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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Preludio a la fundación (43 page)

BOOK: Preludio a la fundación
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–¿Y a ustedes no les ocurrió nada? – preguntó Tisalver. La admiración en su voz era cada vez más acusada.

–Ni un arañazo -contestó Seldon-. La doctora Venabili maneja las dos navajas maravillosamente bien.

–No lo dudo -murmuró Mrs. Tisalver, bajando la vista al cinturón de Dors-, y no voy a permitir que eso ocurra aquí.

–Mientras nadie nos ataque aquí -declaró Dors secamente-, eso es lo que no va a ocurrir.

–Pero, por su culpa -insistió la mujer-, tenemos a la chusma delante de nuestra puerta.

–Mi amor -quiso tranquilizarla Tisalver-, no vayamos a disgustar a…

–¿Y por qué no? – escupió ella, despectiva-. ¿Es que tienes miedo de sus navajas? Me gustaría ver cómo las maneja aquí.

–No tengo la menor intención de hacer nada por el estilo -bufó Dors con el mismo ruido que cualquiera de los emitidos por Mrs. Tisalver-. ¿Qué es ésa chusma de la que nos habla?

–Lo que quiere decir mi mujer es que un pillete de Billibotton, o lo parece a juzgar por su aspecto, desea verles y no estamos acostumbrados a este tipo de visitas en el vecindario. Degrada nuestra posición social. – Su tono era apologético.

–Bien, Tisalver, saldremos, averiguaremos de qué se trata y lo despacharemos tan rápidamente como…

–No. Espera -pidió Dors-. Éstas son nuestras habitaciones. Pagamos por ellas. Nosotros decidimos quién nos visita y quién no. Si en la calle hay un joven de Billibotton, no deja de ser un dahlita. Más importante, es un trantoriano. Todavía mucho más importante, se trata de un ciudadano del Imperio y un ser humano. Y, por encima de todo, al desear vernos, pasa a ser nuestro huésped. Por lo tanto, nosotros le invitamos a que entre.

Mrs. Tisalver no se movió. Su propio marido parecía indeciso.

–Puesto que se dice que maté a cien matones en Billibotton -dijo Dors-, no van a creer que tengo miedo de un muchacho, o para el caso, de ustedes dos.

Y su mano derecha cayó, casualmente, sobre su cinturón.

Tisalver, súbitamente enérgico, protestó:

–Doctora Venabili, nuestra intención no es ofenderles. Por supuesto, esas habitaciones son suyas y pueden recibir a quien gusten. – Y dio un paso atrás, al tiempo que tiraba de su indignada esposa, haciendo gala, así, de una determinación por la que quizá tuviera que pagar más tarde.

Dors les observaba con severidad.

–Vaya, Dors, no pareces la misma -observó Seldon, sonriendo con sequedad-. Pensé que yo era quien se metía quijotescamente en líos y que tú eras la tranquila y práctica cuya única misión era la de evitar problemas.

–No puedo tolerar que se hable con desprecio de un ser humano sólo por la clase de grupo a la que pertenece…, aunque lo haga otro ser humano. Son estas personas de aquí, que se dicen respetables, los que crean a esos gamberros de allá.

–Y otros respetables -añadió Seldon- los que crean a estos respetables. Esas animosidades mutuas son las que forman parte de la Humanidad…

–Entonces, debes tratar de ello en tu psicohistoria, ¿verdad?

–Desde luego, siempre y cuando consiga una psicohistoria en la que tratar de algo… Ah, ahí viene ese pillete. Se trata de Raych, lo que no me sorprende en absoluto.

73

Entró Raych, mirando a su alrededor, claramente intimidado. El índice de su mano derecha se alzó hasta su labio superior como si quisiera sentir la suavidad del primer bozo.

Se volvió a la ofendida dueña de la casa y se inclinó con torpeza ante ella.

–Gracias, señora. Tié un bonito local.

Después, al oír el portazo tras él, se volvió a Seldon y Dors.

–Bonito lugar, tíos -comentó con expresión de experto.

–Me alegro de que te guste -respondió Seldon con gravedad-. ¿Cómo supiste que estábamos aquí?

–Los seguí. ¿Qué se creen? Eh, señora… -Se volvió a Dors-. Usted no pelea como una señora.

–¿Has visto luchar a muchas señoras? – le preguntó Dors.

–No, nunca he visto ninguna -dijo, frotándose la nariz-. Es que no llevan navajas, excepto unas pequeñas pa asustar a los niños. Pero a mí nunca me han asustao.

–Estoy segura de que no. ¿Qué les haces para que las señoras saquen sus navajas?

–Yo, nada. Sólo las molesto un poco. Se grita: «¡Eh, señora!, ¿me deja…?» -Pensó un instante y terminó-: Nada.

–Bien, pues no lo intentes conmigo -le advirtió Dors.

–¿Se burla de mí? ¿Después de lo que le hizo a Marron? Eh, señora, ¿dónde aprendió a luchar así?

–En mi mundo.

–¿Pué enseñarme?

–¿Es por eso por lo que has venido a vernos?

–La verdad, no. He venío con un encargo.

–¿De alguien que quiere luchar conmigo?

–Nadie quiere hacerlo con usted. Óigame, señora, ahora usted tié fama. To el mundo la conoce. Pasee por donde quiera en el viejo Billibotton y toos los tíos se harán a un lado, la dejarán pasar, le sonreirán y se asegurarán de no mirarla mal. ¡Oh, señora, se lo ha ganao! Por eso él quiere verla.

–Raych, ¿quién quiere vernos exactamente? – preguntó Seldon.

–Un tío llamado Davan.

–¿Y quién es?

–Un tío. Vive en Billibotton y no lleva navaja.

–¿Y sigue vivo, Raych?

–Lee mucho y ayuda a los tíos cuando se meten en líos con el Gobierno. Le dejan más o menos en paz. No necesita ninguna navaja.

–¿Por qué no ha venido él, pues? – preguntó Dors-. ¿Por qué te ha enviado a ti?

–Este sitio no le gusta. Dice que le pone malo. Dice que toa la gente de aquí son unos lame… del Gobierno. – Calló, miró indeciso a los dos forasteros de otros mundos, y añadió-: De toos modos no vendría. Dijo que me dejarían pasar porque soy un niño. – Sonrió-. Y por poco no me dejan, ¿eh? Quiero decir, la mujer que parecía que siempre estuviera oliendo algo.

Calló de pronto, como avergonzado, y se miró.

–De donde vengo, no tenemos muchas oportunidades de lavarnos.

–No importa -le sonrió Dors-. ¿Dónde se supone que debemos encontramos, ya que él no vendrá aquí? Después de todo, si no te importa que lo diga…, no nos apetece volver a Billibotton.

–Ya se lo he dicho a ustés -exclamó Raych, indignado-. Harán lo que quieran en Billibotton, se lo juro. Además, donde él vive, nadie les molestará.

–¿Dónde está? – preguntó Seldon.

–Puedo llevarles. No está lejos.

–¿Y por qué quiere vernos? – preguntó Dors.

–No sé. Pero dice así… -Raych entrecerró los ojos en su esfuerzo por recordar-: «Diles que quiero ver al hombre que habló con un calorero dahlita como si fuera un ser humano y a la mujer que derrotó a Marron con las navajas y no lo mató aunque pudo hacerlo». Creo que lo he dicho bien.

–Eso creo yo -sonrió Seldon-. ¿Podemos verle ahora?

–Está esperando.

–Entonces, iremos contigo -repuso Seldon, que miró a Dors, inquisitivo.

–De acuerdo. Estoy dispuesta. Puede que no se trate de ninguna trampa. La esperanza es una eterna primavera…

74

Al salir, la luz del atardecer tenía un amable resplandor, un ligero tono violeta con un borde rosado que simulaba nubes de puesta de sol deslizándose con el aire. Dahl podía quejarse por el trato que recibía de los gobernantes imperiales de Trantor, pero seguro que no tenían nada que objetar al tiempo que los ordenadores les proporcionaban.

–Parecemos gente célebre -murmuró Dors-. No cabe la menor duda.

Seldon apartó los ojos del supuesto cielo y de inmediato se dio cuenta de una concentración de gente rodeando la casa donde los Tisalver vivían.

Todos los que formaban el grupo se les quedaron mirando fijamente. Cuando quedó bien sentado que ambos forasteros se habían dado cuenta de la atención, un murmullo sordo recorrió el grupo que parecía estar a punto de romper en aplausos.

–Ahora comprendo por qué Mrs. Tisalver encuentra esto molesto -observó Dors-. Debí haberme mostrado más simpática.

La multitud iba, en su mayor parte, pobremente vestida y no era difícil adivinar que muchos de ellos procedían de Billibotton. Impulsivamente, Seldon sonrió y elevó la mano en un breve saludo que levantó aplausos.

–¿Pué la señora enseñarnos trucos con la navaja? – gritó una voz, perdida en el anonimato.

Y cuando Dors, como respuesta, les gritó:

–No, sólo la saco cuando estoy furiosa -la risa fue general.

Un hombre dio un paso adelante. Era obvio que no procedía de Billibotton, y también que no era un dahlita. Su bigote, pequeño, no era negro, sino castaño.

–Soy Marlo Tanto, de las
Noticias H.V. Trantorianas
-dijo, presentándose-. ¿Podemos enfocarles un poco para la holovisión de esta noche?

–¡No! – respondió Dors, tajante-. ¡Y nada de entrevistas!

El periodista no se movió.

–Tengo entendido que sostuvo una pelea con muchos hombres de Billibotton…, y que les ganó. – Sonrió-. Es una gran noticia.

–No es cierto. Tropezamos con unos hombres en Billibotton, les hablamos y seguimos adelante. Es lo único que pasó, y la única noticia que va a conseguir.

–¿Cómo se llama? No parece trantoriana.

–No tengo nombre.

–¿Y el de su compañero?

–Tampoco tiene nombre.

El periodista pareció molesto.

–Oiga, señora. Usted es noticia y yo estoy tratando de hacer mi trabajo.

Raych tiró de la manga de Dors. Ésta se inclinó y escuchó lo que el muchacho le murmuraba con fuerza. Dors asintió y volvió a erguirse.

–No creo que usted sea periodista, Mr. Tanto. Creo que es un agente Imperial y que trata de provocar malestar en Dahl. No hubo lucha, y no intente fabricar noticias sobre una pelea como medio de justificar una expedición Imperial a Billibotton. Si yo fuera usted, no me quedaría por aquí. No creo que sea muy popular entre toda esta gente.

Al oír las primeras palabras de Dors, la multitud empezó a murmurar. Creció el tono y empezaron a acercarse despacio, con aire amenazador, hacia Tanto. Éste miró, nervioso, a su alrededor y empezó a alejarse.

–Dejad que se vaya -gritó Dors-. Que nadie lo toque. No le proporcionéis el pretexto de alegar e informar violencia.

Todos le abrieron paso.

–Oh, señora, debió dejar que le pegaran un poco -comentó Raych.

–Muchacho sanguinario -dijo Dors-, llévanos junto a tu amigo.

75

Conocieron al hombre que se llamaba Davan en una habitación detrás de un ruinoso vagón-comedor. Detrás, pero lejos.

Raych abría la marcha, demostrando de nuevo que se encontraba tan en su elemento en las callejas de Billibotton como un topo en los túneles subterráneos de Helicón. La cautela de Dors Venabili fue la primera que se manifestó. Se detuvo.

–Vuelve, Raych -ordenó-. Dime, con toda exactitud, adónde vamos.

–A ver a Davan -respondió Raych exasperado-, ya se lo he dicho.

–Pero ésta es un área desierta. Aquí no vive nadie. – Miró con repugnancia a su alrededor. Todo aquello carecía de vida y los paneles luminosos que se veían no tenían luz…, o casi nada.

–Así le gusta a Davan -explicó Raych-. Siempre está cambiando de sitio, quedándose aquí o allí. Ya sabe…, variando.

–¿Por qué? – preguntó Dors.

–Está más a salvo, señora..

–¿De quién?

–Del Gobierno.

–¿Para qué va a querer el Gobierno a Davan?

–No lo sé. Le diré lo que haremos: les explicaré dónde está y les diré cómo se llega, y ustedes van solos…, si no quieren que yo les lleve.

–No, Raych -dijo Seldon-, estoy seguro de que nos perderíamos sin ti. La verdad es que será mejor que esperes a que terminemos para que nos acompañes de vuelta.

–¿Y yo, qué? – saltó Raych al momento-. ¿Cuentan con que siga esperando cuando tenga hambre?

–Tú esperas y tienes hambre, Raych, y cuando terminemos, te compraré una buena cena. Lo que tú quieras.

–Eso dice ahora, señor. ¿Cómo sabré que es verdad?

La mano de Dors saltó. Una navaja, con la hoja al descubierto, aparecía en su mano.

–No nos estarás llamando embusteros, ¿verdad, Raych?

Los ojos de Raych se desorbitaron. No parecía asustado por la amenaza.

–¡Oh, no lo había visto! – observó-. Hágalo otra vez.

–Lo haré después, si sigues aquí. Si no -amenazó Dors, ceñuda-, te perseguiremos.

–Vaya, venga, señora. Que no va a perseguirme. Usted no es de esa clase. Pero me quedaré. – Y adoptó una postura-. Les doy mi palabra.

Siguió guiándoles en silencio, aunque el eco de sus zapatos sonaba hueco en los pasadizos vacíos.

Davan levantó la mirada cuando entraron, una mirada salvaje que se dulcificó cuando vio a Raych. Inquisitivo, hizo unos gestos rápidos hacia los otros.

–Éstos son ellos -anunció Raych. Después, sonrió y se fue.

–Soy Hari Seldon. La joven es Dors Venabili.

Seldon contempló a Davan con curiosidad. Era moreno y tenía el grueso bigote negro del varón dahlita, pero, además, lucía un principio de barba. Era el primer dahlita que veía Seldon que no estuviera meticulosamente rasurado. Incluso los matones de Billibotton tenían las mejillas y la barbilla limpias.

–¿Cuál es su nombre, señor? – preguntó Seldon.

–Davan. Raych debió habérselo dicho.

–Su apellido.

–Sólo soy Davan. ¿Les han seguido hasta aquí, doctor Seldon?

–No. Estoy seguro de que no. De haberlo hecho, supongo que Raych les hubiera visto u oído. Y si él no lo hubiera notado, la doctora Venabili se habría dado cuenta.

–Confías en mí, Hari -sonrió levemente Dors.

–Cada vez más -respondió él, pensativo.

Davan se revolvió, inquieto.

–Pero ya les han descubierto -anunció.

–¿Descubierto?

–Sí. Me he enterado de lo de ese supuesto periodista.

–¿Ya? – Seldon pareció estupefacto-. Sospecho que, en realidad, era un periodista…, e inofensivo, además. Le llamamos agente imperial a instancias de Raych, y fue una buena idea. La gente que lo rodeaba se mostró amenazadora y así nos libramos de él.

–No -declaró Davan-. Él era lo que ustedes le llamaron. Mi gente le conoce y trabaja, en efecto, para el Imperio… Pero tampoco ustedes hacen lo que yo. No utilizan nombre falso ni cambian de residencia. Se mueven con sus propios nombres y no hacen el menor esfuerzo por permanecer a cubierto. Usted es Hari Seldon, el matemático.

–En efecto, lo soy. ¿Por qué iba a inventarme un nombre falso?

–El Imperio le busca, ¿no es así?

Seldon se encogió de hombros.

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