fertilización interna. Un hombre que opta por el cuidado infantil corre el riesgo de que, sin saberlo, sus esfuerzos sirvan para transmitir los genes de un rival. Este hecho biológico es la causa que subyace a las repulsivas prácticas de secuestro mediante las cuales los hombres de diversas sociedades han tratado de incrementar su confianza en la paternidad, restringiendo las oportunidades de su esposa de tener relaciones sexuales con otros hombres. Entre estas prácticas se cuentan los altos precios de las novias sólo en el caso de las que son entregadas como mercancías de probada virginidad; las leyes tradicionales sobre adulterio, que definen el adulterio sólo mediante el estatus marital de la mujer partícipe (siendo irrelevante el del hombre que participa en él); la vigilancia o virtual encarcelamiento de las mujeres; la ablación femenina (clitoridectomía) tendente a reducir el interés de una mujer en iniciar relaciones sexuales, tanto maritales como extramaritales; y la infibulación (suturar los labios mayores de una mujer dejándolos prácticamente cerrados para hacer imposible el acto sexual mientras el marido está fuera).