Pórtico (15 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: Pórtico
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Klara ya se encontraba a medio camino del pozo, y tuve que apresurarme para alcanzarla. Así el cable y le grité:

—Si realmente lo deseas, volveré a mi habitación.

Ella no alzó la vista, pero tampoco dijo que esto fuese lo que deseaba, de modo que salí en su nivel y la seguí hacia su habitación. Kathy estaba profundamente dormida en el cuarto exterior y Hywa dormitaba sobre un holodisco en nuestra habitación. Klara envió a la sirvienta a su casa y entró a ver a la niña. Yo me senté en el borde de la cama y la esperé.

—Creo que estoy a punto de tener la menstruación —se disculpó Klara cuando volvió—. Lo siento. Es que estoy nerviosa.

—Me iré, si es eso lo que quieres.

—¡Dios mío, Rob, deja de repetirlo! —Entonces se sentó a mi lado y se apoyó en mí para que pudiera rodearla con un brazo—. Kathy es un encanto —dijo al cabo de un momento, casi tristemente.

—Te gustaría tener un hijo, ¿verdad?

—Tendré un hijo. —Se echó hacia atrás, arrastrándome con ella—. Me gustaría saber cuándo, eso es todo. Necesito mucho más dinero del que tengo para ofrecer a un niño una vida decente. Lo malo es que no me hago precisamente más joven.

Permanecimos inmóviles unos momentos, y después le susurré al oído:

—Yo deseo lo mismo, Klara.

Suspiró.

—¿Crees que no lo sé? —Entonces se puso tensa y se incorporó—. ¿Quién es?

Alguien llamaba a la puerta con los nudillos. No estaba cerrada con llave; nunca lo hacíamos. Pero nadie entraba sin permiso, y esta vez alguien lo hizo.

—¡Sterling! —exclamó Klara, sorprendida. Recordó sus buenos modales—: Rob, éste es Sterling Francis, el padre de Kathy. Rob Broadhead.

—Hola —saludó. Era mucho más viejo de lo que yo pensaba que sería el padre de aquella niña, unos cincuenta años como mínimo, y parecía mucho más viejo y cansado de lo que era natural—. Klara —dijo—, me llevo a Kathy a casa en la próxima nave. Creo que me la llevaré esta noche, si no te importa. No quiero que lo sepa por boca de otra persona.

UNA NOTA SOBRE EL TRASERO

DE LOS HEECHEES

Profesor Hegramet:
No tenemos ni idea de cómo eran los Heechees, excepto por deducciones. probablemente eran bípedos. Sus herramientas se adaptan bastante bien a las manos humanas, así que probablemente tenían manos. O algo por el estilo. Parece que veían casi el mismo espectro que nosotros. Debían ser más bajos que nosotros, digamos, un metro y cincuenta centímetros, o menos. Y tenían un trasero muy curioso.

Pregunta:
¿A qué se refiere con eso de «un trasero muy curioso»?

Profesor Hegramet:
Bueno, ¿han visto alguna vez el asiento del piloto de una nave Heechee? Se compone de dos plazas planas unidas en forma de V. Nosotros no resistiríamos más de diez minutos ahí sentados sin destrozarnos el trasero. Así pues, lo que hacemos es colocar un asiento de tela encima de las dos piezas. Pero esto es algo añadido por los hombres. Los Heechees no tenían nada parecido.

Por lo tanto, su cuerpo debía de ser similar al de una avispa, con un gran abdomen colgante, que debía de extenderse hasta por debajo de las caderas, entre las piernas.

Pregunta:
¿Quiere decir que quizá tuvieran aguijones como las avispas?

Profesor Hegramet:
¿Aguijones? No. No lo creo. Bueno, quizá sí. Quizá lo que tenían era unos extraños órganos sexuales.

Klara me buscó la mano sin mirarme.

—Que sepa, ¿qué?

—Lo de su madre. —Francis se frotó los ojos, y después dijo—: Oh, ¿no lo sabías? Jan ha muerto. Su nave ha regresado hace unas horas. Los cuatro que bajaron se internaron en un campo de hongos; se hincharon y murieron. Vi su cuerpo. Está... —Se interrumpió—. Por la única que lo siento realmente —continuó— es por Annalee. Ella permaneció en órbita mientras los otros descendían, y fue quien trajo el cadáver de Jan. Estaba como loca. ¿Por qué molestarse? Era demasiado tarde para que a Jan le importara nada... Bueno, es igual. Sólo podía traer a dos, no había más sitio en el congelador, y evidentemente su ración de comida... —Volvió a interrumpirse, y esta vez no pareció capaz de seguir hablando.

Así que me senté en el borde de la cama mientras Klara le ayudaba a despertar a la niña y vestirla para llevársela a sus propias habitaciones. Mientras estaban fuera, conecté un par de anuncios en la PV, y los estudié con detenimiento. Cuando Klara volvió ya había desconectado la PV y estaba sentado en la cama con las piernas cruzadas, pensando intensamente.

—Dios mío —dijo con tristeza—, ¡vaya una noche! —Se sentó en el otro extremo de la cama—. Después de todo, no tengo sueño —añadió—. Quizá suba a jugar un rato a la ruleta.

—No lo hagas —le pedí. Había estado junto a ella la noche anterior cuando, en el transcurso de tres horas, ganó diez mil dólares y perdió veinte—. Tengo una idea mejor. Embarquémonos.

Dio la vuelta en redondo para mirarme, tan rápidamente que incluso se levantó unos centímetros de la cama.

—¿Qué?

—Embarquémonos.

Cerró los ojos un momento y, sin abrirlos, preguntó:

—¿Cuándo?

—En el lanzamiento 29-40. Es una Cinco y tiene una buena tripulación: Sam Kahane y sus compañeros ya están repuestos, y necesitan otros dos para llenar la nave.

Se frotó los párpados con las yemas de los dedos, después abrió los ojos y me miró.

—¡Vaya, Rob! —exclamó—, tus sugerencias son muy interesantes. —Habían instalado unas persianas sobre las paredes de metal Heechee a fin de amortiguar la luz a la hora de dormir, y yo las había bajado; pero incluso en la penumbra reinante vi su expresión. Asustada. Sin embargo, lo que dijo fue—: No son malas personas. ¿Cómo te llevas con los homosexuales?

—Los dejo en paz, y ellos hacen lo mismo. Especialmente si te tengo a ti.

—Hum —repuso, y después se acercó a mí, me rodeó el cuello con los brazos, me hizo acostar junto a ella y sepultó la cabeza en mi pecho—. ¿Por qué no? —dijo, en voz tan baja que al principio no estuve seguro de haberla oído.

Cuando estuve seguro, el temor se adueñó de mí. Había existido la posibilidad de que dijera que no. Eso me hubiera sacado del apuro. Sentí que me estremecía, pero logré decir:

—Así pues, ¿qué te parece si nos apuntamos mañana por la mañana?

—No —contestó, con voz apagada. Yo la notaba temblar tanto como yo—. Coge el teléfono, Rob. Nos apuntaremos ahora mismo. Antes de que cambiemos de opinión.

Al día siguiente abandoné mi trabajo, metí mis pertenencias en las maletas donde las había traído, y se las di a guardar a Shicky, que parecía triste. Klara abandonó la escuela y despidió a su criada —que parecía seriamente preocupada—, pero no se molestó en hacer la maleta. Aún le quedaba mucho dinero, así que pagó el alquiler de sus habitaciones por adelantado y dejó las cosas tal como estaban.

Naturalmente, tuvimos una fiesta de despedida. Al final yo no recordaba a una sola de las personas que habían asistido.

Y después, repentinamente, nos encontramos subiendo a la nave, introduciéndonos en la cápsula mientras Sam Kahane comprobaba metódicamente los mandos. Nos encerramos en nuestros compartimentos. Accionamos el piloto automático.

Y entonces notamos una sacudida, y un desplazamiento, nos pareció como si flotásemos antes de que los reactores entraran en acción y emprendiéramos la marcha.

13

—Buenos días, Rob —dice Sigfrid, y yo me detengo junto a la puerta de la habitación, repentina e inconscientemente preocupado.

—¿Qué pasa?

—No pasa nada, Rob. Entra.

—Has cambiado las cosas de sitio —exclamo acusadoramente.

—Así es, Robbie. ¿Te gusta cómo ha quedado la habitación?

La contemplo con detenimiento. Los almohadones ya no están en el suelo. Las pinturas abstractas ya no están en las paredes. Ahora hay una serie de holopinturas de escenas espaciales, montañas y mares. Lo más extraño de todo es el propio Sigfrid: me habla desde el cuerpo de un maniquí que está sentado en una esquina de la habitación, con un lápiz en la mano, mirándome a través de unas gafas oscuras.

—Te has vuelto muy moderno —digo—. ¿Cuál es la razón de todo esto?

Su voz suena como si sonriera con benevolencia, aunque no observo ningún cambio de expresión en el rostro del maniquí.

—He creído que te gustaría el cambio, Rob.

Doy unos cuantos pasos y vuelvo a detenerme.

—¡Has quitado la alfombra!

—No la necesitamos, Rob. Como ves, hay un diván nuevo. Es muy tradicional, ¿verdad?

—Hum.

Me dice pacientemente:

—¿Por qué no te acuestas en él? Prueba si estás cómodo.

—Hum. —Pero me acuesto prudentemente sobre él. Me siento raro; y no me gusta, quizá porque esta habitación determinada representa algo muy serio para mí y cambiarla de aspecto me pone nervioso—. La alfombra tenía correas —me quejo.

—El diván también, Rob. Puedes sacarlas por los lados. Búscalas... aquí. ¿No está mejor?

—No, no lo está.

—Creo —dice suavemente— que soy yo quien debe decidir si se impone un pequeño cambio por razones terapéuticas, Bob.

Me incorporo.

—¡Otra cosa, Sigfrid! Haz el favor de aprender cómo debes llamarme. Mi nombre no es Bob, ni Robbie, ni Rob. Es Robinette.

—Ya lo sé, Robbie...

—¡Has vuelto a decirlo!

Una pausa; después, dulcemente:

—Creo que deberías permitirme escoger el modo de llamarte que prefiera, Robbie.

—Hum.

Tengo un interminable repertorio de estas palabras que a nada comprometen. En realidad, me gustaría seguir hasta el final de la sesión sin revelar nada más que eso. Lo que quiero es que Sigfrid me revele sus intenciones. Quiero saber por qué me llama por distintos nombres en distintos momentos. Quiero saber qué encuentra significativo de todo lo que digo. Quiero saber lo que realmente piensa de mí... en el caso de que un amasijo de hojalata y plástico pueda pensar, desde luego.

Naturalmente, lo que yo sé y Sigfrid ignora es que mi buena amiga S. Ya. prácticamente me ha prometido dejarme gastarle una pequeña broma. Estoy deseando que llegue el momento.

—¿Hay algo que quieras decirme, Rob?

—No.

Sigfrid aguarda. Yo me siento un poco hostil y nada comunicativo. Creo que esto se debe en parte a que sólo espero el momento adecuado para tomarle el pelo, y en parte a que ha cambiado el aspecto de la sala. Estas cosas son las que acostumbraban a hacerme durante mi época psicópata en Wyoming. A veces acudía a una sesión y me encontraba con que tenía un holograma de mi madre, nada menos. Era exactamente igual que ella, pero no olía del mismo modo y su piel también era distinta; en realidad, no lo sé con absoluta seguridad, pues nunca pude tocarla, no era más que luz. A veces me hacían entrar a oscuras y una cosa cálida me tomaba en sus brazos y me hablaba en susurros. No me gustaba nada. Estaba loco, pero no hasta ese punto.

INFORME DE LA MISIÓN

Nave 1-8, Viaje 013D6. Tripulación: F. Ito.

Tiempo de tránsito 41 días 2 horas. Posición no identificada. Grabaciones de los instrumentos dañadas.

Copia de las grabaciones del tripulante a continuación:
«El planeta parece tener una gravedad de superficie superior a 2.5, pero intentaré el aterrizaje. Ni la exploración visual ni el radar penetran las nubes de polvo y vapor. No tiene muy buen aspecto, pero éste es mi undécimo lanzamiento. Conecto el piloto automático para que la nave regrese dentro de 10 días. Si entonces no he vuelto con el módulo de aterrizaje, creo que la cápsula regresará sola. Me gustaría saber lo que significan las manchas y luces que hay en el sol».

El tripulante no estaba a bordo cuando la nave regresó. No hay artefactos ni muestras. Vehículo de aterrizaje no recuperado. Nave dañada.

Sigfrid continúa esperando, pero sé que no esperará eternamente. Pronto empezará a hacerme preguntas, con toda seguridad acerca de mis sueños.

—¿Has tenido algún sueño desde la última vez que te vi, Rob?

Bostezo. Este tema es muy aburrido.

—Creo que no. Nada importante, desde luego.

—Me gustaría que me los contaras; aunque sólo sea un fragmento.

—Eres un pelmazo, Sigfrid, ¿lo sabías?

—Siento que opines así, Rob.

—Bueno... No creo que recuerde siquiera un fragmento.

—Inténtalo, por favor.

—Oh, diablos. Está bien. —Me acomodo en el diván. El único sueño que se me ocurre es absolutamente trivial, y sé que en él no hay nada relacionado con algo traumático o significativo, pero si se lo dijera podría enfadarse. Así pues, empiezo dócilmente—: Yo estaba en un vagón de un tren muy largo. Había varios vagones unidos, y podías ir de uno a otro. Estaban llenos de personas que yo conocía. Había una mujer de aspecto maternal que tosía sin cesar, y otra mujer que... bueno, parecía muy rara. A primera vista creí que era un hombre. Iba vestida con una especie de mono de trabajo, así que esto ya te desorientaba acerca de su sexo y tenía unas cejas muy masculinas y tupidas. Pero yo estaba seguro de que era una mujer.

—¿Hablaste con alguna de esas mujeres, Rob?

—No me interrumpas, Sigfrid, me haces perder el hilo.

—Lo siento, Rob.

Prosigo con el sueño:

—Las dejé... no, no hablé con ellas. Pasé al vagón siguiente. Era el último del tren. Estaba acoplado al resto del tren con una especie de... veamos, no sé cómo describirlo. Era como una de esas cosas que se despliegan, de metal, ¿sabes lo que quiero decir? Y se estiró.

Hago una pausa, debida en gran parte al aburrimiento. Siento que debería pedirle perdón por tener un sueño tan tonto.

—¿Dices que el conector de metal se estiró, Rob? —me apremia Sigfrid.

—Así es, se estiró. Por lo tanto, el vagón donde yo iba empezó a retroceder, alejándose cada vez más de los otros. Lo único que yo veía era la linterna trasera, que me pareció tener la forma de su cara, mirándome. Ella... —Pierdo el hilo de lo que estoy diciendo. Intento recuperarlo—: Supongo que pensé que sería difícil volver junto a ella, como si ella... lo siento. Sigfrid, no recuerdo claramente lo que pasó en ese momento. Después me desperté. Y —termino virtuosamente—, lo escribí tan pronto como pude, tal como tú me habías recomendado.

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