Rambo. Acorralado (5 page)

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Authors: David Morrell

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BOOK: Rambo. Acorralado
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Rambo tenía tanto frío como cuando estaba en la oficina de Dobzyn. Las luces del techo estaban demasiado cerca de su cabeza, pero no obstante ello, el lugar parecía oscuro. Acero y cemento. Dios mío, jamás debió permitir que Teasle le trajera aquí. Debió haber golpeado a Teasle al salir del juzgado y haberse escapado. Cualquier cosa, inclusive volverse un fugitivo, era mejor que tener que pasar treinta y cinco días aquí. ¿Y qué demonios pensabas que sucedería? se dijo a sí mismo. Tú te lo buscaste, ¿no es así? No querías dar tu brazo a torcer.

Por supuesto que no. Y no pienso hacerlo todavía. Que esté encerrado no significa que esté liquidado. Seguiré peleando mientras pueda. Cuando se decida por fin a dejarme salir, estará feliz de verse libre de mí.

No cabe duda de que vas a pelear. No cabe la menor duda. Qué carcajada. Mírate un poco. Ya has comenzado a temblar. Ya sabes a qué te recuerda este lugar. Dos días de estar encerrado en esa minúscula celda y comenzarás a hacerte pis en los pantalones.

—Tiene que comprender que no puedo quedarme aquí —no pudo evitar decirlo. —La humedad. No soporto estar encerrado en un lugar húmedo.
El agujero
, pensaba, mientras su mente recordaba. La reja de bambú sobre su cabeza. El agua que se filtraba sobre la mugre, las paredes que se derrumbaban, la capa de barro pegajoso sobre la que tenía que dormir.

Díselo, por el amor de Dios.

Hipócrita, «suplícale» sería la palabra correcta.

Era evidente que ahora, cuando ya era demasiado tarde, el muchacho estaba dando marcha atrás, tratando de salir de ese atolladero. Teasle no acababa de sorprenderse de la inutilidad de todo eso, no acababa de comprender por qué el muchacho había hecho todo lo posible para llegar a esto.

—Da gracias de que esté mojado —le dijo—. De que limpiemos con la manguera todo el lugar. Aquí metemos a los que se emborrachan los fines de semana, y cuando llega el lunes, y los ponemos de patitas en la calle, han vomitado por todas partes, hasta en las paredes.

Dirigió una mirada a las celdas que parecían relucientes gracias al agua que cubría el piso.

—Eres algo descuidado con esa puerta de arriba, Galt, pero no puede negarse que hiciste un buen trabajo con esas celdas. Hazme un favor, ¿quieres? Ve arriba a buscar ropa de cama y un equipo de ropa para este muchacho. Y tú —le dijo a Rambo—, creo que la celda del medio estará bien. Ve allí, quítate las botas, los pantalones, la chaqueta. Quédate con los calcetines y la ropa interior. Quítate cualquier alhaja, cadena o reloj. Galt, ¿qué demonios estás mirando?

—Nada.

—¿Qué te parece si traes lo que te pedí?

—Era lo que pensaba hacer. Allí voy —subió las escaleras corriendo.

—¿No piensa decirle que cierre la puerta con llave? —le pregunto el muchacho.

—No es necesario.

Teasle escuchó el ruido de la llave al girar en la puerta. Espero un poco y oyó el ruido que hizo la puerta cuando Galt la cerró otra vez con llave.

—Empieza a sacarte las botas.

—El piso está mojado.

—Y yo te ordené que entraras allí.

—No entraré allí ni un minuto antes de lo necesario —dobló la chaqueta, dirigió una mirada aviesa al piso mojado y la coloco en uno de los escalones. Colocó las botas al lado, se quito los pantalones, los dobló y los puso sobre la chaqueta.

—¿Qué es esa cicatriz grande que tienes en la rodilla izquierda? —preguntó Teasle—. ¿Qué te pasó?

El muchacho no contestó

—Parece la marca de un balazo —dijo Teasle—. ¿Dónde estabas cuando te lo pegaron?

—Se me mojan los calcetines en este piso.

—Pues entonces quítatelos.

Teasle tuvo que dar un paso atrás para evitar que le dieran a él.

—Ahora quítate la camiseta —le dijo.

—¿Para qué? No me diga que sigue buscando mi documento de identidad.

—Digamos que quiero hacer una revisión a fondo, que quiero ver si tienes algo escondido debajo de los brazos.

—¿Algo como qué? ¿Drogas? ¿Marihuana?

—¿Quién sabe? Ha sucedido otras veces.

—Pero conmigo no, hace tiempo que abandoné todo eso. ¡Pero si está prohibido por la ley, caramba!

—Muy gracioso. Quítate la camiseta de una vez.

Por primera vez el muchacho hizo lo que le decían: Lo más despacio posible, por supuesto.

Los músculos del estómago estaban tensos y se veían tres cicatrices que le atravesaban el pecho.

—¿Cuál es el origen de eso? —inquirió Teasle sorprendido—. Cicatrices de arma blanca. ¿Qué demonios estabas haciendo?

El muchacho parpadeó al mirar las luces, pero no le respondió. Tenía un gran triángulo de vello oscuro en el pecho. Estaba atravesado por dos cicatrices.

—Levanta tus brazos y date la vuelta —le dijo Teasle.

—No es necesario.

—Si existiera una forma más rápida de revisarte te aseguro que ya la habría descubierto. Date la vuelta.

Docenas de pequeñas cicatrices atravesaban la espalda del muchacho.

—¡Cielo santo! ¿Qué significa todo eso? —exclamó Teasle—. Esas son marcas de latigazos. ¿Quién te azotó?

El muchacho seguía sin responder.

—Qué interesante será el informe que envíe la policía del estado sobre tu persona.

Titubeó: ahora venía la parte que detestaba.

—Muy bien, bájate los calzoncillos.

El muchacho le miró. Y siguió mirándole.

—No te hagas el tímido —le dijo, con gran disgusto—. Todos tienen que pasar por esto y todos siguen siendo vírgenes cuando termino con ellos. Bájate los calzoncillos. Suficiente.

Hasta las rodillas nada más. No quiero ver más de lo indispensable. Levanta tu sexo. Quiero ver si tienes algo escondido. Con las dos manos no. Una sola. Con las puntas de tus dedos.

Teasle se inclinó a cierta distancia y observó la ingle del muchacho desde diferentes ángulos. Y ahora faltaba la peor parte. Le hubiera podido pedir a alguien como Galt que lo hiciera, pero no le gustaba endosarle a otro los trabajos desagradables.

—Da media vuelta y agáchate.

El muchacho le fulminó con la mirada.

—Búsquese otro candidato para divertirse. No pienso seguir tolerando más.

—Pues tendrás que hacerlo. Aparte de lo que puedas tener escondido allí te aseguro que no siento ningún interés por tu trasero. Haz lo que te dije. Sepárate ahora los cachetes. Vamos, no es un espectáculo que me entusiasme especialmente, ¿sabes?. Muy bien. Fíjate que cuando trabajaba en Louisville tuve una vez un preso que había escondido en su trasero un cuchillo como de ocho centímetros de largo con una vaina de cuero. Nunca logré entender cómo hacía para poder sentarse.

Galt abrió la puerta de arriba que estaba cerrada con llave y entró.

—Está bien, no tienes nada —le dijo Teasle al muchacho—. Puedes subirte los calzoncillos.

Teasle se quedó escuchando si Galt cerraba la puerta y echaba el cerrojo, y al cabo de un momento se oyeron las pisadas de éste en los escalones de cemento. Traía un
overall
desteñido, un colchón delgado, una sábana engomada, una manta gris.

Echó una mirada al muchacho que seguía inmóvil, vestido solamente con sus calzoncillos, y dirigiéndose a Teasle le dijo:

—Acaba de llamar Ward respecto del coche robado. Lo encontró en la cantera de piedra al norte de la ciudad.

—Dile que no se mueva y a Shingleton que llame a la policía del estado solicitando que envíen un equipo para verificar impresiones digitales.

—Shingleton ya les llamó.

Galt entró a la celda y el muchacho se dispuso a seguirle, chapaleando con sus pies desnudos en el piso cubierto de agua.

—Espera un poco —le dijo Teasle.

—Decídase de una vez por todas. Primero me ordena entrar.

—Ahora me dice que espere. Ojala supiera qué es lo que quiere.

—Quiero que vayas a la ducha que está allí al fondo. Y quiero que te saques los calzoncillos y te laves bien antes de ponerte el uniforme limpio. Lávate bien la cabeza. Quiero que tengas el pelo limpio antes de meterle mano.

—¿Qué quiere decir con eso de meterle mano?

—Tengo que cortártelo.

—¿Qué es lo que dice? No piense que me va a cortar el pelo. Ni siquiera acercará una tijera a mi cabeza.

—Te dije que todos tienen que pasar por esto. Todos, desde los ladrones de coches hasta los borrachos son revisados como te revisé a ti, todos se dan una ducha, y se les corta el pelo a todos los que lo tienen largo. El colchón que te damos está limpio, y pretendemos que nos lo devuelvas limpio, sin piojos ni pulgas de las chozas y campos y Dios sabe qué otros lugares en los que habrás dormido.

—No me lo cortará.

—Un pequeño esfuerzo más y conseguiré que te quedes aquí otros treinta y cinco días. Tú te lo buscaste y con ganas. Ahora deberás cumplir con lo que sigue. ¿Por qué no cedes de una vez y facilitas las cosas para ambos? Galt, ¿quieres buscarme las tijeras, crema de afeitar y la navaja?

—Transigiré en cuanto a la ducha solamente —dijo el muchacho.

—Me parece bien por el momento. Una cosa a la vez.

Teasle observó nuevamente las cicatrices de los latigazos mientras el muchacho se dirigía hacia la ducha. Eran casi las seis de la tarde. La policía del estado no demoraría mucho en enviar el informe.

Al pensar en la hora, calculó que en California serían las tres de la tarde, lo que le hizo dudar de la conveniencia de telefonear. Si ella había cambiado de idea ya se habría puesto en contacto con él. Por lo tanto, si él la llamaba no haría más que presionarla y alejarla aún más.

Pero no obstante, tenía que intentarlo. A lo mejor cuando terminara con el muchacho, un poco más tarde, la llamaría y hablaría con ella sin mencionar el asunto del divorcio.

¿A quién engañas? Lo primero que le vas a preguntar es si ha cambiado de idea.

El muchacho entró en el cuarto y abrió el grifo de la ducha.

X

El agujero tenía tres metros de profundidad y era lo suficientemente ancho como para poder estar sentado con las piernas estiradas. A veces se acercaban por las tardes, provistos de linternas, para echarle una mirada a través de la reja de bambú. No bien comenzaba a amanecer, retiraban la reja y lo izaban fuera del agujero, para que realizara sus tareas domésticas. Era el mismo campamento en el que le habían torturado, en plena selva. Las mismas chozas con techos de paja y las mismas montañas cubiertas de vegetación. Por una razón que al principio no acababa de entender, le curaron las heridas mientras estaba inconsciente; los tajos en el pecho, donde el oficial le había pinchado repetidas veces con su fino cuchillo, deslizando la hoja hacia un costado, raspando las costillas; los desgarrones de la espalda producidos por los latigazos que le había dado el oficial cuando se colocó detrás de él, azotándole, súbitamente. Azotándole. Tenía la pierna bastante infectada, pero cuando abrieron fuego contra su grupo y le capturaron, no le lastimaron ningún hueso, solamente los músculos del muslo y al poco tiempo pudo caminar renqueando.

Habían dejado de hacerle preguntas y de amenazarle, y ni siquiera se molestaban en hablarle. Se valían de gestos para decirle qué era lo que debía hacer: tirar aguas residuales, cavar letrinas, encender el fuego para cocinar. Supuso que el silencio era un castigo por simular que no comprendía el idioma de ellos. Pero durante las noches, mientras estaba en su agujero, oía parte de sus conversaciones y tuvo la satisfacción de enterarse de que ni siquiera mientras estaba inconsciente les había dicho lo que querían saber. El resto de su grupo debió haber proseguido hasta cumplir con su objetivo después de que lo capturaron a él, pues oyó hablar de fábricas que habían volado y que este campamento era uno de los tantos que había en las montañas, al acecho de nuevos guerrilleros norteamericanos.

Al poco tiempo le recargaron de tareas, obligándole a hacer trabajos más pesados, alimentándole menos, haciéndole trabajar durante más tiempo y acortando sus horas de sueño. Finalmente comprendió el motivo. Había transcurrido ya demasiado tiempo como para que pudiera saber dónde estaba su pelotón. Y como no podía darles más información le curaron las heridas para poder divertirse con él durante un tiempo y averiguar cuánto trabajo era capaz de aguantar antes de reventar.

Bueno, tendrían que armarse de paciencia entonces. No podían hacerle muchas otras cosas que no le hubieran hecho hacer sus instructores. La escuela para los Servicios Especiales; las cinco millas que le hacían correr antes del desayuno y las diez millas que debía correr después del desayuno, devolviendo

La comida mientras corría, pero cuidándose muy bien de no salirse de la fila, porque quien rompiera filas para vomitar debía correr otras diez millas como castigo. Trepar a unas torres altísimas, gritar su número de enrolamiento al instructor de saltos; saltar con las piernas juntas, los pies apretados y los codos pegados al cuerpo, gritando:

—Mil, dos mil, tres mil, cuatro mil —mientras caía, y el estómago que se le subía hasta la garganta, hasta que las correas le sujetaban justo antes de tocar la tierra. Treinta saltos por cualquier fallo, más un salto extra gritando:

—¡Para el aerotransportado!

Y otros treinta saltos si el grito no era lo suficientemente fuerte, más otro gritando:

—¡Para el aerotransportado!

En el salón de esparcimiento, en los baños, los oficiales les esperaban en cualquier lugar, gritando repentinamente:

—¡Saltad!—, y entonces debía adoptar inmediatamente la postura para saltar, gritando:

—Mil, dos mil, tres mil, cuatro mil—, parándose en posición de firmes hasta que le autorizaran a irse y exclamando entonces:

—¡Listo, señor! —y luego, mientras corría, gritando:

—¡Aerotransportado! ¡Aerotransportado! ¡Aerotransportado!

Saltos diurnos en medio de un bosque. Saltos nocturnos en pantanos, teniendo que vivir allí durante una semana, con un cuchillo como todo equipo. Lecciones sobre armas, explosivos, vigilancia, interrogatorios, combates cuerpo a cuerpo. El y otros aspirantes armados con un cuchillo en medio de un campo con ganado. Tripas y estómagos desparramados por todas partes, los animales todavía con vida y aullando. Reses muertas y vaciadas y la orden de meterse adentro y envolverse en el esqueleto todavía sanguinolento…

Esa era la finalidad que perseguía un Boina Verde. Poder aguantar cualquier cosa. Pero se debilitaba a medida que transcurrían los días encerrado en ese campamento en medio de la selva, y finalmente tuvo miedo de que su cuerpo no le respondiera más. Cada vez más trabajo, trabajo más pesado, menos comida y menos descanso. Comenzó a ver turbio; andaba a tropezones, quejándose y hablando solo. Después de haberle tenido tres días sin comer, le arrojaron una culebra al agujero, y se quedaron espiándole mientras él atrapaba el animal que se retorcía en medio de los desechos, le quebraba el cuello y se lo comía crudo. Pero fue poco lo que pudo digerir. Al cabo de un tiempo, unos pocos minutos o unos pocos días eran lo mismo, se le ocurrió pensar si sería o no venenosa. Lo único que le mantuvo vivo durante los próximos días —o semanas, no podía precisar exactamente—, fue el episodio de la culebra, las sabandijas que pululaban en el agujero y los restos de basura que arrojaban allí dentro ocasionalmente. Mientras arrastraba un árbol caído hacia el campamento, le permitieron recoger unas frutas y comerlas, y al atardecer tenía diarrea. Tirado en el fondo del agujero, completamente atontado; embadurnado con sus propios excrementos, les oía comentar su estupidez.

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