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Authors: Gesualdo Bufalino

Qui Pro Quo (12 page)

BOOK: Qui Pro Quo
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un ceníleo y anémico despojo

(Vesalio: De humani corporis fabrica)

—¿Tienes un mandato? —protesté. antes de abandonarme... (Egon Schiele: El abrazo) Me metí en la cama casi a las tres, pero no fui capaz de conciliar el sueño. La cirugía que había sufrido me había gustado sólo un poco. Sin embargo me había provocado un alivio mental, el mismo que se experimenta extrayendo una espinilla de la barbilla. Amurallada en la pureza, la había sufrido hasta entonces como una camisa de fuerza, claustrofóbicamente. ¡Y cuán libre y sabia me sentía ahora! ¡Todo el furor de la jornada vivida, con su carga de sangre y de enigma, parecía justificarse en el gesto de mi dócil entrega a un extraño! El propio delito se iba asentando en mi mente, y mis ideas revoloteaban a su alrededor, bien enlazándose bien desenlazándose de acuerdo con las fluidas tramas de la danza.

Finalmente, de desparramadas que andaban, se compusieron armónicamente, todas las piezas del mosaico se colocaron en su sitio, toda la historia se organizó en las concordancias de un desarrollo absoluto. Ya no era una visión inconexa sollozada por un borracho, sino un teorema, una gramática, una secuencia de números de oro.

—¡Ya está! —exclamé a gritos, incorporándome para sentarme en la cama.

Miré el despertador: las siete. Faltaba una hora, una hora y media, para que en la ciudad se abrieran las oficinas públicas y me resultara posible hacer a quien yo me sé, contrarreloj, un par de llamadas. Me adormilé en la espera, lo necesitaba. Fue un breve y nutritivo sueño, hinchado de fantasías,— en las que me veía virgen y reina. Si tenía razón en soñanne así, se verá después de un breve intervalo.

IX. EL JUEGO DE LAS TRES CARTAS

Las novedades del día siguiente llegaron de la parte del mar, con la arribada de una lancha de la Policía de Aduanas, que venía a sacarnos de la cuarentena.

Bajó de ella un joven juez y, detrás de él, un alguacil, un médico forense, un notario, dos jovencitos de la Requiem Aeternam, a la que Cipriana se había dirigido por teléfono encargándole el transporte y las exequias. Repentinamente aquejada de viudal congoja, había desenterrado de un arcón una especie de túnica de seda negra, para enlutarse, y se paseaba entre nosotros fúnebre y furiosa, sin desperdiciar ocasión para proclamarse inocente de adulterio además de asesinato.

En el ínterin el tiempo se había serenado, devolviendo al lugar su bienestar de clínica para neurasténicos convalecientes.

—¡Qué bella eres, amiga mía, qué bella eres! A yegua de los carros de Faraón te he comparado, amiga mía —declamó el apóstata a Lietta, que se colgaba de su brazo desde el belvedere.

Yo también había subido allí por la curiosidad de asistir al desembarco de los auxilios, y no fui la única, todas las Villas se habían despertado de buena mañana, animándose de gente, rumores, clamores. Así que fui de los primeros en conocer a los recién llegados, entre los cuales el juez, llamado Francalanza, se reveló un jovencito en su primera o segunda batalla, aunque suelto de lengua, por lo menos hasta que una crisis de balbuceos no se la paralizara entre los dientes, reavivándole, especialmente en presencia de mujeres, un complejo de sujeción que un gran antojo violeta, entre cuello y mejilla, debía haberle encendido en su interior desde niño.

Pese a todo, presidiendo la mesa sobre la silla que hasta entonces había pertenecido a Curro, cumplía con su papel y mentalmente convine en que no habría podido desear, para mi próxima entrada en escena, un oyente más idóneo: porque unía en sí la autoridad del cargo y la timidez del corazón.

Sus primeros movimientos habían sido de pura praxis: un conciliábulo con el comisario, una veloz representación recíproca con cada uno de nosotros. Así que hizo falta una sesión plenaria para una confrontación-r.ío total, que era nos dijo— su manera informal de dar inicio a una investigación en casos semejantes al nuestro. Desplegó pues delante de sí las dos cartas del editor, consultándolas a cada momento; pero interrogaba aún más mi lista de llegadas y salidas o, como la apodó, «sección de las coartadas», que Curro le había entregado solícitamente. Si bien, iniciados los interrogatorios, surgieron entre los recuerdos de los convocados tantas discordias y tan evidentes, que el bueno del editor habría tenido derecho a llenarse las manos con el importe de la famosa apuesta. Se obtuvo de todos modos un resultado: Ghigo y Apollonio admitieron, aunque liándose con horas y minutos, que ambos habían subido a la rotonda en la mañana del fatídico día, poco antes de la zambullida capital de Esquilo. Por separado y sin encontrarse el uno con el otro. Llamados, añadieron, y fue la inesperada revelación, por una invitación de Medardo que les habría esperado allá arriba.

—Pero después no se dejó ver —negó Apollonio.

—Conmigo —reveló Ghigo— habló un instante, el tiempo de deshacer la cita y aplazarla para la tarde. Así que le dejé, continuando hacia el
solarium.

Francalanza, con mi nota debajo de las gafas, lo atajó inmediatamente, lo declaró increíble: Medardo no se había movido del «trono», donde leía el manuscrito y seguía con ocasionales llamadas mi servicio de guardia.

Fue para Ghigo un mal momento. Invitado por el juez a pensárselo más, por si se decidía a retractarse, se mantuvo firme en la versión ya dada. Preguntado después sobre el Ford y su pequeño tesoro, negó haberlo visto o tocado jamás.

—Manténgase a mi disposición —concluyó Francalanza, no sin tartajear un poquito—. Más adelante hablaremos de nuevo.

Estaba a punto de seguir, pero entonces se entrometió Curro. Entre tantos asustados o enfadados o perplejos, parecía el único que tenía claros los medios y el objetivo. «Mi hombre» me enorgullecí, aun sintiéndolo tan remoto de mí, venido de la nada y destinado a volver a ella. No admirando menos por ello el brío profesional con que jugaba al escondite entre autoridad y afabilidad ...

Se había dirigido al juez con solicitud, como si sintiera escrúpulos en usurpar sus poderes.

—Estamos todos cansados —dijo-o. Un descansito nos sentaría muy bien. —

Después, alisándose con dos dedos de la mano izquierda las espesas cejas, prosiguió—: Mientras tanto, ¿por qué no hablamos un poco entre nosotros? Sin atestados, sin grabadora. Todos juntos para intentar entender. ¿Alguien tiene una idea?, ¿una duda?, ¿una explicación?

En el quiosco estábamos todos nosotros, los invitados de las Villas, quedando excluidos los criados y los extraños, a excepción del antiguo gorila de los Aquila, reaparecido repentinamente no sé muy bien por aviso de quién y con qué medios. Animada por su ausencia, en ese momento me decidí y desde donde estaba sentada, como una chiquilla impulsada por la necesidad a la señora maestra, me dirigí con el brazo alzado a Francalanza para indicarle que tenía algo que decir.

—Diga, diga —me concedió el hombre, y yo me aclaré la garganta.

Recordaba, en el capítulo final de mi
Qui pro quo
(el titulado «Ajuste de cuentas.), el exordio del contable Sudano, cuando se dispone a desatar los nudos gordianos del caso, y me plagié sin pudor:

—Señores y señoras inocentes —dije—. Señor asesino o señora asesina ...

Todos alzaron hacia mí unos ojos atónitos.

—Yo sólo soy —continué— una empleada eventual, temerosa de perder su empleo; pero también me gustaría, en el interés de todos, exhibir algunos razonamientos que he rumiado durante las últimas horas, de los que presumo se puede extraer un embrión de verdad. También en obediencia a la invitación del comisario Curro, que me ha querido colaboradora en las primeras investigaciones y casi su asociada ...

No me pareció que Curro apreciara la indiscreción y me mordí los labios, pero ahora ya corría pendiente abajo ...

—Hasta ahora todos hemos estado a merced del muerto y de sus gestos de prestidigitador. Él es, como bien observó desde el principio la señora Orioli —aquí Lidia Orioli me dio las gracias con una sonrisa en forma de corazón—, él es quien nos ha llevado a la baqueta con sus consecutivos y contradictorios mensajes, reales y verdaderas flechas de la Bola que se lanzaba a las espaldas, mientras huía. Ahora bien, yo no digo que debamos prescindir de él, sino volverlo en nuestro favor, eso sÍ, sin dejarnos seducir ... En suma, démosle al caballo un poco de cuerda pero dejémosle atado al poste ...

Yo fui la primera en sonreír de esta facilona metáfora, pero el juez no sonrió, al contrario:

—Al grano —se impacientó.

Menos mal que Curro le hizo de lejos una señal de tregua, con el Índice en los labios, recibiendo de mí a cambio una sonrisa de entendimiento y gratitud.

—Repetía muchas veces Medardo —dije— que el error de algunas novelas es proponer demasiadas alondras a un solo espejito. En la realidad la lista de los sospechosos de un delito no es infinita sino que abarca apenas una o dos, como máximo tres personas. En la mayoría de los casos, además, el culpable no es el menos sino el más sospechoso. Así, en este caso concreto, yo propondría realizar un primer escrutinio somero, el menos costoso, partiendo de cero y considerando, de cada uno de nosotros, si ha tenido un móvil y una oportunidad práctica de delinquir, para poder así absolver a muchos y restringir el círculo ...

—En cuanto a las oportunidades —exclamó CUITO—, no le faltan a casi nadie.

En las horas incriminables todos, más o menos, estaban en los alrededores del parapeto, arriba y abajo, o yendo o viniendo del
solarium.

—Menos —dije yo— los dos artistas, Soddu y Duval, que no tenían ningún motivo contra el muerto ni disposición para matarlo, diría, por mucho que a un incompetente sus obras puedan parecer indicios de un propósito delictivo ...

Me arrepentí inmediatamente de la ocurrencia e intenté emboscarla, desplazando a otro lugar el punto de mira:

—Don Giuliano —dije— me parece igualmente digno de exoneración: no se mata por miedo a ser estafado en los derechos de autor. Serían demasiados, en caso contrario, los editores fallecidos de muerte violenta; y demasiados los autores asesinos. Cosa que no ocurre a excepción del caso de los aburridos' autores que matan sin sangre ...

Por mala que fuera esta última broma, vi inmediatamente que había servido para recuperar el favor del público. No de Giuliano Nistico, sin embargo, que parecía ofendido de no contarse entre los sospechosos y borbotaba alguna de sus citas paulinas:

—Por obra de un solo hombre el pecado entró en el mundo y a través del pecado la muerte. Así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron...

¡Bravo! Pero un delito a varias manos ya había sido ejemplificado en
Orient-E.xpress
y
repetita non iuvant ...
Por lo cual, con nuevo viento en las velas, continué:

—Pasemos a la señora Matilde; nada de mala fe contra el difunto salvo una sensación de solidaridad entre traicionados. Nada de la retorcida malicia que haría falta para ejecutar un plan tan sofisticado. Reducida aptitud física, escasas posibilidades materiales, por lo que resulta de mis apuntes subió al belvedere después de las diez y media, así que con márgenes mínimos para llevar a cabo el acto.

—Calma —exclamó Curro-o. éste es un punto muy delicado, ya que no sabemos cuánto hielo hace falta, ni cuánta fuerza de sol para disolverlo, ni cuánto tiempo, si una o tres horas. Así que todos pueden entrar, con tal que se les haya visto subir de tres a una hora antes del delito que se produjo a mediodía ...

Matilde saltó, bellísima:

—Una o tres horas para mí es lo mismo. Yo iba a tostarme, estaba casi desnuda.

¿Dónde habría ocultado lo necesario para matar? ¿En las orejas? ¿En los agujeros de la nariz?

—Si es por eso —exclamó glacial Curro, consultando mis papeles de las coartadas—, aquí se habla de un bolso de mujer, repleto. Caben montones de cosas en una bolsa semejante. Hasta un recipiente térmico lleno de hielo.

—De acuerdo —dije yo, conciliadora-o. Dejemos por ahora a doña Matilde en suspenso y pasemos a Lietta. Ni pensarlo, y las razones son evidentes. Mírenla.

La muchacha se estaba chupando un pulgar, voluptuosamente, y no atendía a nuestros discursos, sino que estaba colgada, por decirlo así, de los labios de Nisticò, como en una escucha adoradora de su silencioso discurso.

—¿Quién queda? —proseguí-o. ¿El chico Orioli? Ni hablar. ¿La madre Orioli?

Admito que sería capaz de imaginar un delito así. De realizarlo, lo dudo. y sin embargo la dejo de momento en suspenso; como me dejo en suspenso a mí misma, que sin embargo de la muerte de Medardo no podría augurarme ganancia alguna, sino trastornos enormes. La verdad, sin embargo, es que en teoría nada impide creer, por mucho que repugne al gusto común, que yo fuera la amante, una amante rechazada y vengativa; y que hubiera redactado la lista de las coartadas ajenas sólo para incluir la mía, fingiendo haberme quedado espiando desde mi habitación, mientras en realidad me dirigía a la cima para disponer el engranaje homicida ...

—Señorita, esto es pura megalomanía, no se jacte —exclamó ásperamente Curro, y yo volví al viejo camino con las plumas un poco alicaídas pero no descontenta de aquel «usted» oficial, que sentía que no señalaba entre nosotros una distancia sino que reafirmaba un secreto de afectuosa complicidad ...

—En definitiva, de los once supervivientes aquí presentes he absuelto a cinco, dejando en el limbo a tres. Quedan Cipriana, Ghigo y Apollonio. Para ellos el discurso es más largo. Hablemos primero de la mujer y preguntémonos: si hubiera querido realmente matar al marido, ¿por qué no seguir su sugerencia, recurriendo a la comodidad de la muerte eléctrica? ¿Por qué inclinarse hacia un artificio distinto y más trabajoso? Del que por añadidura ella, al igual que los precedentes, no parece que estuviera enterada ... Fuera también, por tanto, Cipriana; o, en todo caso, incluyámosla en el grupito femenino de las posibles pero improbables ... Eso respecto, claro está, al delito. Otra cosa diría sobre una historia de sobres y pelucas. Aquí creo realmente que la señora Aquila, temerosa de que un testamento inédito pudiera desheredada, intentara apoderarse de él, directamente o a través de otra persona, sacrificando al fuego, amén de otras cosas, un lugar venerable ...

Cipriana masculló no sé qué, ruborizadísima y después calló.

Francalanza no se percató, estaba pendiente de mis palabras.

—Hasta aquí todo encaja —aprobó—, y nos lleva,
tertium non datur,
a los dos últimos, los mismos que la víctima acusa. Entre ellos debemos o deberíamos elegir ... ¿Usted qué ...

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