—Debo cortar —dijo—. Voy a cruzar la frontera.
—
Bienvenue à Canada
, señorita Halifax-Lin —dijo el inspector Fournier, y desconectó.
Egdod acababa de reunirse con uno de los personajes favoritos de Corvallis, un vagabundo k’shetriae alineado (desde hacía unos pocos días) con la Coalición Terrosa. Estudioso del juego desde hacía tiempo, Corvallis había desarrollado un agudo aprecio por la suerte, como en las posibilidades de conseguir una tirada propicia de los generadores de números aleatorios de la Corporación 9592. Algunos personajes y alineaciones tenían más suerte que otros. Los vagabundos k’shetriae eran los que tenían más suerte de todos. Recientemente Richard había alterado las escalas y hecho que todos los miembros de la Coalición Terrosa fueran un poco más afortunados que sus contrapartidas en las Fuerzas de la Luz, y Corvallis no había tardado en aprovecharse de ello, cambiando todo su arsenal lumínico por tipos subestimados y de mejor gusto.
—Está en marcha —anunció Richard, hablando ahora a su ordenador. Era el único modo que tenía de comunicarse con C-plus. La pérdida de su auricular Bluetooth fue seguida, horas después, por su teléfono, y un hombre que llevaba seis horas orinando en un cubo desde luego no tenía tiempo para ir a buscar un cargador. Pero mientras Trébol (pues ese era el nombre del increíblemente afortunado personaje de Corvallis) estuviera cerca de Egdod para poder oírlo, Corvallis podría enterarse de lo que Richard dijera, aunque convertido digitalmente al timbre atronador de Egdod.
—Veo que ya no te refieres a él como «el pequeño cabrón» —dijo Trébol, con una voz algo aguda y temblorosa que no se parecía nada a la de Corvallis. Trébol tenía además acento irlandés, derivado de un menú seleccionado habitualmente por los jugadores norteamericanos que querían hablar como los personajes de las películas.
—Vale, vale, dejó de ser un pequeño cabrón cuando convocó un ejército de mil doscientos personajes de alto nivel y los desplegó en orden de batalla alrededor de su ruta de avance proyectada —admitió Richard—. Tengo que admitir que me estaba preguntando por qué tardaba tanto tiempo en salir de la cueva. No creía que fuera a hacer algo parecido a la marcha de Sherman hacia el mar.
—¿Te has fijado en sus pantallas de caballería saltarina?
—Sí, joder, me he fijado.
—Me ha parecido un bonito detalle —añadió Trébol débilmente.
—Bueno, antes de que te pierdas lleno de admiración por ese hijo de puta creador de virus, entérate de que puede que tenga información sobre mi sobrina.
—¿En qué puedo ser útil? —respondió Trébol.
—Dame la cuenta de cuántas piezas de oro ha conseguido. No, mejor aún, de cuántas ha convertido en dólares.
—Ciento cincuenta. Dólares.
—Pero eso no es más que lo que está tirado por el suelo. No ha empezado todavía.
—En efecto. ¿Algo más?
—Llama a tus amigos a ver si puedes convocar un grupo de saqueadores de alto nivel. No tiene que ser tan grande como el del Troll. Unas cuantas docenas de personas que sepan lo que se hacen.
—Debería ser bastante fácil.
—Cuando estés preparado, házmelo saber. Atacaremos su flanco y observaremos cómo reacciona. Yo observaré desde las alturas.
—Como un dios del Olimpo —dijo Trébol.
—¿Crees que será un problema?
—¿Que un puñado de jugadores veteranos de T’Rain entren en acción, sabiendo que tienen encima los ojos de Egdod? No, no creo que vaya a ser ningún problema.
—Bien.
—Por cierto, ahora tiene mil trescientos dólares.
Tiempo atrás, Zula había llegado a un punto en el que no podía sorprenderla, ni mucho menos escandalizarla, nada de lo que los yihadistas hicieran. Esta debía de ser la historia de todos los grupos radicales, ya fueran talibanes, sendero luminoso, o nacionalsocialistas. Una vez que dejaban las ideas comunes de decencia en el arroyo, cuando habían abandonado todo sentido de la proporción, entonces se convertía en una especie de competición para ver quién vencía a todos los demás en eso. Aparte de eso todo era comedia, si podías hacer la vista gorda a las consecuencias. En cualquier caso, emplazaron el hornillo y las neveras con la comida, las garrafas de agua y los sacos de artículos de Walmart delante del árbol donde ella estaba encadenada, esperando que hiciera la comida y lavara.
Lo mismo había sucedido en la mina abandonada hacía dos semanas. Entonces, sin embargo, a ella le había parecido distinto. Acababan de sobrevivir a un aterrizaje forzoso y su futuro parecía incierto; se habían escondido en un refugio acogedor; y, por ridículo que pudiera parecer, había una sensación de penuria compartida que había hecho que a Zula le apeteciera echar una mano. Ahora, naturalmente, las cosas eran bien distintas. Para empezar, estaba la cadena que llevaba al cuello. Pero la calidad del personal había descendido de una manera abismal desde esos días. Había un dicho común en el mundillo de los negocios tecnológicos: «Los A contratan a los A, y los B contratan a los B», porque mientras intentaran reclutar solo a los mejores posibles, atraerían a otros, pero en cuanto bajabas el listón, los de segunda fila empezaban a buscar a gente de segunda fila para que fueran sus lacayos y pusieran al día sus agendas. Zula casi sentía haber visto toda la involución ABC desarrollarse en forma microscópica durante las dos semanas que llevaba dando vueltas por Canadá con Jones y su grupo. Jones era indiscutiblemente un A, y, en retrospectiva, los que había elegido para que lo acompañaran en el avión privado eran también A a su modo. Sharjeel era el prototipo del B y había traído consigo a Zakir, exactamente el tipo de C que la gente que citaba la máxima de «los A contratan a los A, y los B contratan a los B» temían traer a la organización.
Pero Jones, al ser un A, parecía comprender esto bastante bien y había repartido las tareas consecuentemente. Las primeras horas en el campamento habían sido tan tranquilas que Zula había dormido un rato; envuelta en cuatro capas de lana barata, podía dormir prácticamente en cualquier parte sin necesidad de mantas o saco de dormir. Despertó y encontró a Zakir mirándola de un modo que en un momento de su vida anterior a la aparición de Wallace e Ivanov habría encontrado escalofriante. Pero ahora se preguntó si Zakir sería capaz de mantener su estado de excitación cuando le hubiera envuelto la cadena en la garganta y le hubiera clavado la rodilla en la espina dorsal. Durante su confinamiento en la parte trasera de la caravana, había hecho muchas flexiones y sentadillas.
De todas formas, lo que la había despertado era la llegada al campamento de un contingente apreciable de yihadistas, unos diez además de los tres que se habían quedado ahí a vigilar el fuerte. Parecía que varios coches habían llegado a la rotonda al mismo tiempo, descargado a sus ocupantes, y luego se habían dado media vuelta, conducidos por gente que a Jones le habían parecido redundantes: tipos C, o incluso D. Todos ellos estaban ahora literalmente al final del camino, carentes de transporte (pues se habían llevado la caravana) y repletos de mucho más equipo para acampar, armas y municiones del que podrían cargar. La luz menguaba. Zula se puso la capucha para ocultar el movimiento de sus ojos e intentaba hacer inventario sin llamar la atención. No vio ninguna arma aparte de las que habían traído en el avión y las arrebatadas a los cazadores de osos. Eso tenía sentido: era mucho más fácil conseguir armas donde iban, y era menos peso con el que atravesar la frontera.
Probablemente era más útil hacer inventario de los hombres que de las armas.
Los cinco originales estaban ahí presentes: Jones, Abdul-Wahaab, Ershut, y los amantes. El Equipo-A, como quien dice. Del contingente de Vancouver seguían estando el sibilino Sharjeel y el grueso Zakir. El tercer miembro del grupo, cuyo nombre había olvidado, parecía haberse marchado; quizás era uno de los jugadores secundarios cuyo trabajo era llevarse un vehículo y no dejarse ver. Así que eran siete. Pero el número total de yihadistas presentes en ese momento era trece... una cifra que no podía situar con exactitud hasta que la obligaran a servir la cena.
La media docena adicional eran principalmente hombres a los que había visto u oído al menos una vez durante el interminable deambular de la caravana mientras se reunían con Jones venidos, imaginaba, de diversas partes de Norteamérica. Dos eran completamente nuevos para ella. Por la forma en que los saludaron entendió que acababan de unirse al grupo. La mayoría de los presentes o no los había visto en años o no tenía ni idea de quiénes eran. Los consideró tipo A. En parte porque Jones los trataba con especial respeto. Pero solo en parte. Lo notaba. Erasto era del Cuerno de África, probablemente Somalia. Hablaba un inglés con perfecto acento del Medio Oeste y disfrutaba mirándola de soslayo mientras lo hacía, saboreando su reacción: debía de ser un adoptado como ella, alguien que había sido criado en un lugar como Minneapolis pero que al contrario que ella había decidido regresar a su patria y dedicar su vida a la causa de la yihad global. Tenía metro ochenta de altura, la constitución de un galgo, la cara de un niño, y no necesitaba afeitarse. Un modelo de Benetton.
Abdul-Ghaffar («Servidor del Que Perdona»; Zula había recordado algo de árabe a estas alturas) era un americano rubio de ojos azules de unos cuarenta y cinco años, aunque podría haber sido diez años mayor y estar en buena forma. Tenía el pelo rapado muy corto, era fornido pero delgado, y parecía hacer mucho ejercicio. Un jugador de fútbol europeo o un luchador: alguien que practicaba algún deporte que no requería ser alto, pues mediría uno setenta. Su lenguaje materno era naturalmente el inglés, y seguía las conversaciones de los demás aún peor que Zula, que podía captar quizás una tercera parte de lo que decían. La pregunta obvia que planteaba su elección de nombre (¿de qué buscaba perdón?) quedaría sin contestar por el momento. Pero parecía claro que se había convertido al Islam tarde y que estaba ansioso por compensarlo. Tuvo una pista cuando él volvió la cabeza para revelar un injerto cutáneo en lo alto de la coronilla, del tamaño de un sello de correos. Había visto daños similares en sus parientes granjeros de piel clara. Estaba en tratamiento por un melanoma maligno, y probablemente le quedaba menos de un año de vida. Hasta que se dio cuenta de ese detalle, se había estado preguntando por qué un hombre como Jones no consideraba a este recluta norteamericano un topo del FBI.
El poder de la pereza era asombroso. No es que los yihadistas tuvieran el monopolio sobre ello. Pero con tantos hombres en el campamento, ¿no podían cocinar su propia comida? ¿No podían preparar un bufé, ponerse en cola y servirse en el plato sin ayuda femenina? Y dejar a Zula encadenada a un árbol, donde no podía escuchar. Pero les parecía colosal que su cautiva realizara este trabajo para ellos. Decidió que la estaban exhibiendo, como Cleopatra paseada por Roma. Jones quería que los demás vieran cómo esta muchacha infiel se había sometido a su dominio.
Cosa que no había hecho, por supuesto. Pero para esta comida estaba dispuesta a actuar así. Incluso se dejó la capucha puesta como si fuera una especie de chador. Y prestó atención a lo que estaban diciendo, sorprendida por lo mucho de la conversación que podía entender.
Comieron juntos durante un rato, satisfaciendo sus apetitos, charlando y bromeando. Y entonces Jones empezó a dirigirse a ellos en un tono que indicaba que había que ponerse serios. Y lo que dijo fue que iba a acostarse muy pronto, ya que necesitaba levantarse mucho antes del amanecer para iniciar la siguiente fase de la operación. No los vería de nuevo durante varias horas después de eso. Mientras tanto, los demás tenían que dormir bien para despertarse en buena hora y prepararlo todo para dividirse en dos campamentos: el campamento base y la expedición. El segundo grupo sería más grande que el primero y viviría una gran aventura. Pero esto no disminuía en modo alguno la importancia del grupo del campamento base ni la gloria que conseguirían y la recompensa celestial que recaudarían...
(Zula advirtió que era otra reunión de empresa. Lo único que faltaba era la presentación en PowerPoint. Algunos miembros del grupo —presumiblemente los C— tenían que hacer el trabajo de mierda, y Jones tenía que ablandarlos primero con la comida y la falsa camaradería.)
Zakir se quedaría atrás para disfrutar de la excelente cocina de campamento de Zula, junto con Ershut y otros dos. A uno de ellos, Sayed, Zula lo había clasificado mentalmente como licenciado: un hombre silencioso, más cerca de los cuarenta que de los treinta, que parecía claramente incómodo en el ambiente de acampadas y caminatas por el bosque. Estaba claro por qué Zakir y él se quedaban atrás (ella habría tomado exactamente la misma decisión), y los dos parecían sentir una mezcla de decepción y de alivio.
Ershut, sin embargo, estaba anonadado. Lo mismo le pasaba a Jahandar, el afgano al que Zula había visto por última vez encaramado en lo alto de la caravana con un fusil y unos prismáticos. La propia Zula tuvo que hacer algunos esfuerzos por ocultar su asombro, porque si había un hombre hecho para un largo viaje por una cordillera en territorio hostil, ese era Jahandar. Hasta el punto de que le costaba trabajo imaginar cómo habían conseguido colarlo en una democracia occidental. Debían de haberlo drogado, metido dentro de una caja, enviado en un avión de carga directamente desde Bora Bora y mantenido encerrado en la cima de una montaña hasta ahora. Todo en su aspecto (el turbante, la barba, la mirada, las cicatrices) tendrían que haberlo hecho arrestar nada más verlo en cualquier ciudad al oeste del mar Caspio. De todas formas, no importaba cómo lo habían conseguido, Jahandar estaba ahí, y estaba jodido. Y eso animaba al normalmente taciturno Ershut a expresar en voz alta sus objeciones al plan de Jones.
No dejaban de mirarla. Como diciendo: «¿Cuánta gente hace falta para controlar a una muchacha encadenada a un árbol?»
Jones la miró también: una mirada de inteligencia, como diciendo: «Me doy cuenta de que entiendes más de lo que dejas entrever.» Empujó su plato sucio en su dirección, luego se puso en pie e hizo gestos indicando que Ershut y Jahandar deberían ir con él. Se alejaron hasta llegar a un sitio donde no se les podía escuchar, y continuaron conversando en voz baja. Jones les estaba informando de algún aspecto del plan que ahora mismo no había que compartir con el grupo entero.
O tal vez solo querían que no se enterara Zula. Porque unos minutos más tarde los tres volvieron la cabeza para mirarla, detuvieron sus deliberaciones unos segundos, y luego se dieron la vuelta para continuar la discusión con un tono más razonable. Toda la tensión había desaparecido de su lenguaje corporal.