Rambo. Acorralado (10 page)

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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
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Y entonces sintió el olor característico y miró; Orval estaba sentado en el otro extremo junto al fuego, fumando uno de los delgados cigarrillos preparados por él mismo, y el humo se dirigía hacia Teasle impulsado por la fresca brisa del amanecer.

—No sabía que estabas despierto —susurró Teasle por no incomodar a los demás—. ¿Hace cuánto tiempo?

—Antes de que tú te despertaras.

—Pero hace una hora que yo estoy despierto.

—Ya lo sé. No duermo mucho ya. No porque no pueda hacerlo, sino porque no quiero desperdiciar el tiempo.

Teasle se acercó a Orval sin soltar su manta y encendió un cigarrillo con el extremo encendido de uno de los leños de la fogata. El fuego era algo mortecino y cuando Teasle arrojó nuevamente el leño, las llamas chisporrotearon y brotaron con más fuerza.

Había estado en lo cierto al decirle a Orval que sería como en los viejos tiempos, a pesar de que no lo creía en ese momento y precisaba que Orval le acompañara, enfadándose consigo mismo por emplear esa clase de razonamiento sentimental para que el viejo fuera con él.

Recoger leña para la fogata, despejar el suelo de piedras y ramas para hacerlo más parejo, desplegar su manta… había olvidado qué sólido y agradable era todo eso.

—De modo que ella se fue —dijo Orval.

Teasle no quería hablar del asunto. Ella era la que se había ido no a la inversa y eso le hacía aparecer a él como el culpable.

Tal vez lo era. Pero ella también. A pesar de todo, no podía decidirse a hacerla cargar con la culpa para que Orval no tuviera una mala opinión suya. Trató de explicarle imparcialmente.

—A lo mejor vuelve otra vez. Está considerando esa posibilidad. Lo ocultábamos, pero hace ya bastante tiempo que discutíamos sin cesar.

—No es fácil congeniar contigo.

—Dios, ni contigo lo es.

—Pues he vivido con la misma mujer durante cuarenta años y creo que a Bea nunca se le ocurrió dejarme. Sé que la gente debe estar molestándote bastante ahora, haciéndote la misma pregunta, pero creo tener cierto derecho, considerando lo que somos tú y yo. ¿Cuál era el motivo de las discusiones?

Estuvo por no contestarle. Siempre le molestaba tener que hablar de asuntos personales y especialmente de éste, porque todavía no había sacado en limpio cuál de los dos tenía razón, ni siquiera sabía si él estaba debidamente justificado.

—Los hijos —dijo, y una vez lanzado, prosiguió—. Le dije que quería tener por lo menos uno. No me importaba que fuera varón o mujer. Yo sólo quería tener uno que fuera para mí lo que yo fui para ti. No…, no sé bien cómo explicarlo. Me siento tonto al hablar de ello.

—No me vengas a mí con que es una tontería. Considerando todo lo que hice para tener un hijo.

Teasle lo miró.

—Oh, tú eres prácticamente mi hijo —dijo Orval—
Prácticamente
mi hijo. Pero no puedo dejar de pensar qué clase de chico hubiéramos fabricado Bea y yo. Si hubiéramos podido.

Le dolió como si durante todos esos años, él hubiera sido para Orval nada más que el desamparado hijo de un amigo muerto. No podía aceptar eso; se sentía más culpable todavía por la ida de Anna, y ya que estaba hablando de ella, tenía que explicarle todo y terminar de una vez.

—La última Navidad —dijo—, antes de ir a comer a tu casa pasamos a tomar una copa con los Shingleton, y cuando vi sus dos chicos y la expresión de sus miradas al ver los regalos, pensé que tal vez sería una buena idea tener uno. La verdad es que me sorprendió el hecho de querer tener un hijo a mi edad, pero fue
ella
la que más se sorprendió. Hablamos sobre el asunto y siempre me decía que no, y creo que con el correr del tiempo yo hice una montaña de un granito de arena. Creo que lo que sucedió es que ella puso en la balanza mi persona junto a las molestias que para ella suponía tener un hijo. Y se marchó. Lo absurdo de todo este asunto es que si bien no puedo dormir pensando en las ganas que tengo de que vuelva, por otra parte estoy contento de que se haya ido, soy libre otra vez, se acabaron las discusiones, soy libre para hacer lo que quiero cuando quiero, para llegar tarde a casa sin necesidad de llamar y decir que siento no poder ir a comer, para salir si me da la gana y divertirme por ahí. A veces pienso que lo peor de su ida, es lo que me va a costar el divorcio. Y al mismo tiempo no puedo explicarte cuánto la necesito.

Su aliento se congeló. Los pájaros piaban ruidosamente. Observo como Orval daba las últimas caladas a su cigarrillo, quemándose prácticamente los dedos de nudillos rugosos y manchados de amarillo por la nicotina.

—¿Y qué me cuentas del candidato al que buscamos? —dijo Orval—. ¿Te estás desquitando con él?

—No.

—¿Estás seguro?

—Sabes que es así. No necesito emplear más rigor que el indispensable. Sabes tan bien como yo que una ciudad se conserva segura si se mantiene el control sobre las cosas de poca importancia. No hay nada que pueda hacerse para evitar un asalto o un asesinato. El que realmente tenga ganas de hacerlo lo hará. Pero los pequeños detalles son los que contribuyen para que una ciudad sea lo que es, y son los que hay que cuidar para que no se altere el orden. Si yo me hubiera limitado a sonreír y aceptar al muchacho tal cual se presentaba, me habría acostumbrado a esa idea al poco tiempo y hubiera permitido que otros muchachos hicieran lo mismo y al cabo de un tiempo habría permitido otra serie de cosas. Me preocupaba tanto por mí como por el chico. No puedo ceder ni una sola vez. No puedo mantener el orden una vez sí y otra no.

—Pero sigues muy ansioso por perseguirle a pesar de que ya ha concluido tu parte en este asunto. De ahora en adelante esto le corresponde a la policía del estado.

—Mató a uno de mis hombres y yo tengo la responsabilidad de atraparlo. Quiero que todo mi personal sepa que nada me detendrá cuando se trate de vérmelas con alguien que los ataque.

Orval miró la colilla de cigarrillo que aun sujetaba en sus dedos, asintió la cabeza y tiró la colilla al fuego.

Las sombras se disipaban y podían vislumbrarse las siluetas de los árboles y arbustos. Era el falso amanecer y no transcurriría mucho tiempo hasta que la luz volviera a apagarse, pero luego aparecería el sol y todo cobraría vida. Teasle pensó que ya deberían estar en pie y moviéndose.

¿Dónde estaba Shingleton con los suministros y los demás hombres? Debía haber llegado hacía ya media hora. Quizás había tenido algún contratiempo en la ciudad. Quizás la policía del estado no le dejaba venir. Teasle movió un leño y el fuego mortecino se animó. ¿Dónde demonios estaba?

Y entonces oyó el primer ladrido de un perro a lo lejos en el bosque, y los otros, que estaban atados a un árbol cerca de Orval, se agitaron al oírlo. Había cinco perros allí; estaban despiertos echados sobre sus panzas, con la mirada fija en Orval. Se incorporaron al oír los ladridos, excitados, y ladraron a su vez como respuesta.

—Sshh —dijo Orval.

Lo miraron y se callaron. Sus cuerpos temblaban.

Ward, Lester y el joven agente se movieron en sueños. Estaban acostados en el otro extremo junto al fuego, envueltos en mantas.

—Uh —dijo Ward.

—En seguida —dijo Lester dormido.

El perro ladró nuevamente a la distancia, aunque esta vez, parecía algo más cerca y los perros de Orval levantaron las orejas y ladraron agitadamente en respuesta.

—Ssh… —dijo Orval más fuerte—. Acostaos.

Pero levantaron las cabezas al oír otro ladrido lejano, y movieron sus hocicos.

—Acostaos —ordenó Orval y uno por uno obedecieron lentamente.

Ward rebullía bajo la manta, apretando las rodillas contra su pecho.

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede?

—Es hora de levantarse —dijo Teasle.

—¿Qué? —dijo Lester estremeciéndose—. Dios mío, que frío hace.

—Es hora de levantarse.

—Un minuto.

—Eso es lo que tardarán en llegar aquí.

Se oía el ruido de personas que avanzaban por los matorrales circundantes, acercándose cada vez más. Teasle tenía la boca y la garganta secas, encendió un cigarrillo y sintió renacer sus energías. Pensó súbitamente que tal vez era la policía del estado y se detuvo dando nerviosas caladas al cigarrillo, luchando por ver quién se aproximaba por el bosque por donde había oído crujir los matorrales.

—Dios santo, qué frío hace —dijo Lester—. Espero que Shingleton traiga comida caliente.

Teasle esperaba que los que se aproximaban fueran Shingleton y los otros agentes y no la policía estatal. De repente aparecieron cinco hombres, saliendo de entre los árboles y arbustos, pero la luz era tan tenue todavía, que Teasle no podía distinguir el color de sus uniformes. Hablaban entre ellos, uno de los hombres tropezó y lanzó un juramento, pero Teasle no logró reconocer sus voces. Estaba tratando de imaginar algún modo para seguir a cargo de la pesquisa en caso de que fuera la policía del estado.

Se acercaron un poco más, apareciendo por entre los árboles, trepando hasta esa pequeña elevación y Teasle vio entonces a Shingleton avanzando a tropezones detrás del perro que tiraba de la correa, seguido por sus hombres, y nunca sintió tanta alegría de verles como en ese momento.

Traían unas abultadas bolsas de arpillera, rifles y sogas, Y Shingleton, que tenía un transmisor portátil colgando del hombro, llegó hasta el lugar del campamento arrastrado por el perro.

—Comida caliente —inquirió Lester que se había puesto de pie—. ¿Trajiste comida caliente?

Shingleton pareció no haberlo oído. Estaba sin aliento y se disponía a entregarle el perro a Orval. Lester dio rápidamente media vuelta y se dirigió a los otros agentes.

—¿Trajeron comida caliente?

—Sándwiches de huevo y jamón —contestó un agente, resoplando—. Y unos termos con café.

Lester se abalanzó hacia la bolsa que traía el agente.

—Ahí no están —le dijo éste—. Las tiene Mitch. Detrás de mí.

Mitch sonrió, abrió la bolsa y saco unos sándwiches envueltos en papel parafinado, sobre los que todos se precipitaron, y comenzaron a comerlos.

—Caminaron con ganas anoche en la oscuridad —le dijo Shingleton a Teasle, recuperando el aliento y recostándose contra un árbol—. Creí que no tardaría más de media hora en encontrarlos y resulta que me llevó el doble de tiempo.

—No podíamos caminar tan deprisa como ellos anoche —dijo Mitch—. Recuerda que teníamos que cargar con bastantes más cosas.

—Lo que no impide que caminaran un buen trecho.

Teasle no sabía si Shingleton estaba tratando de disculparse por la demora o si su comentario era realmente una demostración de admiración.

Teasle dio un mordisco al sándwich grasiento y apenas tibio, que sin embargo le pareció delicioso. Cogió un vaso de papel que Mitch había llenado con café caliente; soplo y bebió un trago, quemándose el labio superior, el paladar y la lengua, y sintiendo que se entibiaba el bocado frío de huevo y jamón que tenía en la boca.

—¿Qué sucede por allí?

Shingleton rió.

—A la policía estatal casi le da un ataque por lo que usted hizo —dejó de hablar para dar un mordisco al sándwich—. Esperé allí abajo como me indicó ayer por la noche, y aparecieron diez minutos después de que ustedes se internaran en el monte. Estaban furiosos de que hubiera decidido aprovechar la poca luz que quedaba para perseguir al muchacho y poder continuar a cargo del asunto. Me sorprendió que descubrieran tan pronto sus intenciones.

—¿Pero qué sucedió allí?

Shingleton sonrió con orgullo y comió otro bocado del sándwich.

—Me pasé la mitad de la noche en la comisaría discutiendo con ellos, y finalmente consintieron en cooperar con usted. Van a bloquear los caminos que bajan de las montañas y permanecerán fuera de este lugar. Le aseguro que me costó bastante trabajo convencerlos de que no debían venir aquí.

—Gracias —sabía que Shingleton esperaba oír eso. Shingleton asintió y siguió masticando.

—Por fin se decidieron cuando les expliqué que usted conocía mejor al muchacho que ellos y que sabría lo qué era capaz de hacer.

—¿No dijeron si habían averiguado quién es o si se lo busca por alguna otra cosa?

—Están en eso. Dijeron que se mantendrían en contacto por esta radio. Y que al menor indicio de dificultades, vendrían con todo lo que tienen.

—No habrá dificultades. Uno de ustedes dénle una patada a Balford para que se despierte —dijo señalando al joven agente que dormía envuelto en su manta cerca del fuego—. Ese tipo es capaz de dormir suceda lo que suceda.

Orval acarició el perro que Shingleton le había entregado; lo acercó a Balford para que le lamiera la cara y el joven agente pegó un salto enfadado, limpiándose la saliva de la boca.

—¿Qué demonios sucede?

Los hombres rieron, pero interrumpieron sus risas, sorprendidos. Se oía el zumbido de un motor. Se oía demasiado lejos como para que Teasle pudiera adivinar qué clase de motor era, pero se oía más claramente minuto a minuto, rugiendo estruendosamente, hasta que apareció un helicóptero sobre las copas de los árboles, volando en amplios círculos, reflejando el sol en su fuselaje.

—Qué demonios —comenzó a decir Lester.

—¿Cómo sabía dónde estábamos?

Los perros comenzaron a ladrar. El chirrido de las aspas batiendo el aire se oía por encima del ruido del motor.

—La policía estatal me dio este aparatito nuevo —dijo Shingleton, sacando algo que parecía ser una pitillera color gris oscuro—. Transmite una señal por radio. Dijeron que querían saber dónde estaba usted todo el tiempo y me hicieron traerla, la otra mitad se la dieron al tipo al que usted le pidió prestado el helicóptero.

Teasle tragó el último bocado del sándwich.

—¿Cuál de nuestros agentes es el que está en el helicóptero?

—Lang.

—¿Tu radio se conecta con ellos allí arriba?

—Por supuesto que sí.

La radio estaba en la rama más baja de un árbol, donde Shingleton la había dejado. Teasle movió una perilla en el panel de control y mientras dirigía una mirada hacia donde giraba el helicóptero en cuyas aspas se reflejaba el sol, habló en voz alta por el micrófono.

—Lang Portis. ¿Todo preparado allí?

—Cuando usted ordene, jefe —la voz sonaba grave y áspera, como si llegara desde muy lejos.

Teasle apenas podía oírla por el ruido del motor. Dirigió una mirada a sus hombres. Orval estaba atareado juntando apresuradamente los vasos de papel y los envoltorios de los sándwiches, arrojándolos al fuego. Los otros estaban ajustándose sus equipos, colocándose los rifles al hombro. Cuando los vasos y papeles se convirtieron en cenizas, Orval procedió a arrojar tierra al fuego.

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