Puesto que los animales vagan libre y tranquilamente por el mundo, es natural que en los cuentos de hadas estos mismos animales guíen al héroe en sus pesquisas que lo conducen a lugares lejanos. Si todo lo que se mueve está vivo, es lógico que el niño piense que el viento puede hablar y arrastrar al héroe hacia donde éste pretende llegar, como en «Al este del sol y al oeste de la luna».
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En el pensamiento animista no sólo los animales piensan como nosotros, sino que también las piedras están vivas; por lo tanto, el hecho de convertirse en una piedra significa simplemente que este ser tiene que permanecer silencioso e inmóvil durante algún tiempo. Siguiendo el mismo razonamiento, es perfectamente lógico que los objetos, antes silenciosos, empiecen a hablar, a dar consejos y a acompañar al héroe en sus andanzas. Desde el momento en que todas las cosas están habitadas por seres similares a todos los demás (sobre todo al del niño, que ha proyectado su propio espíritu a todas ellas), es totalmente posible que, debido a esta igualdad inherente, los hombres puedan convertirse en animales, o viceversa, como en «La bella y la bestia» o «El rey rana».
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Si no existe una clara línea divisoria entre las cosas vivas y las cosas muertas, estas últimas pueden convertirse, también, en algo vivo.
Cuando los niños buscan, como los grandes filósofos, soluciones a las preguntas fundamentales —«¿Quién soy yo? ¿Cómo debo tratar los problemas de la vida? ¿En qué debo convertirme?»—, lo hacen a partir de su pensamiento animista. Al ignorar el niño en qué consiste su existencia, la primera cuestión que surge es «¿quién soy yo?».
Tan pronto como el niño empieza a deambular y explorar, comienza también a plantearse el problema de su identidad. Cuando examina su propia imagen reflejada en el espejo, se pregunta si lo que está viendo es realmente él, o si se trata de otro niño exactamente igual que él, situado detrás del espejo. Intenta, entonces, averiguar, examinándolo, si este otro niño es igual que él en todos los aspectos. Hace muecas, se pone de esta o aquella manera, se aleja del espejo y vuelve a él con un brinco para descubrir si el otro se ha ido o si todavía sigue allí. A los tres años de edad, un niño se ha enfrentado ya con el difícil problema de la identidad personal.
El niño se pregunta a sí mismo: «¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Cómo empezó a existir el mundo? ¿Quién creó al hombre y a los animales? ¿Cuál es la finalidad de la vida?». En realidad, se plantea estas cuestiones, no de un modo abstracto, sino tal como le afectan a él. No se preocupa por si existe o no justicia para cada individuo, lo único que le inquieta es saber si
él
será tratado con justicia. Se pregunta quién o qué le lleva hacia la adversidad, y qué es lo que puede evitar que esto suceda. ¿Existen fuerzas benévolas además de los padres? ¿Son los padres fuerzas benévolas? ¿Cómo debería formarse a sí mismo y por qué? ¿Le queda todavía alguna esperanza si se ha equivocado? ¿Por qué le ha sucedido todo esto? ¿Qué significa esto para su futuro? Los cuentos de hadas proporcionan respuestas a todas estas cuestiones urgentes, y el niño es consciente de ellas sólo a medida que avanza la historia.
Desde el punto de vista adulto, y en términos de la ciencia moderna, las respuestas que ofrecen los cuentos de hadas están más cerca de lo fantástico que de lo real. De hecho, estas soluciones son tan incorrectas para muchos adultos — ajenos al modo en que el niño experimenta el mundo— que se niegan a revelar a sus hijos esa «falsa» información. Sin embargo, las explicaciones realistas son, a menudo, incomprensibles para los niños, ya que éstos carecen del pensamiento abstracto necesario para captar su sentido. Los adultos están convencidos de que, al dar respuestas científicamente correctas, clarifican las cosas para el niño. Sin embargo, ocurre lo contrario: explicaciones semejantes confunden al pequeño, le hacen sentirse abrumado e intelectualmente derrotado. Un niño sólo puede obtener seguridad si tiene la convicción de que comprende ahora lo que antes le contrariaba; pero nunca a partir de hechos que le supongan
nuevas
incertidumbres. Aunque acepte este tipo de respuestas, el niño llega incluso a dudar de que haya planteado la pregunta correcta. Si la respuesta carece de sentido para él, es que debe aplicarse a algún problema desconocido, pero no al que el niño había hecho referencia.
Por ello, es importante recordar que tan sólo resultan convincentes los razonamientos que son inteligibles en términos del conocimiento y preocupaciones emocionales del niño. El hecho de que la tierra flote en el espacio, que gire alrededor del sol atraída por la fuerza de la gravedad sin caer hacia él, del mismo modo que un niño cae al suelo, resulta sumamente confuso para él. El niño sabe, por su propia experiencia, que todo debe apoyarse o sostenerse en algo. Únicamente una explicación basada en este conocimiento le hará sentir que sabe ya algo más acerca de la tierra en el espacio. Y aún más importante, le hará sentirse seguro en la tierra, pues el niño tiene necesidad de creer que este mundo está firmemente sujeto en su sitio. Por esta razón, encuentra una explicación mucho más satisfactoria en un mito que cuenta que la tierra está sostenida por una tortuga, o que un gigante la aguanta.
Si un niño acepta como verdadero lo que sus padres le cuentan —que la tierra es un planeta firmemente asentado en su lugar correspondiente gracias a la gravedad—, imaginará que la gravedad no es más que una cuerda. Así, la explicación de los padres no habrá conducido a una mayor comprensión ni a un sentimiento de seguridad. Hace falta una considerable madurez intelectual para llegar a creer que puede haber estabilidad en la vida, cuando el suelo que uno pisa (el objeto más firme que nos rodea y en el que todo se apoya) da vueltas en torno a un eje invisible y a una velocidad increíble; gira alrededor del sol, y para colmo, se desliza por el espacio junto con todo el sistema solar. No he encontrado todavía ningún niño que haya podido comprender, antes de la pubertad, todos estos movimientos combinados, aunque algunos sean capaces de repetir exactamente esta información. Estos niños repiten automáticamente, como un loro, explicaciones que, de acuerdo con su propia experiencia del mundo, no son más que mentiras que han de creer como si fueran ciertas porque lo ha dicho un adulto. Como consecuencia, los niños desconfían de su propia experiencia y, por lo tanto, de sí mismos y de lo que su mente les sugiere. A finales dé 1973, era noticia el cometa Kohoutek. Por aquel entonces, un competente profesor de ciencias explicó el cometa a un reducido grupo de niños considerablemente inteligentes de segundo y tercer grados. Cada niño había recortado cuidadosamente un círculo de papel y había dibujado en él la trayectoria de los planetas alrededor del sol; una elipse de papel, unida al círculo mediante una hendidura, representaba el curso del cometa. Los niños me mostraron el cometa circulando en ángulo respecto a los planetas. Cuando les pregunté, los niños me dijeron que estaban sosteniendo el cometa en sus manos, mostrándome la elipse. Al preguntarles cómo podía estar también en el cielo el cometa que tenían en sus manos, quedaron perplejos. En su confusión se dirigieron a su profesor, quien, cuidadosamente, les explicó que lo que ahora tenían en sus manos, y que habían creado con tanto esfuerzo, no era más que un modelo de los planetas y del cometa. Los niños aseguraron que lo comprendían y, si se les preguntara de nuevo, volverían a dar esta misma respuesta. Pero, así como antes habían contemplado con orgullo este círculo con elipse que sostenían en sus manos, ahora habían perdido todo interés por él. Algunos arrugaron el papel y otros lo tiraron a la papelera. Mientras creyeron que aquellos trozos de papel eran el cometa, planearon todos llevar el modelo a casa para mostrarlo a sus padres, pero ahora ya no tenía ningún significado para ellos.
Al intentar que un niño acepte explicaciones científicamente correctas, los padres desestiman, demasiado a menudo, los descubrimientos científicos acerca de cómo funciona la mente del niño. Las investigaciones sobre los procesos mentales infantiles, especialmente las de Piaget, demuestran de modo harto convincente que el niño pequeño no es capaz de comprender los dos conceptos abstractos de permanencia de cantidad, y de reversibilidad; por ejemplo, no pueden entender que la misma cantidad de agua en un recipiente estrecho permanezca a un nivel superior que si la colocamos en otro más ancho, donde el nivel será inferior; así como tampoco ven que la resta es el proceso inverso a la suma. Hasta que no llegue a comprender estos procesos abstractos, el niño podrá experimentar el mundo sólo de modo subjetivo.
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Las explicaciones científicas requieren un pensamiento objetivo. Las investigaciones, tanto teóricas como experimentales, muestran que ningún niño, por debajo de la edad escolar, es realmente capaz de captar estos dos conceptos, sin los cuales todo pensamiento abstracto resulta imposible. En su más temprana edad, hasta los ocho o diez años, el niño sólo puede desarrollar conceptos sumamente personalizados sobre lo que experimenta. Por ello, es natural que el niño vea la tierra como una madre o una diosa, o por lo menos como una gran morada, ya que las plantas que en ella crecen lo alimentan, al igual que hizo el pecho materno.
Incluso un niño pequeño sabe, de algún modo, que ha sido creado por sus padres; por lo tanto, es muy importante para él averiguar que, a semejanza suya, todos los hombres, vivan donde vivan, han sido creados por una figura sobrehumana no muy diferente de sus padres: algún dios o diosa. Naturalmente, el niño cree que existe algo parecido a los padres, que cuidan de él y le proporcionan todo lo necesario, aunque mucho más poderoso, inteligente y digno de confianza — un ángel de la guarda—, que hace esto mismo en el mundo.
Así pues, el niño experimenta el mundo a semejanza de sus padres y de lo que ocurre en el seno de su familia. Los antiguos egipcios, al igual que las criaturas, veían el cielo y el firmamento como un símbolo materno (Nut) que se extendía sobre la tierra para protegerla, cubriéndola serenamente a ella y a los hombres.
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Lejos de impedir que, posteriormente, el hombre desarrolle una explicación más racional del mundo, esta noción ofrece seguridad donde y cuando más se necesita: una seguridad que, llegado el momento, permite una visión verdaderamente racional del mundo. La vida en un pequeño planeta rodeado de un espacio ilimitado es, para el niño, horriblemente solitaria y fría; exactamente lo contrario de lo que, según él, debería ser la vida. Esta es la razón por la que los antiguos necesitaban sentirse protegidos y abrigados por una envolvente figura materna. Despreciar una imagen protectora de este tipo, como simples proyecciones de una mente inmadura, es privar al niño de un aspecto de la seguridad y confort duraderos que necesita.
En realidad, la noción de un cielo-madre protector puede coartar a la mente si uno se aferra a ella durante mucho tiempo. Ni las proyecciones infantiles ni la dependencia en las imágenes protectoras —tales como el ángel de la guarda que vela por nosotros cuando estamos dormidos o durante la ausencia de nuestra madre— ofrecen una verdadera seguridad; pero, visto que uno mismo no puede proporcionarse una seguridad completa, es preferible utilizar las imágenes y proyecciones que carecer de seguridad. Si se experimenta durante un período suficientemente largo, esta seguridad (en parte, imaginada) permite al niño desarrollar un sentimiento de confianza en la vida, necesario para poder confiar en sí mismo; dicho sentimiento es básico para que aprenda a resolver sus problemas vitales a través de una creciente capacidad racional. A veces el niño reconoce que lo que ha tomado como literalmente cierto —la tierra como madre— no es más que un símbolo.
Por ejemplo, un niño que ha aprendido, gracias a los cuentos de hadas, que lo que al principio parecía un personaje repulsivo y amenazador puede convertirse mágicamente en un buen amigo, está preparado para suponer que un niño extraño, al que teme, puede pasar a ser un compañero deseable en vez de parecer una amenaza. El hecho de creer en la «verdad» del cuento de hadas le da valor para no dejarse acobardar por la forma en que esta persona extraña se le aparece al principio. Cuando recuerda que el héroe de numerosos cuentos triunfa en la vida por atreverse a proteger a una figura aparentemente desagradable, el niño cree que también a él puede sucederle este hecho mágico.
He tenido ocasión de observar muchos ejemplos en los que, especialmente al final de la adolescencia, se necesita creer, durante algún tiempo, en la magia para compensar la privación a la que, prematuramente, ha estado expuesta una persona en su infancia debido a la violenta realidad que la ha constreñido. Es como si estos jóvenes sintieran que se les presenta ahora su última oportunidad para recuperarse de una grave deficiencia en su experiencia de la vida; o que, sin haber pasado por un período de creencia en la magia, serán incapaces de enfrentarse a los rigores de la vida adulta. Muchos jóvenes que hoy en día buscan un escape en las alucinaciones producidas por la droga, que se ponen de aprendices de algún gurú, que creen en la astrología, que practican la «magia negra» o que de alguna manera huyen de la realidad, abandonándose a ensueños diurnos sobre experiencias mágicas que han de transformar su vida en algo mejor, fueron obligados prematuramente a enfrentarse a la realidad, con una visión semejante a la de los adultos. El intentar evadirse así de la realidad tiene su causa más profunda en experiencias formativas tempranas que impidieron el desarrollo de la convicción de que la vida puede dominarse de forma realista.
Parece que el individuo desea repetir, a lo largo de su vida, el proceso implicado históricamente en la génesis del pensamiento científico. En el curso de la historia, vemos que el hombre se servía de proyecciones emocionales —como los dioses— nacidas de esperanzas y ansiedades inmaduras, para explicar el hombre, su sociedad y el universo; estas explicaciones le prestaban un cierto sentimiento de seguridad. Entonces, poco a poco, gracias a su progreso social, científico y tecnológico, el hombre comenzó a liberarse de su constante temor por la propia existencia. Sintiéndose ya más seguro en el mundo, y también de sí mismo, el hombre pudo empezar a cuestionarse la validez de las imágenes que había utilizado en el pasado como instrumentos explicativos. A partir de aquel momento, las proyecciones «infantiles» del hombre fueron desapareciendo hasta ser sustituidas por explicaciones racionales. Sin embargo, este proceso no se da, de ningún modo, sin fantasías. En períodos intermedios difíciles y de tensión, el hombre vuelve a buscar consuelo en la noción «infantil»; de que él y su lugar de residencia son el centro del universo.