Por si se va la luz (25 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Estábamos en el bar, solas. Enrique recogía huevos donde la bruja, muslos de pollo, lo que sea. Terminamos la clase y Enrique no llegaba; si hubiera aparecido me habría tomado un vino con él en vez de hacerle caso a Zhenia, pero era difícil escapar a su juego, porque dijo tienes que venir conmigo a casa. Tienes que. Los niños te obligan a hacer cosas, está en tu mano de persona adulta, en la mano que los obliga a ellos constantemente a hacer cosas, escribe esto, resuelve este problema de matemáticas, deja de mirar por la ventana que te estoy hablando, está en tu mano no hacer caso, yo no tengo que ir contigo a ninguna parte. Me miró con unos ojos especiales, los ojos de la conquista. Yo no pregunté por qué, para qué. No me gusta su casa, el olor fuerte que desprende a pesar de tener dos puertas constantemente abiertas, el color brutal de las telas, azul, verde, morado, rojo. El gato. Ni gatos, ni perros, ni pájaros, ni ratones, ni comadrejas, ni topos. Nada de pelo, plumas o garras a mi alrededor, nada de vida paralela. Solo lo que pueda comerme será bienvenido.

La seguí por un extraño camino, ella no dijo nada, yo había obedecido, somos hermanas, perdemos juntas el tiempo a veces, no nos demostramos el cariño, ella es una adulta con tesón y yo una niña que se aburre. Las hermanas a veces juegan a obedecerse sin hacer preguntas. Una dice pon el dedo aquí y la otra lo pone aunque duela o aunque sea asqueroso o aunque eso no se toque, y luego tendrá toda esa información llamada repugnancia (tan parecida a la traición) para transmitirla a través de generaciones o para el juicio final donde pueda decir no fue mi culpa, ella me llevó a esto. Las hermanas también tienen esa otra versión en la que forman un todo indivisible, una frontera, una camisa de fuerza, dos hermanas que juntas son un solo ojo impermeable, hermanas siamesas a las que el mundo afecta por igual e importa por igual y cualquier cosa que el mundo haga será censurada amada por ellas, y despreciado todo lo que esté fuera del nexo de unión que las hermanas tienen, todopoderosas. La gente debería temer a dos hermanas que están unidas, porque el veneno que queda inyectado en las que no lo están las hace frágiles e inútiles.

Seguí a Zhenia por el camino largo, no por el directo, me llevó rodeando las casas que hay junto a la suya para acceder a esta por la parte de atrás y yo no me cuestioné nada porque sus pasos de hermana siamesa me precedían, porque es más importante la lealtad que las preguntas; en algunos momentos la vi como los adultos vemos a veces a los niños, fanáticos esmerados en ofrecernos algo sorprendente que nunca nos afecta ni nos sorprende y tenemos que fingir mientras ellos se excitan con nuestro fingimiento y luego ya nos cansamos y los consideramos absurdos y pesados y bajamos la mano y miramos hacia otra parte y los apartamos a un lado para que dejen ya de hacer el tonto. Estuve tentada de engañarla y quedarme parada mientras ella doblaba una esquina, quedarme quieta en la esquina de una casa e imaginar cómo ella seguía andando decidida pensando que mis pasos iban detrás, hasta que de pronto se diera cuenta de que estaba sola y girara la cabeza y en su cara hubiera unos segundos de consternación primero, porque quizá yo había desaparecido por arte de magia, y luego ya los segundos de realidad en que se viera burlada y destrozada. Pero nunca me gustaron las bromas. Ni siquiera cuando era una niña. Fui su hermana siamesa durante todo el camino y por fin llegamos a donde quería llevarme, a unos metros de nosotras había unas sábanas blancas y gigantes, colgadas de unas cuerdas, que llegaban casi al suelo y tapaban la visión del patio trasero de la casa de Ivana. Zhenia comenzó a andar de puntillas. Yo la imité. Me miró cuando estábamos más cerca de las sábanas, me escrutó por si yo dudaba de algo, de la verdad de lo que estaba sucediendo; detrás del blanco, ella me lo enseñaría, habría por ejemplo una camada de gatitos recién nacidos, su gato es un macho pero se habría convertido en hembra, no hay más gatos por allí para copularla pero se habría quedado embarazada del espíritu santo, por eso no podíamos hacer ruido, para que la gata no se sintiera amenazada, así me miraba Zhenia, con cara de enseñarme algo prodigioso, único, el secreto de la vida. A mí no me gustan los gatos. Tampoco cuando era pequeña me gustaban.

Escuché un ruido de chapoteo y luego unas voces, y detuve mis pasos. Solo con extender el brazo ya podría tocar la tela blanca y apartarla para verlos, pero mi cuerpo no quería moverse. Mi hermana siamesa estaba ahí para ayudarme y para extender su brazo por mí y para adelantarse dos pasos a mi quietud y tocar con su pequeña mano la tela que se abriría como una cortina y, zas, allí estaría la camada de gatos gigantes, recién nacidos, enormes como las ratas enormes con las que soñaba en la infancia, peludas rabiosas, los gatitos ciegos aún mamando de las tetas quebradas de su madre gata tan grande como una torre el ruido de la succión y todo eso todo eso que esconde el secreto de la vida. Durante el primer segundo no nos miraron, y el primer segundo fue como un minuto, el tiempo de un escáner: en una especie de bañera metálica, grande y redonda, cabían los cuerpos de Martín e Ivana, y el sol resplandecía en sus pieles húmedas, sonrosadas por el roce, la carne desparramada de ella no podía diferenciarse de la carne enjuta de él, mucho más tostada, fibrosa, cada vez más fuerte, era un milagro que dos personas pudieran bañarse juntas en esa cosa barreño gigante, debían de estar incomodísimos, con los huesos aprisionados entre el metal y el cuerpo del otro, el agua se derramaba por los bordes como una fuente, grotesco, los músculos iban a dolerles después por la postura tan extraña, juntos parecían una araña de dos cabezas y al mismo tiempo sus rostros, quemados por la luz solar del mediodía, casi blancos, transmitían tanta calma, tanta hasta que Martín giró su cabeza y me vio, y en sus gestos se desencadenó algo monstruoso, delictivo, experimenté el dolor de mi propio pudor, la vergüenza que solo sienten los adultos al destruir la intimidad ajena, a pesar de la transformación súbita del rostro de Martín, mirándome igual que si jamás me hubiera visto, su mano siguió agarrada al pecho blando y voluminoso de Ivana, sus dedos firmemente hundidos en ese remanso mórbido, el pezón de tierra oscura asomando entre las falanges, sin moverse, mientras yo salí corriendo, di la vuelta corriendo, a grandes zancadas, con miedo a tropezar y romperme la nariz y dejar un rastro de sangre, corriendo por si era posible escapar, hacia la calle ancha del bar de Enrique, hacia el camino de la casa del boticario, corriendo hacia la carretera cortada porque a lo mejor me daba tiempo a llegar de regreso a la ciudad, sudada, pegajosa, sucia, con el pelo pegado a la frente, y no parar de correr, más lejos aún, quién sabe, hasta el lugar donde mis padres viven, allí, donde a lo mejor todavía alguien guarda para mí un poco de tarta de galletas con chocolate como premio por haber sido buena.

Encerrada en el cuarto de baño no pude controlar los temblores. Martín tardó mucho en regresar, y tuve tiempo suficiente para preguntarme a quién de los tres pretendía hacer daño Zhenia, a quién de nosotros tres quería castigar, porque no podía ser que nos aborreciera a todos con la misma intensidad. Y, de todas formas, eso no era lo importante.

 

 

 

Es de noche y se ha ido la luz. Ha sido como cuando una polilla o un mosquito caen en la trampa y se oye el zumbido de alas exagerado que precede a la muerte por descarga eléctrica. Un parpadeo y la luz desaparece. La casa del boticario se queda a oscuras.

En condiciones normales, Nadia y Martín se habrían sobresaltado, se habrían mirado atónitos, ya está aquí, ya ha llegado la desaparición de la luz, qué vamos a hacer ahora, el frigorífico, ¡el frigorífico! Sin embargo no dicen nada. Mientras Martín busca las velas a tientas, tropezándose, Nadia llora tumbada en la cama. Lleva horas así. Está en esa fase del llanto en la que la cara se hincha y se enrojece como una manzana fuji metida durante mucho tiempo en un cubo de agua, los párpados abultados, los labios, y un gemido ininterrumpido. Martín encuentra una vela y la enciende, regresa a su lado, se sienta en el borde de la cama, con los pies en el suelo, no demasiado cerca del cuerpo de la mujer. No sabe qué decir porque no está arrepentido. No es capaz de llevar a cabo la escena que correspondería: arrodillarse junto a ella, maldecirse, pedir perdón. Siempre ha pensado que esas escenas son falsas, porque la infidelidad no es algo azaroso sino consciente, y solo mentes atormentadas son capaces de culpabilizarse por el placer. En todo caso, uno se arrepiente de que lo hayan pillado, si es que no ha confesado por voluntad propia, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo.

Nadia está experimentando un tipo de dolor que a él se le escapa. ¿Tendría que haber tenido más cuidado? ¿Tendría que haber supuesto que esto pasaría en algún momento? No sabe qué sentir. Quiere que Nadia se recupere de su llanto para que puedan hablar, porque prefiere no hablar solo, y ella no articula palabra, nada más llora. Decide acariciarla, para ver si lo rechaza. Alarga una mano y la posa sobre el cuerpo encogido de ella, busca el sitio entre sus omoplatos. Nadia no reacciona. ¿Qué hacer ahora? Mueve su mano al compás de los gemidos de la mujer y la acaricia en la cintura, en la cadera, no toca todavía su cara encharcada y el cuello sudoroso. De pronto le parece tan delgada y tan estrecha. Sea por lo que sea, no quiere que sufra. Los matices se le desdibujan, las razones, porque los actos cometidos en un espacio tan breve como el que ellos transitan, en un círculo tan cerrado, tienen un peso distinto al que tenían antes. No hay escapatoria, así que todo da igual. A Martín no le da miedo perderla, y quizá por eso lo embarga una tranquilidad estupefacta. Se tumba junto a ella y la abraza, siente incluso deseos de desnudarla.

Nadia deja de llorar por fin, se está atragantando con su mucosidad, se queda quieta con los ojos abiertos, mirando el cuadrado de una ventana blanca, ahora iluminado por la luz de la vela. Necesita limpiarse la nariz y beber agua, pero no se mueve, los brazos de Martín la rodean con fuerza. Por favor, dice él, en voz baja, a la altura de su oído. Todo es extraño. Él solo dice por favor, no dice por favor, perdóname, o por favor, no sufras, o por favor, no me abandones. Pero al menos es una súplica. Ella no sabe qué decir, él no dice nada más. Nadia se aparta; tiene la boca hinchada, la cara hirviendo, debe levantarse. Deja a Martín en la cama y coge la vela para alumbrarse hasta la cocina, bebe agua de una jarra, va hacia el cuarto de baño, donde pone la llama encima del mueble y abre el grifo para lavarse la cara y limpiarse la nariz, los ojos, refrescarse. La luz se ha apoderado de las sombras del baño y se mira en el espejo. Está tan fea que siente deseos de llorar de nuevo, pero en vez de eso se aparta del lavabo y regresa al dormitorio. Se alegra de que se haya ido la luz, no le preocupa si es para siempre.

¿Lo saben todos? La voz de Nadia resuena en la habitación tan temblorosa como la llama de la vela, es la voz ridícula de una mujer que lleva varias horas llorando. Martín tiene los ojos cerrados y está tumbado en la cama bocarriba, esperándola a ella o cualquier acusación. La pregunta lo saca de su hipnosis. Se incorpora apoyado en los codos y la mira sin evitar la ironía: ¿eso es lo que te preocupa? Siempre será un misterio para él cómo el espacio entre dos personas funciona a base de chispazos, o más bien cómo el espacio entre un hombre y una mujer depende de un latigazo imaginario a partir del cual se desencadena una locura irracional y estúpida que no puede controlar. Difícil acertar. La punta del látigo puede con todo, atraviesa el espesor sin esfuerzo, la oscuridad, los sentimientos. Es la hora de las preguntas. No habrá diálogo sino signos de interrogación. Los ojos de Nadia se agrandan en medio de su rostro contraído: ¿es que vas a juzgar ahora la importancia de mis preocupaciones? Contéstame, ¿lo saben todos en este puto pueblo? Martín es consciente de que lo mejor que puede hacer es callarse, contestarle cualquier cosa, llevarle la corriente, sabe que no es su turno, no está preparado para la violencia. O, mejor dicho, estaba preparado cuando volvió a casa, donde esperaba encontrarse a una Nadia convertida en púgil, pero se encontró a una mujer sumida en un llanto infinito e individual. Ahora ya es tarde para eso. Algo se remueve dentro de él, ese desprecio que siente por la hipocresía. Cualquier cosa que diga será utilizada en su contra. Se deja caer en la cama, tapándose la cara con las manos. Nadia continúa hablando, grita sin perder los nervios del todo mientras desarrolla un discurso avasallador. Se mueve por el espacio del salón-cocina-todo y enciende dos velas más que poco a poco crean una luz acorde con el terror o con cualquier otra cosa que ocurra entre ellos. Ya no llora, ahora es impertinente, desgarradora. Lo obliga a levantarse de la cama y él obedece, la acompaña al salón y busca en los armarios de la cocina una botella de vino que abre con dedos firmes mientras ella dice cosas como ¿vas a celebrarlo?, ¿estás orgulloso?, ¿cuánto tiempo llevas acostándote con ella?, ¿Enrique lo sabe?, ¡dime si Enrique lo sabe!, ¿para esto me has traído aquí?, Martín intenta sacar un vaso del amasijo de vajilla sucia que hay en el fregadero pero con la semioscuridad y posiblemente a causa de los nervios lo tira al suelo y el vaso se rompe, entonces se aparta de la cocina y se acerca a una distancia prudente de Nadia, que en medio de la estancia implora conocimientos morbosos, bebe directamente de la botella de vino y no es capaz de mirarla con compasión, le pegaría una bofetada para que se callase, de hecho está seguro de que sería la mejor opción para ambos, quizá Nadia esté buscando eso pero Martín sabe que Nadia no está buscando eso y que él no sería capaz de hacerlo, ella sigue gritando y él se da cuenta de que no lo insulta, de que tampoco insulta a Ivana, sino solo a sí misma, por imbécil, por ingenua, por un montón de cosas que tienen que ver con no darse cuenta del engaño. Es una tregua que permite a Martín recuperar un poco de calma y agarrarse al análisis racional de las cosas, reconocerla, ilusamente intenta apaciguar la crisis y le ofrece la botella de vino, por un momento Nadia está a punto de aceptarla pero de pronto vuelve a mirarlo con asco y sigue preguntándole, Martín bebe, un trago largo que lo hace sentirse bien, ¿qué le está preguntando ella realmente, qué quiere saber?, todo se ha roto, la calma, el pensamiento, luchar contra Nadia lo agota, no es capaz de entender sus palabras. Ella también parece cansada, pero una rabia la oscurece por dentro, se sienta en el sillón, Martín mira sus rodillas juntas y sus pies separados, se ha pintado las uñas de los pies de rojo, si solo se concentra en eso le parece preciosa, tan delicada, Nadia descalza, Nadia pacífica. Martín sigue bebiendo. Nadia enciende un cigarrillo, una pequeña luz nueva asoma entre el engrudo. Mientras fuma, le habla con un tono de voz distinto pero no menos agotador. Ahora escoge las palabras y las expulsa a través de sus labios hinchados de medusa caliente. Es dolorosa y Martín la mira a la cara, aún deformada, vil, pero en el fondo su cara de siempre. A lo mejor él está empezando a estar borracho, la ocasión lo merece.

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