Read Qui Pro Quo Online

Authors: Gesualdo Bufalino

Qui Pro Quo (13 page)

BOOK: Qui Pro Quo
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero aquí la lengua se le encasquilló y tuvo que intervenir Curro para terminar la frase: —... dice?

A bodas me convidaban. Intenté conferir a mi vocecita el tono más adulto y grave posible y me acordé de mi héroe, el infalible contable Sebastiano Sudano, de modo que, emulando su desparpajo, induje y deduje:

—Comencemos por Ghigo Maymone. La primera carta del editor lo acusa, y con sólidos argumentos: interesado por la muerte del socio; amenazado con revelaciones perjudiciales; conocedor, por instrucción e instigación directa de él, de la técnica que se ha llamado de la muerte fría; presente en el lugar y en el tiempo idóneos; testigo mendaz, obstinado en vendernos en el belvedere un encuentro que a usted le ha parecido imposible ... Permanecen tantas sombras, a pesar de la segunda carta que lo disculpa. Sin embargo, ninguna de estas sombras consigue encarnarse. Hasta el argumento del Ford es de humo: cualquiera habría podido colocar el paquete en un maletero accesible a todos y que puede abrirse simplemente con un dedo ...

—¡Bien, estupenda! —aprobó Ghigo, pero un coro de «¡Chst!» lo hizo callar.

—Pasemos —dije— al abogado Belmondo.

En su contra militan tres razones: el beneficio que habría sacado de la muerte del editor; la dolosa intervención en el sobre entregado en custodia, cuyo contenido pudo sugerirle no sólo cómo matar sino cómo cargar a los demás la responsabilidad; la presencia segura en el lugar del delito a la hora de la ejecución. Sólo que en este momento yo me pregunto: ¿son razones suficientes o falsas certidumbres? No nos dejemos convencer por las certidumbres, demasiadas hemos visto ya desaparecer ante nuestros ojos y convertirse en espejismos ... Con ello no pretendo excluir nada, quiero únicamente ponerles en guardia respecto a conclusiones precipitadas. Teniendo en cuenta también un detalle que les parecerá ridículo y trivial, pero que a mí me parece contundente.

¿Se conoce algún caso, en la literatura policíaca de todos los tiempos, de un homicida que se llamara Apollonio? ¿Les parece posible?

Confiaba en que también esta vez reirían o sonreirían. Escuché, por el contrario, un lamento de antipatía, cuando no de hostilidad. Así que proseguí mi
fuite en avant.

—Como si no lo hubiera dicho ... Pero otra incongruencia habla aún más seriamente en su favor. Conocedor, aunque sea por caminos sesgados, de que el editor tenía los días contados, ¿qué sentido tenía acelerar su final? ¿No era mejor confiarlo a la mujer o al cuñado, qué más da si con instrumentos fríos o cálidos? Porque si a la postre ésos carecían de valor, tampoco estaba mal: bastaba permanecer quieto en espera de que el tumor realizara la obra; disfrutando su resultado sin mover un dedo ... ¿Urgencia? ¿Tenía deudas urgentes? Es la razón que esgrime Medardo para justificar la prisa del homicida, pero ¿es razón razonable? Vamos, un banco no le niega una prórroga a nadie ...

E incluso, en caso contrario, no tardaría en llegar la herencia de Cipriana para salvar el déficit. Bastaba un poco de paciencia.

»Si es así, nos hallamos de nuevo en el punto de partida: frente a una muerte que no es accidente sino delito, pero de la cual son muchos los sospechosos posibles, dos los probables, ninguno seguro. Con sospechas en contra de cada uno de ellos o nulas o flojas u opinables. Como aquellas que en el juego de las tres cartas nos llevan a elegir cada vez la carta equivocada ...

—¿Y entonces? —preguntaron todos al unísono. Ahí les quería yo. Me levanté, con un rápido gesto me aparté de los ojos una greña que tercamente volvía a caérseme encima y con voz de tranquilo triunfo:

—Entonces, un poco por lo que he visto y descubierto, y mucho por lo que he deducido pensando en ello, a mí me parece evidente que todo converge a hundirse, como una sarta de balazos, en el centro de un único y solitario blanco; todo conjura a señalar un nombre y un apellido. No quiero tenerlos en vilo más rato. Autoridades, señores y señoras, el asesino es ...

—El asesinado —concluyó pérfidamente Curro.

X. EL CADÁVER EN LA TRAMPA

Le habría arrancado la lengua de un mordisco ... ¡Robarme el do de pecho de aquella manera ... ! Una cólera infantil enrojeció mis ojos. Me estiré, convencida de conseguir frenarme. Y en cambio, no: al cabo de un instante, en medio del estupor general, estallé en llanto.

Cuestión de un minuto: acudió Curro desde su sitio, con el pañuelo en la mano, pero no fue necesario. Ya entre las lágrimas sonreía, reía, pensando que, al fin y al cabo, esta variante de un intermedio húmedo dentro de la escena madre me habría venido bien en el epílogo de mi
Qui pro qua.
Pensamiento fugaz, por otra parte, ya que otro acuciaba.

—¡¿El asesinado?! —exclamó el juez Francalanza; e, ignorando a Curro y dirigiéndose a mí, balbuceó—: ¿Qué dice? Recupérese, explíquese.

Tanto rato necesitó para terminar la recomendación que, en efecto, pude recuperarme y retomar con calma el hilo allí donde lo había dejado:

—El editor, sí, y me halaga que otra persona —aquí miré de reojo a mi bienamado-h.aya llegado a la misma conjetura. Mediante la intuición, supongo, más que el razonamiento, desconocedor como es de algunas menudencias de información que sólo yo poseo, por suerte o por mérito. Menudencias que tienen peso de prueba y que bautizaré con nombres convencionales, como se hace con las operaciones militares o con los ciclones de Jamaica:
Rabo de paja, Call and talk, Naturalis historia.

Había vuelto a ser dueña de mí misma y no sabría deciros cuán ebria de vanidad me sentía. Todos, salvo el listo de Curro, estaban con la boca abierta y el alma en un puño. Hasta Casabene, encargado de la guardia de la entrada, dándose cuenta vagamente de que se aproximaba un momento solemne, había abandonado el puesto, para entrar y escuchar. En cuanto a los criados y a los demás, que antes paseaban con pasos lentos por los alrededores del quiosco, se habían ahora acercado y aplastaban la nariz contra los cristales, sin que nadie se lo impidiera, espiando y oyendo a hurtadillas el viento de mi voz.

«Adelante, Esterina», me dije. «Adelante, Agatha, que son tuyos.»

Cuando volví a hablar, intenté conferir a mi voz la menor pompa posible, sin disminuir por ello la severidad del momento. Difícil empresa, visto que, quieras o no, me había subido a un escenario y no quería privarme de una pizca de histrionismo.

—Rabo de paja —expliqué entonces— es el del asesino. Pero, como verán, no utilizo el término como mera metáfora, ya que justamente una brizna de paja, o sea lo más volátil que existe en el mundo, me ha llevado a la verdad. De ahí arranqué, de una pajita que se me había pegado a la falda, una mañana sin sospechas, el día antes de la catástrofe, el día después del paseo en barca.

»Había bajado muy temprano al bosque, para la cita habitual con el jefe, y estaba delante de su trono, sentada en una piedra que no recordaba haber visto nunca en aquel sitio. Un asiento atractivo, por el toque selvático y estival que era propensa a atribuirle, pero sucio de tierra y de paja, como descubrí con irritación cuando regresé a mi cuarto. Tuve que cambiarme de ropa y no habría vuelto a pensar en ello de no haber descubierto, horas después, otras e iguales pajillas pe-g.adas a la cabeza destrozada de un fantoche, en el cobertizo de los desechos.

»Aquel pedrusco y aquel muñeco presentaban pues una marca análoga, los unía la huella de un contacto común, demostrado por aquellas presencias pegajosas y blandas, maceradas por una prolongada humedad ... Nada de lo que por el momento pudiera deducir nada. Sólo más tarde, después de la muerte del
boss
y sus dos denuncias, una especie de fósforo se me encendió detrás de la frente, reavivando la imagen de las espuertas de paja donde se colocan los bloques a medida que salen de la fábrica de hielo ... El relámpago me hizo cerrar los ojos y un fantasma los ocupó: un pedrusco en vilo sobre la balaustrada de la rotonda, sostenido por un fundamento inestable, por ejemplo una cuña de hielo que poco a poco disminuye con la carrera del sol. E imaginé que hubieran hecho caer eso sobre un blanco preparado, un
corpus vile
experimental en lugar del noble cuerpo predestinado a la muerte.

»No podía tener otro origen aquel pequeño amasijo de hilos, pasado del hielo a la piedra, y por consiguiente repartido a partes iguales entre la cabeza rota del maniquí y la parte trasera de mi falda. Para decirlo con mayor claridad, me convencí de que alguien, como en una simulación de terremoto, había realizado recientemente el ensayo general de la escena, para calcular acción térmica, trayectoria, impacto y efectos letales ... Alguien, ¿y quién sino el propio Medardo, él, que de cada proyecto de libro hacía componer minuciosísimas galeradas?

El interrogante me pareció una buena excusa para tomar aliento.

—¿Por qué precisamente él? —preguntó cautamente al cabo de un rato Matilde, anudándose y desanudándose sucesivamente alrededor del cuello un echarpe de
chiffon
violeta.

—Porque —contesté— sólo él tuvo tiempo de hacerla, siendo el único presente en las Villas durante nuestro paseo en barco de la antevíspera. Sin mencionar que fue precisamente a él a quien sorprendí a la mañana siguiente junto al fantoche, mientras buscaba, creo, cambiarlo de sitio y sustraer así a la vista un incómodo testigo.

—Una historia del todo increíble —protestó Lidia Orioli—. Y que hace agua por todas partes. En un tribunal se reirían de pruebas semejantes.

—Lo bastante inverosímil como para ser verdadera —repliqué, y Curro:

—Despacio —exclamó-o. no confundamos la plausibilidad de un indicio con su evidencia. Una brizna de paja apenas se ve, pero significa algo si aparece donde no debiera estar. Y, si me permite la irreverente comparación, en este caso no importaba tanto descubrir una viga en un ojo como una paja en un ... —titubeó, pareció sopesar dos posibilidades, antes de elegir con alguna resistencia—...trasero.

Tratándose del mío, le agradecía el eufemismo.

Pero él, como arrepentido de la broma, continuó vigorosamente:

—En fin, a mí esta hipótesis me gusta. Medardo se ha quedado solo, ve reducirse en el horizonte marino a un puntito navegante la embarcación de los invitados, aleja con una excusa (se podrá comprobar) a los que se mantienen tierra adentro, sube al belvedere, entra en el almacén, saca de allí la figura de trapo que ha elegido como doble en su ejercicio de aprendiz de suicida; la emplaza en el trono, regresa al belvedere, levanta el busto de Esquilo y lo desplaza un poco, colocando en su lugar un pedrusco de igual peso, bajo el cual introduce la cuña de una esquirla de hielo que se ha traído, envuelta entre dos capas de paja, dentro de una caja ...

—¿Una esquirla? —objetó el juez-o. Pero ¿de dónde la sacó?

—Si el problema es ése —intervino Cipriana, la cual seguía el desarrollo de los razonamientos con evidente satisfacción—, la fábrica sigue funcionando: la pone en marcha Haile por la mañana, y funciona sola. Con las puertas abiertas, cualquiera puede entrar en ella y llevarse lo que sea. A dos pasos de la rotonda ...

—Un juego de niños, por tanto —volvió a decir Curro—. Entre ir y venir, no más de media hora de tiempo. Después de lo cual Medardo se acomoda, a la debida distancia, esperando que el sol cumpla con su trabajo y que el proyectil, cayendo, golpee como es debido el blanco. Satisfecho de la comprobación, limpia el escenario, devuelve a sus respectivos lugares busto y muñeco, recoge los instrumentos y los restos de la operación y los esconde, en espera de volver a utilizarlos, en el maletero de Ghigo.
Voila,
más claro que el agua ... Sólo que el maquillaje fue imperfecto, el editor no se sometió al esfuerzo de hacer desaparecer también el pedrusco, cuya presencia le debió de parecer insignificante; y aún prestó menor atención a esas briznas pegajosas y vagabundas, sin prever que la señorita Esther se sentaría donde no debía, vistiendo un traje casi magnético, un auténtico y verdadero aspirador ... y sin prever sobre todo que ella tuviera tanta malicia y tanto ingenio en la cabeza ...

Me sonrojé de gusto, aunque con el disgusto de que me usurpara un poco el papel. Me sentí aún más contenta de la siguiente pregunta, con la que me devolvía galantemente la pelota:

—Prosit, por tanto, por el
Rabo de paja.
Pero ¿qué significa esa expresión extraña:
Call and talk?

—Estoy convencida —dije, saboreando mis palabras como cucharadas de miel— de que no hay error en el comportamiento humano que carezca de una explicación, a la luz de la cual aparecería una norma. Quiero decir que algunas alteraciones del comportamiento de Medardo, fuera su causa el marasmo nervioso que padecía, o la turbación por el anuncio de la enfermedad terminal, bajo su aparente anarquía obedecían, por retorcida que fuera, a una lógica, y se habría podido trazar su diagrama, como el de una voluta de humo de cigarrillo o de una taquicardia ... Por ejemplo, su insistencia sobre aquella inoportuna apuesta, en un momento de tensión colectiva, más que una simple insensatez me parece a mí repentino fruto de una intención. Que era, me persuadí, la de fijar por escrito los movimientos de sus enemigos, a los que había dado cita en el belvedere a una hora comprometedora sólo para que quedara traza de ello en mis papeles. Ya que, a decir verdad, por mucho que Medardo quisiera firmemente morir, nunca habría elegido una forma tan salvaje de ejemplo autopunitivo, sin la esperanza-c.erteza de que alguien pagara, aunque inocente, por su final. De ahí el encargo que me dio de controlar los movimientos matutinos de la comitiva; de ahí sus continuas llamadas telefónicas para tenerme bajo presión ...

—No debería ser yo quien lo dijera, y sé que voy en contra de mis intereses —

soltó el abogado Belmondo—, pero no entiendo qué hizo Medardo, si aquella ma—

ñana no subió a la rotonda, para cometer la operación suicida ...

—¡Subió, subió! —gritó Ghigo—. Ya os lo dije. Me esperaba junto al busto del griego, me despidió después de un minuto de insultos, pero estaba allí, yo le vi. —Si hubiera subido, la señorita Esther se habría percatado —exclamó severamente el juez Francalanza, y se volvió a su alrededor en busca de consenso.

—A menos que ... —repliqué yo, y callé, manteniéndolos un poco en suspenso.

Después de la pausa":': Había un modo —dije— de pasar desapercibido:
Call and
talk,
justamente. Llamarme y hablarme, construyéndose una coartada indestructible detrás de la pantalla de una serie de llamadas telefónicas. —Consulté mis apuntes—: Medardo me llamó varias veces, aquella mañana. Pero dos de ellas, en un intervalo de media hora, para decirme que no me oía bien y para rogarme que acercara el teléfono a la centralita. Una maniobra, ahora lo entiendo, para alejarme de la ventana y, en ésas, subir sin ser observado. Claro, él, mientras telefoneaba, ya no estaba en el bosque sino a dos pasos de mí, en espera de que yo abandonase la vigilancia un instante. Otro tanto tuvo que hacer para bajar, una vez que hubo preparado con su mano la máquina de la muerte.

BOOK: Qui Pro Quo
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hand for a Hand by Frank Muir
Midnight Rising by Lara Adrian
Lost in Transmission by Wil McCarthy
Pets on Parade (Prospect House 2) by Welshman, Malcolm D.
Emma Who Saved My Life by Wilton Barnhardt
Blame It on the Bass by Lexxie Couper
B006JHRY9S EBOK by Weinstein, Philip