Read Preludio a la fundación Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Preludio a la fundación (27 page)

BOOK: Preludio a la fundación
13.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Seldon, indeciso sobre cómo comportarse, permaneció de pie hasta que Gota de Lluvia le indicó, un poco impaciente, que se sentara en el camastro. Así lo hizo.

–Si alguna vez llegara a saberse que he estado aquí con un hombre, aunque sea de una tribu, me convertiré en una verdadera paria -murmuró Gota de Lluvia Cuarenta y Tres con dulzura, como si hablara consigo misma.

–Entonces, no nos quedemos aquí -exclamó Seldon poniéndose en pie de un salto.

–Siéntate. No puedo salir en el estado en que me encuentro. Me has estado preguntando sobre religión. ¿Qué es lo que buscas?

A Seldon le pareció que ella había cambiado por completo. La pasividad y el servilismo habían desaparecido. No quedaba nada de su timidez, de su torpeza ante un varón. Lo miraba, ardientemente, a través de los ojos entornados.

–Ya te lo he dicho. Conocimientos. Soy un estudioso. Mi profesión y mi deseo es saber. Quiero, en especial, comprender a la gente, así que necesito estudiar Historia. En muchos mundos, los antiguos documentos históricos, los verdaderos archivos históricos, se han transformado en mitos y leyendas, formando parte, con frecuencia, de una serie de creencias religiosas o supernaturalista. Pero si Mycogen no tiene una religión, entonces…

–Te he dicho que tenemos Historia.

–Por dos veces me lo has asegurado. ¿Muy antigua?

–Empieza hace veinte mil años.

–¿De verdad? Hablemos con franqueza. ¿Es Historia real o algo que ha ido degenerando en leyenda?

–Es verdadera Historia, desde luego.

Seldon estuvo en un tris de preguntarle cómo lo sabía, pero lo pensó mejor. ¿Existía la posibilidad de que la Historia llegara a los veinte mil años y fuera auténtica? Él no era historiador, así que tendría que consultarlo con Dors.

Pero sabía que en todos los mundos, las historias más antiguas eran mezclas de heroísmos y pequeños dramas, parecidos a representaciones morales, y no debían ser tomadas al pie de la letra. Era del todo seguro en cuanto a Helicón; sin embargo, no se encontraba un solo heliconiano que no jurara e insistiera en que todo lo que se contaba era Historia verdadera. Aseguraban, como a tal, los relatos perfectamente ridículos sobre la primera exploración de Helicón y los encuentros con grandes y peligrosos reptiles voladores…, aun cuando nada parecido a reptiles voladores había sido encontrado en ningún mundo explorado y colonizado por seres humanos.

–¿Y dónde empieza la Historia? – preguntó él.

Una expresión soñadora apareció en los ojos de la Hermana, una mirada que no veía a Seldon ni nada más de aquella estancia.

–Empieza con un mundo…, nuestro mundo -musitó-. Un solo mundo.

–¿Un mundo? – repitió Seldon, y recordó que Hummin había hablado de leyendas de un mundo único, original, de la Humanidad.

–Un mundo. Después hubo otros. Mas el nuestro fue el primero. Un mundo con espacio, aire libre, con sitio para todos, campos fértiles, hogares acogedores y gente afectuosa. Habitamos allí durante miles de años, y luego tuvimos que marcharnos y malvivir en uno u otro lugar hasta que algunos de nosotros encontramos un rincón de Trantor donde aprendimos a cultivar un tipo de comida que nos proporcionó algo de libertad. Y aquí, en Mycogen, tenemos ahora nuestro modo de vida…, y nuestros sueños.

–¿Y vuestra Historia da detalles completos sobre el mundo original? ¿El mundo único?

–Oh, sí, todo está en un libro, y todos lo tenernos. Cada uno de nosotros. Lo llevamos siempre. No hay un solo momento en que uno de nosotros no pueda verlo, leerlo, recordar quiénes somos (y quiénes éramos) y llegar a pensar que algún día volveremos a recuperar nuestro mundo.

–¿Sabes dónde está ese mundo, y quiénes viven ahora en él?

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres titubeó, luego, movió la cabeza violentamente.

–No lo sabemos, pero algún día lo descubriremos.

–¿Está ese libro ahora en tu poder?

–¡Por supuesto!

–¿Puedo verlo?

Una sonrisa perezosa cruzó el rostro de la Hermana.

–Así que esto es lo que quieres -dijo ella-. Sabía que buscabas algo cuando me pediste que te trajera a visitar las microgranjas, lo único es que yo… -Parecía un poco desconcertada-. Nunca pensé que se tratara del
Libro
.

–Es lo único que quiero -insistió Seldon-. En realidad, no pensaba en nada más. Si me trajiste aquí porque creíste que…

Ella no le permitió terminar.

–Y aquí estamos. ¿Quieres o no quieres el
Libro
?

–¿Me ofreces dejarme que lo vea?

–Con una condición.

Seldon hizo una pausa, pensando en la posibilidad de graves problemas si había vencido la inhibición de la Hermana mucho más allá de lo que se había propuesto.

–¿Qué condición? – preguntó.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres se pasó rápidamente la lengua por los labios.

–Que te quites el cubrecabeza -pidió con voz temblorosa.

46

Estupefacto, Hari Seldon miró a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres. Durante unos segundos, claramente perceptibles, no entendió de qué le estaba hablando. Se había olvidado de que llevaba la cabeza cubierta.

Luego, se llevó la mano a la cabeza y, por primera vez, conscientemente, sintió el cubrecabezas que llevaba. Era suave, aunque percibió la diminuta resistencia del cabello que estaba debajo. Poca, claro, porque, después de todo, lo llevaba corto y tenía poco cuerpo.

–¿Por qué? – preguntó.

–Porque lo quiero así. Porque ésta es la condición que te impongo si quieres ver el
Libro
.

–Bueno, si te empeñas. – Y con la mano tanteó en busca del borde para quitárselo.

–No -objetó ella-. Déjame a mí. Yo lo haré. – Lo miraba como si fuera a comérselo.

Seldon dejó caer las manos sobre las rodillas.

–Adelante.

La Hermana se puso en pie al instante y se sentó junto a él, sobre el camastro. Despacio, con cuidado, levantó el cubrecabezas por encima de la oreja. Otra vez, volvió a pasarse la lengua por los labios y él la notó jadeante mientras le retiraba el gorro de la frente y lo miraba. Entonces, se desprendió del todo y el cabello de Seldon, liberado, pareció agitarse encantado de su libertad.

–Mantener el cabello bajo el gorro me ha hecho sudar, probablemente, la cabeza -alegó, turbado-. Si es así, tendré el cabello húmedo. – Levantó la mano, como si quisiera comprobarlo, pero ella se la apartó.

–Quiero hacerlo yo. Forma parte de la condición. – Sus dedos, lentos, indecisos, rozaron el cabello, pero los retiró. Volvió a tocarle y lo acarició con dulzura-. Está seco -dijo-. Su tacto es… bueno…

–¿Habías tocado antes cabello cefálico?

–En los niños, a veces. Éste… es diferente -Volvió a acariciarlo.

–¿En qué aspecto? – Seldon, pese a su embarazosa situación, no podía dejar de sentir curiosidad.

–No podría decirlo. Sólo… diferente.

–¿Te basta ya? – preguntó Hari pasado un rato.

–No. No me apresures. ¿Puedes conseguir que quede como tú quieras?

–Poco. Tiene su inclinación natural; además, necesitaría un peine para hacerlo, y no llevo ninguno.

–¿Un peine?

–Sí, un objeto con púas…, bueno, como un rastrillo, aunque las púas están más compactas y son algo más blandas en el peine.

–¿No puedes hacerlo con los dedos? – preguntó mientras pasaba los suyos por el cabello.

–En cierto modo sí, mas no queda muy bien.

–Por detrás está hirsuto.

–Porque lo llevo más corto ahí.

Gota de Lluvia pareció recordar algo.

–¡Las cejas! ¿No es así como las llamáis? – Arrancó las tiras que las cubrían y pasó los dedos por el suave arco ciliar, a contrapelo.

–¡Qué agradable! – exclamó riendo fuerte, de un modo parecido a la risita de su hermana pequeña-. ¡Qué monada!

–¿Hay algo más que forme parte, también de la condición? – preguntó Seldon, un poco impaciente.

Dio la sensación de que Gota de Lluvia iba a contestar afirmativamente, mas no dijo nada. En cambio, retiró las manos precipitadamente y se las llevó a la nariz. Seldon se preguntó qué estaría tratando de oler.

–¡Qué extraño! – musitó ella-. ¿Puedo…, puedo hacerlo otra vez?

–Si me dejas el
Libro
durante el tiempo necesario para estudiarlo, a lo mejor te dejo -ofreció Seldon, incómodo.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres metió la mano dentro de su túnica, y de una abertura que Seldon no había observado antes, de algún bolsillo secreto, sacó un libro encuadernado en un material flexible y resistente. Lo cogió al tiempo que se esforzaba por controlar su excitación.

Mientras Seldon reajustaba su cubrecabeza a fin de ocultar su cabello, Gota de Lluvia Cuarenta y Tres volvió a llevarse las manos a la nariz y entonces, rápida y suavemente, se chupó el dedo.

47

–¿Que te tocó el pelo? – exclamó Dors Venabili. Y contempló el cabello de Seldon como si también estuviera tentada de hacerlo. Seldon se apartó ligeramente.

–Por favor, no. Ella hizo que aquel gesto pareciera una perversión.

–Y supongo que lo era…, desde su punto de vista. ¿Te produjo algún placer?

–¿Placer? Hizo que se me pusiera la carne de gallina. Cuando por fin tuvo bastante, pude volver a respirar tranquilo. No dejaba de pensar: «¿Qué otras condiciones me pondrá?»

Dors se echó a reír.

–¿Tenías miedo de que te violara?, ¿o la esperanza de que lo hiciera?

–Te aseguro que no me atrevía ni a pensar. Sólo quería conseguir el
Libro
.

Se hallaban en su habitación y Dors conectó su distorsionador de campo para tener la plena seguridad de no ser oídos.

La noche mycogenia estaba a punto de empezar. Seldon se había despojado del gorro y la
kirtle
y se había bañado, lavándose cuidadosamente el cabello, que había enjabonado y aclarado por dos veces. Ahora, estaba sentado en su cama y se había puesto una especie de camisón que había encontrado colgado en su ropero.

–¿Sabía que tienes pelo en el pecho? – preguntó Dors con los ojos rebosando picardía.

–Deseaba con todas mis fuerzas que no se le ocurriera pensarlo.

–Pobre Hari. Todo fue perfectamente natural, ¿sabes? Es probable que yo hubiera sentido lo mismo de haberme encontrado a solas con un Hermano. Estoy segura de que habría sido mucho peor porque él creería, siendo lo que es la sociedad mycogenia, que yo, como mujer, no tenía más remedio que obedecer al instante sus órdenes sin protestar.

–No, Dors. Puedes creer que todo fue natural, pero tú no lo experimentaste. La pobre mujer era presa de una tremenda excitación sexual. Todos sus sentidos estaban al descubierto… Olía sus dedos, hasta se los lamió. Si hubiera podido oír cómo crece el pelo, habría escuchado con avidez.

–Por eso mismo he dicho que era «natural». Cualquier cosa que se haga, que esté prohibida, gana en atractivo sexual. ¿Estarías especialmente interesado por los senos de una mujer si vivieras en una sociedad en que los llevaran siempre al descubierto?

–Creo que sí.

–¿No te sentirías más interesado si siempre estuvieran cubiertos, como ocurre en la mayor parte de las sociedades…? Oye, déjame que te cuente algo que me ocurrió. Fue en Cinna, en un lugar de veraneo, junto a un lago… Supongo que también tenéis lugares así en Helicón, playas y demás, ¿no?

–Pues claro que sí -contestó Seldon, ligeramente molesto-. ¿Qué te has creído que es Helicón, un mundo de roca y montaña, con sólo agua del pozo para beber?

–No ha sido mi intención ofenderte, Hari. Sólo quería asegurarme de que situaras bien la historia. En nuestras playas de Cinna, somos bastante despreocupados sobre lo que llevamos…, o no llevamos.

–¿Playas nudistas?

–No se trata de eso, aunque supongo que si alguien se quitara toda la ropa, nadie se fijaría demasiado. Se acostumbraba a llevar un mínimo decente, pero debo admitir que lo que consideramos decente deja muy poco trabajo a la imaginación.

–En Helicón, tenemos unos niveles de decencia algo más elevados.

–Sí, lo deduzco por tu cuidadosa forma de tratarme, pero a cada uno lo suyo. Vamos al grano, yo estaba sentada en una pequeña playa junto al lago cuando un joven, con el que había hablado un poco antes, se me acercó. Era un chico decente y no tengo nada en contra de él. Se sentó en el brazo de mi butaca y, a fin de apoyarse, puso su mano derecha sobre mi muslo izquierdo, que, como es natural, estaba desnudo.

»Después de hablar unos minutos conmigo, dijo con cierto descaro: «Aquí estoy yo, apenas me conoces y sin embargo parece absolutamente natural que apoye la mano en tu muslo. Además, también debe parecértelo a ti, ya que no da la sensación de importarte que la deje ahí».

»Entonces fue cuando me di cuenta de que su mano estaba en mi muslo. La piel desnuda en público parece perder algo de su calidad sexual. Como te he dicho, lo crucial es lo que queda oculto a la vista… Y el muchacho lo sintió también porque al instante observó: «Si nos encontráramos en condiciones formales y llevaras un traje, ni se te ocurriría dejarme levantarte la falda para apoyar mi mano en tu muslo, en el mismo lugar en que la tengo ahora».

»Me eché a reír y seguimos hablando de una cosa y otra. Naturalmente, al joven, una vez me había llamado la atención sobre la posición de su mano, dejó de parecerle apropiado mantenerla allí y la retiró.

»Aquella noche, me vestí para la cena con más cuidado que en otras ocasiones y me puse un traje que parecía más formal de lo necesario en comparación con lo que otras mujeres llevaban. Me encontré con el joven en cuestión. Estaba sentado a una de las mesas. Me acerqué y lo saludé.

»-Aquí me tienes -le dije-, vestida, pero debajo del traje, mi muslo izquierdo sigue desnudo. Levanta la falda y pon tu mano sobre mi muslo izquierdo, como hiciste esta tarde.

»Lo intentó. Tengo que reconocer que lo intentó, pero todo el mundo nos miraba. Yo no se lo hubiera impedido y tengo la seguridad de que nadie lo habría hecho, mas no se atrevió. El lugar no era distinto de lo que había sido antes y, en ambos casos, las mismas personas estaban presentes. Resultaba muy claro que yo había tomado la iniciativa y que, por lo tanto, no tenía nada que objetar, pero no se decidió a violar las buenas maneras. Las condiciones que habían sido «mano-en-el-muslo» por la tarde, no eran «mano-en-el-muslo» por la noche y esto era más significativo de lo que la lógica podía decir.

BOOK: Preludio a la fundación
13.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Break My Fall (No Limits) by Cameron, J.T.
Murder on the Mind by LL Bartlett
The Judas Child by Carol O'Connell
The Criminal by Jim Thompson
Heart of the Raven by Susan Crosby
Sword Play by Linda Joy Singleton
The Last Enemy by Jim Eldridge
26 Hours in Paris by Demi Alex
Two Family Home by Sarah Title