Por si se va la luz (29 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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¿Adónde llegaremos, amiga mía? ¿Qué será de nosotros, cómo reconstruiremos nuestro imperio? Menos mal que estás tú aquí, ya no me importa repetírtelo. Se me infló el corazón cuando llegaste. No te encojas, que no te dé frío, no te amo, no te estoy pidiendo una vida conyugal, no te estoy pidiendo que sigas la cadena maldita y cuides de mí cuando de verdad sea viejo, es decir, ya mismo, ahora; no te pido nada de eso. Te pido lo de siempre, lo directamente proporcional a tu necesidad, solo que no tengo vergüenza ya para contarte que no soy el hombre solitario que fui, ese que se creía filósofo, un adelantado. Filósofo. He leído tres libros y he repetido sus frases, te he engañado a ti y a unos pocos más. No, a ti no te he engañado. ¿Ves? Incluso ahí me equivoqué. Soy pura escoria llena de sentimientos. Una falacia.

Tus palabras ahora serán pocas y yo apenas puedo escucharte, las chicharras me ciegan. Dices que todo esto es amor y miedo y que te alegras de que sea capaz de sentirlos, si me das de beber un poco más me callaré y te dejaré el paso abierto, esta noche, ¿cuánto falta para que amanezca?, no podré follarte a gusto porque una vez más estoy demasiado borracho, y seguramente tú no seas capaz de lubricar ante este espantapájaros al que solamente le falta echarse a llorar entre tus muslos y llenarte las ingles de mocos, recuerdas hace tiempo, cuando nada, ya, lo único importante es tu mano sobre mi boca, para que guarde silencio por fin y me vaya a la cama contigo, es un placer, mujer, dormir a tu lado ahora, cuando ya no me queda nada que decir y tú eres la única que todo lo sabe, ríete de mí, por favor, chístame si ronco.

 

 

 

Nadia trajo una garrapata enganchada en la carne. Supongo que la cogería en el jardín de la casa de Damián, donde ahora pasa las horas, de la tarde a la noche, sentada a los pies del viejo. Al descubrir ese punto negro con patas con la cabeza dentro de su piel de pronto fui consciente de todo lo demás: arañas venenosas, culebras, escorpiones, ratas del tamaño de mi brazo. Esa gesta de amenazas que conlleva la vida rural. Yo conozco numerosos nuevos insectos, enemigos de mis plantas y de mi tierra abonada, pero tanto ella como yo no queremos saber y nos deslizamos por el campo como antes por el suelo de nuestro apartamento. Una garrapata. Bienvenido sea el nuevo pequeño caos a la hora de la cena.

Ella llegó tarde, ya estaba oscuro. Venía polvorienta y pringosa, dijo, y quiso lavarse antes de comer, pero insistí, yo hacía un rato que tenía hambre y, sobre todo, había cocinado las primeras coles de Bruselas crecidas en mi huerto, las que conseguí salvar de los gusanos grises. Son tan bonitas, tan equilibradas. Nadia no tiene ternura suficiente para compartir mi placer hortícola. No avista mi victoria, come con hambre y me felicita si ha quedado satisfecha, pero ni un solo día ha regado la siembra. En la mesa grande estaban los platos preparados: coles de Bruselas y pollo. El pollo se deshace en hebras gruesas color naranja, todo estaba tan tierno que decidí abrir una botella de vino, la única, para acompañar, pero ella no quiso beber, comió rápido mientras me hablaba con la boca llena, inquieta e incómoda, y se fue al cuarto de baño. Yo me quedé en la mesa, obnubilado con mis diminutos globos terráqueos, verdes, blandos, jugosos, me caben perfectamente en la boca, son lentos de cocinar e indigestos, maravillosos.

Mientras troceaba el filete de pollo en diminutos triángulos pensaba en Elena, en las pocas veces que he visto a esa mujer que me alimenta y a la que quizá yo alimente un día. Su retirada ante Damián significa tranquilidad para Nadia, para mí leve molestia; su aspecto salvaje me embriaga, me intriga. Hablo con Enrique de ella algunas veces, pero nunca me he atrevido a ir a su casa, podría llevarle algunas de mis coles de Bruselas, retoños en una cesta, huevos verdes en una bolsa de plástico. Pensaba eso. Entonces Nadia gritó desde el baño. Estuve a punto de seguir comiendo pero el grito se repitió intensificado. Me levanté por fin de la mesa. Ella estaba dentro de la bañera, con la poca presión que trae el agua ya había conseguido enjabonarse y enjuagarse el pelo. Un poco doblada la espalda, pero con las piernas rectas igual que una niña en el médico, se miraba a la altura del pubis. Me acerqué y allí estaba, en un pliegue de su ingle, ya rebasando la curva del muslo. Nadia empezaba a temblar de asco y temí que resbalara dentro de la bañera. No la toques, le dije ayudándola a salir. Fue todo un proceso. Ella perdía el control a pesar de que yo intentaba calmarla diciéndole cosas como que no era una viuda negra ni un escorpión.

Mirando su cuerpo con ojos científicos me di cuenta de que estaba lleno de picaduras, rojeces, ronchas y arañazos. Igual que mis manos, mis brazos y mis tobillos: moscas, mosquitos, avispas y demás incomodidades. Ni siquiera hablamos ya de ello, una pátina de calor y picores nos recorre diariamente y no es importante, nos queda mucha paciencia por dosificar. ¿Cuánto falta para que el verano termine? ¿Cuántas garrapatas más acudirán sedientas de la sangre de Nadia? Hacía mucho tiempo que no tenía este pensamiento: quise poder teclear la palabra garrapata en un buscador e informarme acerca de todos los riesgos y los métodos de defensa. Ah, eso se acabó. Usa tu imaginación, tu recuerdo. Cuando era niño hubo garrapatas en mi vida, ¿qué hacía mi madre? Nadia se retorcía, desnuda, dándome órdenes, estaba a punto de crearse una nueva fobia en nuestras vidas. ¡Sácala, sácala! ¡Empapa un algodón en aceite o en gasolina! ¿Cómo tuvo presente nuestro bidón de gasolina? Recuerdo que una noche me dijo que ya sabía para qué lo utilizaría, para quemarnos vivos en caso de enfermedad. A veces mi cabeza llena de datos inútiles gestiona con agilidad, y le pregunté que dónde tenía sus pinzas de depilar, que nada de algodones. Ella se pellizcaba las caderas, a la altura del ombligo, se clavaba las uñas en la palma de las manos, no era capaz de acercar los dedos a la zona violada. Me hice con el control de la situación y se tumbó encima de la cama, quieta a intervalos. No te muevas ahora. Me alegré de que no se hubiera ido la luz todavía; esa noche no se fue. Ella colaboró inclinando el flexo hacia su pubis para que yo pudiera realizar la operación. Fue mucho más sencillo de lo que pensaba, pero supongo que no siempre será igual. Quizá la próxima vez el bicho hinque sus mandíbulas en algún sitio más escondido, y caiga sola, gorda y ebria, su famosa cabeza navegando por las venas de Nadia, provocándole todo tipo de sufrimientos misteriosos. Pero la garrapata de su ingle fue dócil, una simple advertencia. Aguantando el pulso, puse la boca de las pinzas lo más cerca posible de su cabeza y la piel ya enrojecida de la víctima, y tiré de ella, lentamente, en ángulo recto. Supongo que Nadia en ese momento se mordía la lengua y los labios. La garrapata salió. La quemé encima de un plato, la tiré a la basura, limpié bien la zona afectada. Me convertí en un superhombre extractor de garrapatas, Nadia me amó con dulzura el resto de la noche.

Antes de que se vistiera examinamos juntos el resto de su cuerpo, detrás de las orejas, cada milímetro de su cuero cabelludo, las axilas, que depila con paciencia usando la pinza que sirvió para salvarla. Sentados juntos en la cama, yo completamente olvidado del milagro de mis coles de Bruselas, hablamos de cosas más o menos importantes. Le dije, sabes que si no viviéramos aquí ahora mismo estaríamos documentándonos frente al ordenador sobre el montón de enfermedades que podrías tener. Ella me dijo que apenas se acuerda de eso. Que le parece extrañísimo cómo antes podía pasarse días enteros conectada a esa máquina, casi sin mirarme. También me dijo que si no viviéramos aquí jamás le hubiera picado una garrapata, cosa que no es exactamente cierta. O sí. Nunca salíamos de la ciudad. En el parque era muy cuidadosa. No había animales a nuestro alrededor. Solo unos perros abandonados por las calles, a los que ella nunca se acercaba, ni yo tampoco. La moda de los perros de presa como mascota había pasado. A quién le queda ánimo para mascotas cuando no tiene futuro.

Fuera todo estaba silencioso, más que otros días. En esta parte del campo, no sé por qué, no baten su canto las chicharras tanto como alrededor del pueblo. El canto de las chicharras, su graznido relojero del atardecer, me recuerda a Ivana y a sus vasos de líquido tibio, y a todo lo demás. Yo he salvado a mi amada de, quizá, la parálisis. Dormimos con la ventana abierta en total tranquilidad porque hemos ideado unas mosquiteras hechas con sábanas mínimamente agujereadas, no encontramos tela de malla y las sábanas no dejan entrar todo el aire necesario, pero es algo. Antes, por la mañana, la almohada aparecía salpicada de la sangre de los mosquitos muertos; la nuestra. Ella también lo preguntó: ¿cuánto más durará el verano? Empezó a contar con los dedos el tiempo que llevábamos asándonos y la paré; la sequía me tortura pero el frío me da miedo, nada más cuento los ciclos de las plantas. Hicimos varios planes juntos calibrando las diferentes posibilidades, planes muy arriesgados e inevitables, pero todo era posible, soñábamos con ímpetu después de la pira del enemigo encima del plato vacío donde antes hubo hermosas colecitas de Bruselas. Yo le prometí que aprendería a cazar, me obsesionan los topos que me destrozan las raíces y los bulbos. Son invisibles y sin embargo la tierra que rodea mi casa está minada de bultitos, cráteres, cada vez más. Aprenderé a cazarlos. Nadia me dijo que nunca se comería un topo y mucho menos un ratón. Pero entonces le conté mi plan para los conejos del bosque, unas trampas con lazos, con piedras resbaladizas que los aplasten o con cestas donde los encontraremos vivos. Y seguramente haya animales más grandes con los que podamos darnos un banquete de carne fresca asada. Y lo que sobre, ya sabemos, secarla, ahumarla, salarla. Yo no sé hacer nada de esto. Nadia me mira escéptica pero aún le queda la dulzura de su salvación y de mi buena suerte, ella busca con sus dedos bichos en mi piel y entre mi pelo, por si acaso, dice. Cada noche lo hace desde ese día. Luego se nos olvidará y perderemos esa costumbre como hemos perdido tantas otras. Me ha prometido que sonsacará a Damián si tiene trampas en su casa, le he hecho hincapié en que le pregunte por los jabalíes, un animal que jamás he visto, que ni siquiera sé si existe, y que nunca podré cazar. Incluso los conejos me parecen un objetivo imposible. Quizá un reptil, la sigilosa lagartija. Una babosa. Todo esto es absurdo, porque no tengo hambre todavía, porque en los bajos de la casa de Enrique hay almacenada mucha comida, porque sé que hay reservas de hortalizas colgadas en algunas de las casas vacías, porque hemos enterrado muchísimas zanahorias y patatas cubiertas de paja, porque podremos saciarnos de pepinos salados, de pimientos y tomates deshidratados, pero otra vez me resulta inevitable cavilar y pensar en el futuro: ahora tengo que cuidar de cada célula de Nadia, arrancar con destreza cada garrapata que la asedie, ñam, jugosa la carne de Nadia cuando se olvida de todo, cuando deja que su espalda descanse sobre los troncos delgados, y sus piernas se tuercen sobre la hierba fea y seca, estoy seguro de que alguna que otra vez se queda dormida mientras hace como que vigila la respiración del viejo, mientras hace como que calcula el resultado de los problemas de la niña, sus lápices y su bloc caen a un lado y las hormigas le suben por los muslos, también las hormigas pueden ser devoradoras, cuidaré cada centímetro de sus nalgas, su liso abdomen, el recorrido de su vello púbico adentrándose por las corrientes submarinas, nada se me puede escapar, que ningún depredador haga nido en las paredes de su vagina, me haré cargo de todo, vigilaré su útero, esa tumba incierta donde caben dos, tres, cuatro, cinco coles de Bruselas.

 

 

 

Tienen las manos llenas de fango y se las miran como si fuesen mapas. Empiezan a agrietarse las líneas con el aire seco. Cuando la tierra mojada se ha convertido en una máscara, Nadia agarra la mano de la niña y se hacen unas caricias extrañas, caricias que no pueden sentir por la capa de fango que cubre las yemas de sus dedos. Nadia quiere enjuagarse ya pero Zhenia escapa de la manguera y corre entre los árboles recién regados, se tropieza, se cae, se levanta, enseña sus manos marrones ahora heridas por la caída, arañadas en las palmas. La joven se acerca a la casa y mete la mano por la ventana de la cocina para hacer como que cierra el grifo, pero es una trampa y cuando la niña se para quieta Nadia pone el dedo índice en el medio de la abertura de la goma y consigue que el chorro salga con mínima violencia y espolvoree la cara, el vestido de Zhenia. Se pueden oír los gritos y las risas de ambas desde diferentes puntos, allá en el bosque quizá, en la silenciosa calle principal. El verano es pesado e incontable, los juegos resultan una provocación.

Se detienen, se ponen serias, Nadia no aguanta mucho tiempo las bromas aunque las haya empezado ella. Recoge la manguera enrollándola sobre su brazo igual que un ovillo de lana y la deja junto a la pared. ¿Vamos? Decimos adiós a Damián, ¿no? Claro, para que sepa que se queda solo. Sigilosas van hacia el cuarto, de donde el viejo no sale desde hace días, ya no es muy rentable sacarlo fuera a tomar el aire o las moscas, y de todos modos estas sobrevuelan su cara que se hunde en los almohadones. Ese es el ruido principal, las alas batientes de las moscas, y a veces la respiración del hombre, todo empieza a ser desagradable y natural. El cuerpo sobre la cama es una flecha, los gestos se afinan, al final todo es como una hoja que se seca al sol, sobre una mesa, encima del poyete blanco de cal, los bordes de la hoja se retuercen y cambia su color, pero no deja de ser una hoja, siempre se reconocen sus contornos endurecidos y cada vez más frágiles. Si la apretaran, se desharía. Zhenia se arrodilla junto a la cama y apoya la cabeza en el colchón, espantando a los insectos. Nadia detiene sus labios cortados sobre la frente de Damián, un segundo, sequedad contra sequedad. El viejo está limpio y ha bebido, pueden marcharse durante un rato.

Caminan juntas atravesando los matorrales, hacia el puente, Nadia guía los pasos de las dos, cuando Zhenia intenta desviarse del camino le silba, alarga el brazo para cogerla por el hombro y acercarla a ella. Tengo hambre, dice la niña, y Nadia asiente, ¿no has traído nada?, y Nadia niega. No es un recorrido largo y lo han hecho muchas veces, esta tarde el sol cae con más premura, quizá estén entrando en el otoño a pesar del calor intenso, porque la bola rueda por el cielo igual que una advertencia. El horizonte es malva, sus sandalias parten con chasquidos algunas ramas del suelo. Hay globos de mosquitas minúsculas interponiéndose entre sus pasos, cuando se cruzan con uno, Nadia se irrita y mueve los brazos arriba y abajo, sin embargo Zhenia aguanta la respiración e intenta permanecer dentro de la bola de insectos, con la boca y los ojos cerrados para que no le entre ninguno; cuando se le meten por la nariz y los oídos haciéndole cosquillas, suelta el aire y sigue caminando.

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