Post Mortem (6 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: Post Mortem
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—Siento que hoy no pudiéramos ir a Monticello, Lucy —dije tímidamente.

Un encogimiento de hombros.

—Estoy tan decepcionada como tú —añadí.

Otro encogimiento de hombros.

—De todos modos, me divierto más utilizando el ordenador.

No había pretendido herirme pero su comentario me hizo daño.

—Tenía un montón de cosas que hacer —continuó diciendo, golpeando con fuerza la tecla de su retorno—. Tu base de datos se tenía que limpiar un poco. Apuesto a que hace un año que no lo inicializas —giró en mi sillón de cuero y yo me desplacé a un lado, cruzando los brazos sobre la cintura—. Ya lo he arreglado todo.

—¿Cómo dices?

No, no era posible que Lucy hubiera hecho semejante cosa.

Inicializar era lo mismo que formatear, que eliminar o borrar todos los datos del disco duro. El disco duro contenía media docena de tablas estadísticas que yo utilizaba para los artículos que tenía que publicar dentro de un determinado plazo. Los trabajos grabados eran de varios meses atrás.

Los verdes ojos de Lucy me miraron con expresión de lechuza por detrás de los gruesos cristales de sus gafas.

—Consulté los manuales para saber cómo se hacía —dijo mientras su redondo rostro de diablillo adquiría una dureza impropia de sus años—. Lo único que hay que hacer es teclear IOR I cuando sale la C y, una vez inicializado, se pone el Addall y el Catálogo. Ora. Es fácil. Cualquier tonto lo puede comprender.

Experimenté una sensación de debilidad en las rodillas.

Recordé que Dorothy me había llamado varios años atrás, absolutamente histérica. Aprovechando que ella había salido a comprar, Lucy entró en su despacho y formateó todos sus
disquetes
, borrando toda la información que contenían. En uno de ellos había un libro que Dorothy estaba escribiendo, con capítulos que aún no había grabado ni impreso. Un auténtico asesinato.

—Lucy, no habrás hecho eso que dices, ¿verdad? —inquirí con verdadero pánico.

—Pues sí, pero no te preocupes —contestó la niña en tono malhumorado—. Primero he grabado en
disquetes
todos los datos. Es lo que dice el manual. Y después los he vuelto a grabar en el disco duro. O sea que todo está ahí. Pero lo he limpiado y ordenado todo de una manera más racional.

Acerqué una otomana y me senté a su lado. Fue entonces cuando vi lo que había debajo de un montón de
disquetes
: el periódico de la tarde doblado tal como se doblan los periódicos una vez se han leído. Lo saqué y lo abrí por la primera plana. El titular más destacado era lo último que yo hubiera querido ver:

JOVEN CIRUJANA ASESINADA PODRÍA SER

LA CUARTA VÍCTIMA DEL ESTRANGULADOR

Una residente de cirugía de 30 años de edad ha sido encontrada brutalmente asesinada en su casa de Berkley Downs poco después de la medianoche. Según la policía, todo parece indicar que su muerte está relacionada con los asesinatos de otras tres mujeres de Richmond estranguladas en sus casas en los dos últimos meses.

La víctima más reciente ha sido identificada como Lori Anne Petersen, una licenciada en medicina por la universidad de Harvard. Fue vista con vida por última vez poco después de la medianoche cuando abandonó la sala de urgencias del hospital del VMC donde actualmente estaba completando un turno rotatorio en cirugía traumática. Se cree que regresó directamente a su casa desde el hospital y que fue asesinada entre las doce y media y las dos de esta madrugada. Al parecer, el asesino entró en la casa cortando la persiana de la ventana de un cuarto de baño que no estaba cerrada...

La noticia incluía otros datos, aparte una borrosa fotografía en blanco y negro en la que se veía a unos camilleros sacando el cuerpo de la casa y bajando por los peldaños de la entrada y otra más pequeña de una figura con un impermeable caqui en la que me reconocí a mí misma. El pie de la fotografía decía: «La doctora Kay Scarpetta, jefa del departamento de Medicina Legal, llegando al escenario del crimen».

Lucy me estaba mirando con los ojos muy abiertos. Bertha había tenido la prudencia de esconder el periódico, pero Lucy era muy lista. ¿Qué piensa una niña de diez años cuando lee algo así, sobre todo si va acompañado de una siniestra fotografía de su «tita Kay»?

Nunca le había explicado plenamente a Lucy los detalles de mi profesión. Había evitado hablarle del salvaje mundo en el que vivimos. No quería que fuera como yo y se viera privada de la inocencia y el idealismo, y fuera bautizada en las ensangrentadas aguas del azar y la crueldad, perdida ya para siempre la confianza.

—Es como el
Herald
—dijo, dejándome de una pieza con su comentario—. En el
Herald
siempre salen cosas de gente que ha sido asesinada. La semana pasada encontraron a un hombre decapitado en el canal. Debía de ser malo para que alguien le cortara la cabeza.

—Es posible que lo fuera, Lucy. Pero eso no justifica que alguien le haga eso. Y, además, no todas las víctimas de daños y asesinatos son malas.

—Mami dice que sí. Dice que a las personas buenas no las matan. Sólo matan a las prostitutas, los traficantes de drogas y los ladrones —una pensativa pausa—. A veces también matan a los oficiales de policía porque intentan atrapar a las personas malas.

Dorothy era capaz de decir aquellas cosas y, peor todavía, de creerlas. Sentí una oleada de cólera.

—Pero esa señora estrangulada —Lucy pareció dudar mientras sus ojos enormemente abiertos parecían devorarme— era una médica, tita Kay. ¿Cómo podía ser mala? Tú también eres médica. Eso quiere decir que era como tú.

De repente, me di cuenta de la hora que era. Se estaba haciendo tarde. Apagué el ordenador, tomé a Lucy de la mano y ambas salimos de la estancia y nos dirigimos a la cocina. Cuando me volví hacia ella para proponerle que nos tomáramos algo antes de irnos a la cama, me quedé consternada al ver que se estaba mordiendo el labio inferior y tenía los ojos anegados por las lágrimas.

—¡Lucy! ¿Por qué lloras?

Se abrazó a mí sollozando y gritó con desesperada fuerza:

—¡No quiero que mueras! ¡No quiero que mueras!

—Lucy... —dije, sorprendida y desconcertada. Bien estaban sus berrinches y sus arrogantes estallidos de cólera, ¡pero eso ya era demasiado! Sentí que sus lágrimas me estaban empapando la blusa. Percibí la cálida intensidad de su afligido cuerpecito pegado al mío—. Tranquilízate, Lucy —fue lo único que pude decirle mientras la abrazaba.

—¡No quiero que mueras, tita Kay!

—No voy a morir, Lucy.

—Papá murió.

—A mí no me va a pasar nada, Lucy.

No podía consolarla. El relato del periódico la había afectado profundamente. Lo había leído con la inteligencia de una persona adulta que todavía no se había librado de los temores y fantasías de la infancia. A lo cual había que añadir todas sus inseguridades y pérdidas.

Ay, Señor. Estaba buscando una respuesta adecuada, pero no se me ocurría ninguna. Las acusaciones de mi madre empezaron a pulsar en algún recóndito escondrijo de mi mente. Mis carencias. Yo no tenía hijos. Hubiera sido una madre pésima.

—Hubieras tenido que ser un hombre —me había dicho mi madre en el transcurso de uno de nuestros menos fructíferos encuentros de la historia reciente—. No piensas más que en el trabajo y la ambición. Eso no es natural en una mujer. Te vas a secar como un gorgojo, Kay.

En mis momentos más bajos, me molestaba ver aquellos caparazones de gorgojos que solía haber entre el césped del jardín de mi infancia. Translúcidos, quebradizos, secos. Muertos.

Por regla general, no le hubiera ofrecido un vaso de vino a una niña de diez años.

La acompañé a su habitación y bebimos en la cama. Me hizo preguntas de imposible respuesta.

—¿Por qué las personas hacen daño a otras personas? ¿Eso es como un juego para ellas? Quiero decir si lo hacen para divertirse como en la televisión. En la televisión hacen cosas así, pero todo es de mentirijilla. No le hacen daño a nadie. A lo mejor, no quieren hacerles daño, tita Kay.

—Hay ciertas personas que son malas —contesté serenamente—. Igual que los perros, Lucy. Algunos perros muerden a la gente sin motivo. Les ocurre algo raro. Son malos y siempre lo serán.

—Porque antes la gente se ha portado mal con ellos. Por eso se vuelven malos.

—Así es muchas veces —dije—. Pero no siempre. A veces, no hay ningún motivo. En cierto modo, no importa. Las personas eligen una cosa u otra. Algunas personas prefieren ser malas y crueles. Es una parte muy triste y desagradable de la vida.

—Como lo de Hitler —musitó Lucy, tomando un sorbo de vino.

Le acaricié el cabello mientras ella añadía con voz adormilada:

—Como Jimmy Groome también. Vive en nuestra calle y dispara contra los pájaros con su escopeta BB y le gusta robar huevos de los nidos de los pájaros y estrellarlos contra el suelo y ver cómo los pajaritos pequeños intentan salir. Le odio. Odio a Jimmy Groome. Una vez le tiré una piedra y le alcancé mientras pasaba por delante de casa en su bici. Pero no sabe que fui yo porque estaba escondida detrás de los arbustos.

Tomé un sorbo de vino sin dejar de acariciarle el cabello.

—Dios no permitirá que te pase nada, ¿verdad? —me preguntó.

—No me pasará nada, Lucy. Te lo prometo.

—Si le rezas a Dios, pidiéndole que te cuide, Él lo hará, ¿verdad?

—Él nos cuida a todos.

Lo dije sin estar muy segura de creerlo.

Lucy frunció el ceño y tampoco estuve muy segura de que lo creyera.

—¿Tú nunca tienes miedo?

—Todo el mundo tiene miedo de vez en cuando —contesté con una sonrisa—. Pero estoy perfectamente a salvo. No me pasará nada.

Lo último que dijo antes de quedarse dormida fue:

—Me gustaría quedarme para siempre aquí, tita Kay. Quiero ser como tú.

Dos horas más tarde me encontraba en el piso de arriba todavía completamente despierta, leyendo una página de un libro sin fijarme realmente en las palabras, cuando sonó el teléfono.

Mi respuesta fue un sobresaltado reflejo pavloviano. Tomé el teléfono mientras el corazón me latía furiosamente en el pecho. Esperaba la voz de Marino y temía que estuviera a punto de repetirse lo de la víspera.

—¿Diga?

Silencio.

—¿Diga?

Pude oír en segundo plano los leves y espectrales acordes de la música que acompaña a las películas de horror o las chirriantes notas de un fonógrafo antes de que se cortara la comunicación.

—¿Café?

—Sí, por favor —contesté.

Era lo equivalente a un «Buenos días».

Siempre que pasaba por el laboratorio de Neils Vander, su primera palabra de saludo era «¿Café?». Y yo siempre aceptaba. La cafeína y la nicotina son dos vicios que he adquirido de muy buen grado.

No se me ocurriría comprar un coche que no fuera tan sólido como un tanque y no pongo en marcha el motor sin abrocharme el cinturón de seguridad. Hay alarmas contra incendios por toda mi casa y he mandado instalar un costoso sistema de alarma antirrobo. Yo no disfruto viajando en avión y opto por la carretera siempre que puedo.

Pero la cafeína, la nicotina y el colesterol, los grandes enemigos del hombre corriente... Dios me libre de prescindir de ellos. Participo en una reunión nacional y asisto a un banquete con otros trescientos médicos forenses, los más destacados expertos mundiales en la enfermedad y la muerte. El setenta y cinco por ciento de nosotros no practica el
jogging
ni la gimnasia aeróbica, no camina cuando puede ir en coche, no permanece de pie cuando puede sentarse y evita habitualmente las escaleras o las pendientes a no ser que sean cuesta abajo. Un tercio de nosotros fuma, casi todos bebemos y todos comemos como si no existiera el mañana.

La tensión, la depresión, tal vez una mayor necesidad de reírnos y divertirnos a causa de las desgracias que tenemos que ver... ¿quién sabe con certeza la razón? Uno de mis amigos más cínicos, jefe adjunto de Chicago, suele decir:

—Qué demonios. Tú te mueres. Todo el mundo se muere. ¿Y qué si te mueres sano?

Vander se acercó a la cafetera automática que había en un mostrador situado detrás de su escritorio y llenó dos tazas. Me había preparado el café incontables veces y nunca recordaba que lo bebo solo.

Mi ex marido tampoco lo recordaba. Seis años viví con Tony y él nunca recordaba que bebo el café solo ni que me gustan los bistecs un poco crudos, no chorreando sangre, sino simplemente un poco rosados. En cuanto a mi talla de vestir, mejor olvidarlo. Yo tengo la talla cuarenta y seis y mi figura se adapta a casi todo, pero no puedo soportar los volantes, los encajes y las cosas vaporosas. El siempre me compraba prendas de ropa interior de la talla cuarenta y cuatro, normalmente vaporosas y con encajes. El color preferido de su madre era el verde primavera. Su madre tenía la talla cincuenta y dos. Le encantaban los volantes, odiaba los jerséis, prefería las cremalleras, era alérgica a la lana, no quería nada que tuviera que lavarse en seco o plancharse, tenía un odio visceral a todo lo que fuera de color púrpura, consideraba que el blanco y el beige no eran prácticos, no le gustaban las rayas horizontales ni los colores vistosos, aborrecía el ante, creía que su cuerpo era incompatible con las faldas plisadas y era enormemente aficionada a los bolsillos... cuantos más, mejor. Cuando se trataba de su madre, Tony lo recordaba todo.

Vander echaba en mi taza las mismas cucharaditas colmadas de azúcar que echaba en la suya.

Llevaba siempre el cabello gris desgreñado y la voluminosa bata de laboratorio manchada de polvos negros de huellas dactilares mientras que, del tiznado bolsillo superior de la bata, le asomaba toda una serie de bolígrafos y rotuladores. Era un hombre alto de huesudas extremidades y vientre desproporcionadamente prominente. Tenía una cabeza en forma de bombilla y unos ojos de un azul perpetuamente desteñido, empañados por las meditaciones.

Durante mi primer invierno en el departamento, pasó a última hora de una tarde por mi despacho para anunciarme que estaba nevando. Llevaba una larga bufanda roja alrededor del cuello y se había encasquetado hasta las orejas una especie de casco de vuelo de cuero, probablemente comprado a través del catálogo de una república bananera, el más ridículo sombrero de invierno que yo jamás hubiera visto en mi vida. Creo que se hubiera encontrado perfectamente a sus anchas en el interior de un avión de combate Fokker. «El holandés errante», solíamos llamarle en el departamento. Iba constantemente de un lado para otro, subiendo y bajando por los pasillos con la bata de laboratorio volando alrededor de sus piernas.

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