Pórtico (17 page)

Read Pórtico Online

Authors: Frederik Pohl

BOOK: Pórtico
2.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando estás en el espacio tau, sufres un débil aunque continuo empuje de aceleración. No es realmente aceleración, es una resistencia de los átomos de tu cuerpo a superar la c, y puede describirse tan bien como fricción que como gravedad. Pero parece como si fuera una ligera gravedad. Te sientes como si pesaras dos kilos.

Esto significa que necesitas algo en lo que descansar mientras estás descansando, de modo que cada tripulante tiene su propia eslinga plegable que abre para dormir, o dobla para sentarse. Añadamos a eso el espacio personal de cada uno: armarios para cintas, discos y ropa (no necesitas demasiada); para artículos de tocador; para retratos de la familia y personas queridas (si tienes); para lo que hayas decidido traer, hasta llegar al máximo de peso y volumen autorizados (75 kilogramos, 1/3 de un metro cúbico); y tendremos idea del poco espacio sobrante.

Añadamos a esto el original equipo Heechee de la nave. Nunca utilizas tres cuartas partes de él. La mayor parte no sabrías utilizarla aunque debieras hacerlo; lo que haces es no tocarlo. Pero no puedes sacarlo. La maquinaria Heechee está integralmente diseñada. Si le amputas una pieza, muere.

Quizá, si supiéramos cómo curar la herida, podríamos sacar una parte de esa chatarra y la nave seguiría funcionando. Pero no sabemos, de modo que sigue en su lugar: la gran caja dorada con forma de diamante que explota si intentas abrirla; la frágil espiral de color dorado que brilla de vez en cuando e, incluso con más frecuencia, se calienta terriblemente (nadie sabe por qué), y así sucesivamente. Todo sigue ahí, y tú chocas con todo a cada instante.

Añadamos todavía a eso el equipo humano. Los trajes espaciales: uno para cada tripulante, adaptado a tu forma y figura. El equipo fotográfico. Las instalaciones de retrete y baño. La sección para preparar los alimentos. Las instalaciones para eliminar los desperdicios. Los maletines de experimentos, las armas, los taladros, las cajas de muestras, todo el equipo que bajas a la superficie del planeta, si es que tienes la suerte de llegar a un planeta donde puedas aterrizar.

No te queda gran cosa. Es como vivir varias semanas consecutivas bajo el capó de un camión muy grande, con el motor en marcha y con otras cuatro personas que luchan por el espacio.

A los dos días de viaje, empecé a experimentar un absurdo prejuicio contra Ham Tayeh. Era demasiado grande. Ocupaba más sitio del que le correspondía.

Para ser sincero, Ham ni siquiera era tan alto como yo, aunque pesaba más. Pero a mí no me importaba el espacio que yo pudiera ocupar. Sólo me importaba que otros invadieran parte del mío. Sam Kahane era de mejor tamaño, no más de un metro sesenta centímetros, con una rígida barba negra y un áspero vello rizado que le cubría el abdomen hasta el pecho, así como toda la espalda. No se me ocurrió que Sam estuviera violando mi espacio personal hasta que encontré uno de los largos pelos negros de su barba dentro de mi comida. Ham, por lo menos, era casi lampiño, con una suave piel dorada que le daba cierto parecido con un eunuco de algún harén jordano. (¿Tenían eunucos los reyes jordanos en su harén? ¿Tenían harén? Ham no parecía saber demasiado acerca de eso; su familia vivía en New jersey desde hacía tres generaciones.)

Incluso me sorprendí comparando a Klara con Sheri, que por lo menos era dos tallas más pequeña. (No siempre. Normalmente, Klara era tal como se debía ser.) Y Dred Frauenglass, que completaba el triángulo de Sam, era un joven delgado y amable que no hablaba demasiado y parecía ocupar menos sitio que nadie.

Yo era el novato del grupo, y todo el mundo se turnaba para enseñarme a hacer lo poco que debía hacer. Tienes que realizar los exámenes fotográficos y espectrométricos de rutina. Tienes que grabar los cambios que se produzcan en el tablero de mandos Heechee, donde hay constantes y minúsculas variaciones en matiz e intensidad de las luces de colores. (Aún siguen estudiándolas, a fin de llegar a saber lo que significan.) Tienes que fotografiar y analizar el espectro de las estrellas del espacio tau que aparecen en la pantalla de navegación. Y todo esto requiere, oh, posiblemente, dos horas por hombre al día. Las tareas domésticas y la preparación de las comidas y limpieza requieren otras dos.

Así pues, has ocupado unas cuatro horas por hombre diarias y, entre los cinco tripulantes, tienes algo así como ochenta horas que ocupar.

Miento. Esto no es realmente en lo que ocupas tu tiempo. Lo que haces con tu tiempo es esperar el cambio de posición.

Tres días, cuatro días, una semana; y fui consciente de que reinaba una tensión progresiva que yo no compartía. Dos semanas, y supe lo que era, porque yo también la sentía. Todos esperábamos que ocurriese. Cuando nos acostábamos, nuestra última mirada iba hacia la espiral dorada para ver si milagrosamente se había encendido. Cuando nos despertábamos, nuestro primer pensamiento era si el techo se habría convertido en suelo. A la tercera semana todos estábamos realmente nerviosos. Ham era el que más lo demostraba, el rollizo Ham de piel dorada con cara de genio festivo.

—Juguemos un rato al póquer, Rob.

—No, gracias.

—Vamos, Rob. Necesitamos un cuarto. (En el póquer chino se emplea toda la baraja, trece cartas para cada jugador. No se puede jugar de otro modo.)

—No tengo ganas.

Y súbitamente furioso:

—¡Vete a la mierda! ¡No vales un pimiento como tripulante y ahora ni siquiera quieres jugar a las cartas!

Después se ponía a barajar malhumoradamente las cartas durante media hora o más, como si fuera una habilidad que debiese perfeccionar a toda costa, igual que si en ello le fuera la vida. Y, pensándolo bien, podía ser así. Calcúlelo usted mismo. Suponga que está en una Cinco y pasa setenta y cinco días sin que se produzca el cambio de posición. Comprendes inmediatamente que estás en dificultades: las raciones no sustentarán a cinco personas más de trescientos días.

Sin embargo, podrían sustentar a cuatro.

O a tres. O a dos. O a una.

Al llegar a este punto, ha quedado claro que por lo menos una persona no regresará del viaje con vida, y lo que hace la mayoría de tripulantes es empezar a cortar la baraja. El perdedor se retuerce cortésmente el cuello. Si el perdedor no es cortés, los otros cuatro le dan lecciones de etiqueta.

Muchas naves que salen como Cinco vuelven como Tres. Algunas vuelven como Uno.

Así pues, nos esforzamos en matar el tiempo, no sin dificultades y grandes dosis de paciencia.

El sexo se convirtió en nuestro principal recurso durante un tiempo, y Klara y yo pasábamos muchas horas estrechamente abrazados, dormitando un rato y despertándonos para despertar al otro y volver a hacer el amor. Supongo que los muchachos hacían algo parecido; al cabo de pocos días el módulo de aterrizaje empezó a oler como el vestuario de un gimnasio masculino. Después empezamos a buscar la soledad, los cinco por igual. Bueno, en la nave no había bastante soledad para beneficiar a los cinco, pero hicimos lo que pudimos; de común acuerdo, empezamos a dejar el módulo a uno solo de nosotros (o una sola) durante una o dos horas consecutivas. Mientras yo estaba allí Klara era tolerada en la cápsula. Cuando le tocaba el turno a Klara, yo jugaba a cartas con los muchachos. Mientras uno de ellos estaba abajo, los otros dos nos hacían compañía. No tengo ni idea de qué harían los demás con su tiempo de soledad; yo me dedicaba a mirar el espacio. Lo digo literalmente: contemplaba la absoluta negrura del exterior por las portillas del módulo. No había nada que ver, pero era mejor que seguir viendo lo que ya estaba harto de ver en el interior de la nave.

Después, al cabo de cierto tiempo, empezamos a reanudar nuestras actividades de costumbre. Yo escuchaba mis grabaciones, Dred miraba sus pornodiscos, Ham desenrollaba un teclado flexible de piano, lo conectaba a sus audífonos y tocaba música electrónica (a pesar de ello, podías oír algo si escuchabas atentamente, y acabé harto de Bach, Palestrina y Mozart). Sam Kahane tuvo la amabilidad de querer darnos clases, y pasamos muchas horas siguiéndole la corriente, hablando sobre la naturaleza de las estrellas de neutrones, los agujeros negros y las galaxias Seyfert, cuando no repasábamos los procedimientos de exploración que deberíamos realizar antes de aterrizar en un nuevo mundo. Lo bueno de todo esto es que logramos no odiarnos mutuamente más de media hora seguida. El resto del tiempo... bueno, sí, solíamos odiarnos mutuamente. Yo no podía soportar que Ham Tayeh barajase constantemente las cartas. Dred experimentaba una absurda hostilidad contra mí siempre que se me ocurría encender un cigarrillo. Los sobacos de Sam eran algo horrible, incluso en el viciado aire de la cápsula, frente a lo cual el aire más fétido de Pórtico habría parecido un jardín de rosas. Y Klara... bueno, Klara tenía una mala costumbre. Le gustaban los espárragos. Había traído consigo nada menos que cuatro kilos de alimentos deshidratados, para variar y hacer algo distinto; y aunque los compartía conmigo, y a veces con los otros, insistía en comer espárragos ella sola de vez en cuando. Los espárragos hacen que la orina huela de un modo muy extraño. No es demasiado romántico saber que tu novia ha estado comiendo espárragos por el olor del retrete común.

Y no obstante... era mi novia, desde luego que lo era.

UNA NOTA SOBRE EL NACIMIENTO

ESTELAR

Doctor Asmenion:
Supongo que la mayoría de ustedes están aquí no porque les interese realmente la astrofísica, sino porque esperan obtener una bonificación científica. Pero no deben preocuparse. Los instrumentos hacen la mayor parte del trabajo. Ustedes hacen el examen de rutina y, si observan algo especial, ya saldrá en la evaluación cuando hayan regresado.

Pregunta:
¿No hay algo especial que debamos buscar?

Doctor Asmenion:
Oh, desde luego. Por ejemplo, hubo un prospector que ganó medio millón, me parece, por haber estado en la nebulosa de Orión y observado que una parte de la nube gaseosa tenía una temperatura más elevada que el resto. Llegó a la conclusión de que estaba naciendo una estrella. El gas se condensaba y empezaba a calentarse. Es probable que dentro de otros diez mil años se esté formando un sistema solar reconocible en ese mismo lugar, y realizó un examen especial de toda esa parte del cielo. Por lo tanto, obtuvo la bonificación. Y ahora, todos los años, la Corporación envía esa nave a obtener nuevas medidas. Pagan una prima de cien mil dólares, y cincuenta mil son para él. Les daré las coordenadas de algunos sitios probables, como la nebulosa de Trífido, si así lo desean. No ganarán medio millón, pero ganarán algo.

No sólo habíamos hecho el amor durante aquellas interminables horas en el módulo; habíamos hablado. Nunca he conocido tan bien el interior de la cabeza de una persona como llegué a conocer el de Klara. Tenía que amarla. No podía evitarlo, y no podía dejar de hacerlo.

Eternamente.

El vigésimo tercer día estaba tocando el piano electrónico de Ham cuando me sentí repentinamente mareado. La cambiante fuerza de gravedad, que había llegado a no sentir apenas, se intensificaba bruscamente.

Alcé los ojos y tropecé con la mirada de Klara. La vi sonreír tímidamente, con evidente emoción. Señaló, y observé que las sinuosas curvas de la espiral de cristal despedían continuos destellos dorados que se sucedían como si fueran brillantes pececillos en un río.

Nos abrazamos fuertemente y nos echamos a reír, mientras el espacio daba vueltas en torno a nosotros y el suelo se convertía en techo. Habíamos llegado al cambio de posición. Y aún disponíamos de cierto margen.

15

Naturalmente, el consultorio de Sigfrid está debajo de la Burbuja, como la mayor parte de oficinas. Nunca hace demasiado frío ni demasiado calor, pero a veces da esta impresión. Le digo:

—¡Vaya, qué calor hace aquí! Tu aparato de aire acondicionado se ha estropeado.

—No tengo ningún aparato de aire acondicionado, Robbie —me contesta pacientemente—. Volviendo a tu madre...

—¡Al diablo mi madre! —replico—. ¡Y al diablo la tuya, también!

Hay una pausa. Sé que sus circuitos están pensando, y comprendo que acabaré lamentando esa impetuosa observación. Así pues, me apresuro a añadir:

—Lo que quiero decir es que estoy muy incómodo, Sigfrid. Hace un calor horrible.

—No tienes nada de calor —me corrige.

—¿Qué?

—Mis sensores indican que tu temperatura sube casi un grado cuando hablamos de ciertos temas: tu madre, Gelle-Klara Moynlin, tu primer viaje, tu tercer viaje, Dane Metchnikov y excreción.

—¡Vamos, ésta sí que es buena! —grito, súbitamente furioso—. ¿Pretendes decirme que me espías?

—Ya sabes que verifico tus signos externos, Robbie —contesta reprobadoramente—. No hay nada de malo en ello. Es como si un amigo te viera enrojecer o tartamudear, o chasquear los dedos.

—Eso es lo que tú dices.

—Es lo que yo digo, Rob. Te lo explico porque creo que deberías saber que estos temas encierran alguna sobrecarga emocional para ti. ¿Te gustaría hablar de por qué es eso posible?

—¡No! ¡De lo que me gustaría hablar es de ti, Sigfrid! ¿Qué otros secretillos me has robado? ¿Cuentas mis erecciones? ¿Has escondido un micrófono en mi cama? ¿Me has interceptado el teléfono?

—No, Rob. No hago nada de todo eso.

—Espero que sea verdad, Sigfrid. Tengo mis medios para saber cuándo mientes.

Pausa.

—Creo que no entiendo lo que quieres decir, Rob.

—No tienes por qué —replico irónicamente—. Sólo eres una máquina. —Es suficiente que yo lo comprenda. Para mí es muy importante saber el pequeño secreto de Sigfrid. En el bolsillo de mi chaqueta está la hoja de papel que me diera S. Ya. Lavorovna, llena de marihuana, vino y sexo. No tardará en llegar el día en que lo saque del bolsillo, y entonces veremos cuál de los dos es el jefe. La verdad es que disfruto mucho esta contienda con Sigfrid. Me pone furioso. Cuando estoy furioso me olvido de ese gran lugar donde hiero, y sigo hiriendo, y no sé cómo detenerme.

16

Tras cuarenta y seis días de viaje, la cápsula aminoró la velocidad hasta el punto de que ni siquiera parecía velocidad: estábamos en órbita, alrededor de algo, y todos los motores se habían parado.

Olíamos a demonios y estábamos hartos de nuestra mutua compañía, pero nos amontonamos en torno a las pantallas de navegación fuertemente cogidos del brazo, como los más cariñosos amantes, en la ausencia de gravedad reinante, para contemplar el sol que se hallaba ante nosotros. Era una estrella más grande y naranja que el Sol; o era más grande, o nos encontrábamos más cerca de ella que una U.A. Sin embargo, no dábamos vueltas en torno a esa estrella. Nuestro primario era un gran planeta gaseoso con una luna de gran tamaño, casi tan grande como la Luna.

Other books

The Living by Léan Cullinan
Sacrifice by Philip Freeman
Pqueño, grande by John Crowley
Zeuglodon by James P. Blaylock
The Oak and the Ram - 04 by Michael Moorcock