Habían decidido matarla.
No sucedería inmediatamente. Pero en algún momento determinado después de que el grupo principal se hubiera dirigido a la frontera, Ershut o Jahandar le cortarían la garganta (no antes, supuso, de que les hubiera preparado la comida y hubiera fregado los platos) y luego se lanzarían en persecución del grupo principal. Y conociéndolos a los dos, tendrían pocas dificultades para alcanzarlos. Zakir y Sayed se quedarían atrás para echar tierra sobre su cadáver.
Terminaron de cenar y los hombres se dispersaron en la oscuridad más allá del alcance de la luz de la hoguera, dejándola con un montón de platos de papel sucios y unas ollas que necesitaban ser fregadas. La mayoría se fue a dormir. Jahandar se preparó un té con el agua que ella había estado calentando para los platos, y luego se retiró a una posición un poco colina arriba, desde donde podía controlar todo el campamento y sus inmediaciones. Se llevó el rifle consigo.
Zula lavó los platos. Imaginando la mira telescópica de Jahandar sobre su frente.
Varias horas de desesperación habían dado paso a la vaga idea, más en el corazón de Csongor que en su cabeza, de que estaba empezando a entender el Cambalache de Carthinias y sus diversos actores. Había un pozo de comercio en mitad del lugar, un anfiteatro de trescientos sesenta grados de pulidos escalones de piedra, de unos treinta metros en la parte superior, que desembocaba en un suelo llano y diminuto de no más de tres metros de diámetro. Estaba claramente dividido por la mitad, aunque no había pantallas ni verjas ni pistas visuales para dejarlo claro: podía notarse por los diferentes tipos de personas que tendían a congregarse a cada lado: en uno, los mercaderes que intentaban sacar dinero del mundo, y en otro los sacerdotes de los templos, tratando de hacer pleno uso de su capacidad de destruir dinero cobrando menos que los sacerdotes de la competencia.
Se acabó la división equitativa. Csongor sentía que había algún tipo de estratificación de arriba abajo también, y estaba desarrollando la teoría de que la gente situada abajo comerciaba con sumas más grandes de dinero, mientras que los niveles superiores eran para las pequeñas. Para las apariencias externas, ninguno de estos mercaderes llevaba mucho oro al pozo y ninguno de los sacerdotes sacaba mucho. Por lo tanto, supuso al principio que solo comerciaban con papel y que la transferencia real de material sucedía en un banco o en un almacén en alguna parte. Pero entonces advirtió objetos pequeños y chispeantes cambiar de manos, generalmente pasando de los pequeños mercaderes de arriba hacia los peces gordos de abajo. Un poco de búsqueda en la wiki le dijo que T’Rain tenía varios tipos de metales aún más preciosos que el oro, aunque la enorme mayoría de personajes del mundo no los había visto nunca; solo se empleaba para las transacciones enormes. Un tipo de moneda (el oro rojo) valía cien piezas de oro. Una pieza de oro azul valía cien rojas, y el oro índigo, u oríndigo, valía cien azules; lo que significaba, si los cálculos mentales de Csongor eran acertados, que una sola moneda de oríndigo tenía un valor, en el mundo real, de unos 75.000 dólares.
Para los directores artísticos de T’Rain parecía de la mayor importancia que estas monedas parecieran tan deslumbrantes como su alto valor indicaba, y por eso brillaban, enviando destellos de luces de colores cuando pasaban de mano en mano. El sencillo oro de color amarillo cambiaba de manos en la plaza alrededor del anfiteatro, frecuentemente convertido en masa, por los cambistas que pasaban, en monedas de oro rojo que eran dirigidas hacia el borde del pozo y luego hacia las zonas superiores, creando una destellante constelación roja, como si pantallas LED parpadearan por todas partes. Pero más abajo, el color predominante era el azul; y en el fondo dominaba el índigo.
La transacción que Marlon esperaba realizar equivaldría a unas treinta monedas de oríndigo, o tres mil azules. Como llevar encima tres mil piezas no era nada práctico, Csongor no tuvo más remedio que entablar relaciones con los grandes mercaderes de la zona inferior del pozo que (a) trataba con oríndigo todo el tiempo, y (b) era controlada por jugadores que podían enviar fondos a Filipinas. Pero precisamente porque esos personajes llevaban esas inmensas cantidades de dinero, la seguridad aquí era sofocante, con la parte interna y la parte más baja del anfiteatro protegida por un anillo de guardias de aspecto temible, y recubierta por capas de luz titilante que Csongor reconoció, vagamente, como hechizos mágicos. En T’Rain, descubrir hasta qué punto era poderoso otro personaje era mucho más complicado que en otros juegos donde solo se podían comparar niveles. Csongor carecía de la experiencia para juzgar las habilidades de otro, pero conocía unas cuantas reglas sencillas y tenía pocas dudas de que incluso los pequeños mercaderes situados en la zona externa del anfiteatro podían dejar en el sitio a Lottery Discountz tan solo mirándolo de reojo.
Eso le dio la idea de que tal vez podría acercarse al centro de la acción precisamente por ser tan inofensivo. Trató de experimentar cruzando simplemente la plaza hasta el borde del pozo y luego ir bajando hasta el banco superior de la grada. A nadie le importó. Bajó otro. No hubo ninguna reacción. Empezó a haber más gente y tuvo que desviarse a un lado y a otro para llenar los huecos en la multitud de comerciantes, pero nadie le prestó ninguna atención especial. Estaba cerca de la línea divisoria entre los mercaderes y los sacerdotes, y oyó a los segundos decir «¡Bendición» y acercarse a los mercaderes para cambiar dinero. Las bendiciones eran un modo de que los jugadores transfirieran dinero real a T’Rain; el personaje le rezaba a un dios, se cursaba un pago a la tarjeta de crédito del jugador, y las piezas de oro aparecían simplemente en un altar, o en el extremo de un arcoíris en un claro entre las montañas controlado por una u otra facción de sacerdotes, y entonces estos las llevaban a mercados como este para entregárselas a sus receptores. Csongor oyó unas cuantas transacciones y advirtió que se mantenían en la gama de los miles de PO, es decir, un puñado de piezas de oro rojo. Pero después de llegar hasta la mitad de la zona donde el oro rojo cambiaba de manos, todavía, de tanto en tanto, oía a algún sacerdote exclamar, en vez de «¡Bendición!», la frase «¡Bendición milagrosa!». Lo buscó y descubrió que, de vez en cuando, cuando un personaje rezaba pidiendo una bendición, recibía cien o mil veces la cantidad pedida (y que su jugador había pagado). Era un golpe de suerte, como encontrar un billete de cien dólares en una caja de galletas.
Y eso le proporcionó a Csongor todo lo que necesitaba para formar una especie de plan. Bajó todo lo que pudo hasta el anillo de guardias, la cúpula de los hechizos. Cuando descendió hasta el punto que las barreras mágicas causaron daño en Lottery Discountz y los guardias volvían los ojos en su dirección y echaban mano a sus armas, retrocedió un paso, se sentó, y empezó a observar las transacciones que tenían lugar en el círculo interno. Por todas partes se veían destellos de púrpura. Estaba viendo cómo millones de dólares cambiaban de manos. El número total de comerciantes dentro de ese anillo era de unos veinte, y cualquiera de ellos podía realizar la transacción que tenía en mente.
Estaba empezando a oír hablar a Marlon, lo que lo sacó del mundo imaginario y lo devolvió al cibercafé de Filipinas. Marlon, que había jugado casi en silencio durante el último par de horas, se comunicaba ahora directamente, en mandarín, con uno de sus tenientes. O tal vez eran generales. Csongor solo podía hacer especulaciones ya sobre el tamaño de su ejército. La voz de Marlon era tranquila, pero insistente, y sus manos revoloteaban sobre el teclado como arañas sobre una sartén caliente.
Como Lottery Discountz no estaba haciendo nada más que observar el pozo de comercio, Csongor se levantó, se estiró, y se acercó a echar un vistazo. Yuxia también parecía haberse despertado al oír a alguien hablar en mandarín y abrió levemente los ojos, pero luego se envaró al recordar dónde estaba. Sus ojos se concentraron en algo que había al otro lado de la sala. Csongor siguió su mirada y vio que el turno de la mañana, si podía llamarlo así, estaba entrando en el café. Durante las últimas horas habían tenido todo el lugar casi para ellos solos, aunque hubo un par de recién llegados que se apostaron tras sus terminales frente a Yuxia. Uno de ellos estaba desviando ahora mismo la mirada. Csongor, que no era ningún extraño en eso de mirar a las chicas, pensó que Yuxia debía de haberlo pillado y lo miraba ahora con mala cara. Como no quería verse mezclado, Csongor se acercó a mirar por encima del hombro de Marlon para ver su monitor.
La última media docena de veces que lo había comprobado, no había visto nada en la pantalla de Marlon que pareciera ni remotamente un mundo de espada y brujería. En cambio, consistía en innumerables paneles superpuestos con organigramas de orcos solapados, gráficos de barras, estadísticas en movimiento, y columnas de conversaciones que se iban sucediendo. Todo eso había desaparecido ahora, sustituido por algo que parecía más adecuado: una melé en la garganta de un estrecho paso entre las montañas. Varios miembros del ejército de Marlon (no el grupo principal, sino uno de sus flancos) habían sido atacados cuando vadeaban un arroyo que corría a través del paso. Parecía una emboscada cuidadosamente tendida, y media docena de ellos yacían ya muertos en las orillas. Pero a la zona de combate llegaban refuerzos por tierra, por aire y por el agua, para enzarzarse con los atacantes en muchos combates singulares que se mezclaban y se dividían cuando un luchador corría en ayuda de otro, y luego se daba media vuelta para enfrentarse a una nueva amenaza.
—¿Problemas? —preguntó Csongor.
—No —respondió Marlon—. Les patearemos el culo.
—¿Vas a patear tú alguno? —preguntó Csongor, ya que había advertido que Reamde estaba sentado en un peñasco en mitad del arroyo, tan tranquilo.
—No es necesario. Estoy observando.
—¿Qué ves?
Marlon tardó un rato largo en contestar. Entonces habló como si esas observaciones acabaran de penetrar en su consciencia.
—Son muy buenos. Personajes experimentados. No solo chavales. Pero no han luchado juntos antes.
—¿Cómo lo sabes?
—No saben ayudarse unos a otros como lo haría un grupo experimentado. Y son diferentes —Marlon retiró la mano del teclado por primera vez en horas, supuso Csongor, para señalar a uno de los atacantes—. ¿Ves? Definitivamente lumínico —luego indicó otro—. ¿Y ese? Terroso. ¿Por qué están luchando juntos?
Entonces, como si acabara de ocurrírsele algo, dirigió bruscamente la mano al teclado y usó las teclas para girar su punto de vista. Miró ahora a las estrellas. Flotando allí había dos personajes, suspendidos por arte de magia en el aire, mirando. Junto a ellos había unas pequeñas ventanas que mostraban sus retratos y sus nombres. Desde esta distancia, Csongor no pudo leer la letra microscópica.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—No importa. No son quienes dicen que son —respondió Marlon.
—¿Y eso qué significa?
—Este no es el ataque real. El ataque real vendrá más tarde.
—¿Cuánto dinero tienes?
—De piezas de oro, dos millones.
Marlon hizo la conversión. Ciento cincuenta mil dólares. Cinco mil, más o menos, para cada miembro del grupo de la emboscada.
¿Por qué no podía ser el ataque de verdad? ¿Quién esperaba conseguir más de cinco mil dólares por unos pocos segundos de lucha en un videojuego?
—¿Sigues esperando conseguir la cantidad de la que hablamos antes? —preguntó Csongor.
—Ahora no podemos dejarlo. Esta noche nos lo llevamos todo o nada.
—La verdad es que el sol ha salido hace horas.
—Da igual.
Para cuando llegó a su hotel en el centro de Vancouver, Olivia pensaba que se había metido en un lío con el inspector Fournier y temía que su actitud hacia la investigación fuera a ser obstrusiva. Por lo tanto, se sintió agradablemente sorprendida cuando el empleado del hotel, mientras se registraba, advirtió algo interesante en la pantalla de su ordenador, y luego alzó la cabeza sonriente para informarle de que tenía un mensaje esperando. Sacó un sobre marrón. Su peso sugería que debía de contener unas diez o veinte páginas de material. Cuando terminó de acomodarse en su habitación, lo abrió y descubrió que contenía fotocopias de faxes de informes policiales, tanto locales como de la Policía Montada.
Sus jefes del MI6 insistían siempre en que los tuviera informados de su paradero. Se había saltado la orden a la torera desde que salió de Seattle, así que los llamó. En Londres debían de ser las seis de la mañana.
Luego se puso a leer los informes de los cazadores desaparecidos: un ingeniero jubilado de la industria petrolífera de Arizona y sus dos hijos, de treinta y dos y treinta y siete años, de Luisiana y Denver, respectivamente, todos experimentados cazadores, que habían viajado a Columbia Británica para celebrar el sexagésimo quinto cumpleaños del padre abatiendo a un grizzly. Habían contratado a una compañía de guías que se enorgullecía de atender a los cazadores serios de la vieja escuela. A juzgar por el tono de ciertos párrafos promocionales de su página web, esto los distinguía de firmas de la competencia que ofrecían una experiencia más pija, y presumiblemente mucho más cara. Los clientes recibían la garantía de que matarían a un oso durante la semana de expedición o se les devolvería su dinero.
Al parecer esta oferta había resultado convincente para los dos hijos, que habían puesto en común el dinero para el viaje como sorpresa para su padre. Por los informes policiales, y por la brutalmente deprimente página web que había abierto la familia de los desaparecidos, suplicando información al universo, estaba claro que no eran aficionados: el padre había vivido por todo el mundo durante su carrera y no había perdido ninguna oportunidad para cazar allá donde estuviera, frecuentemente llevando a sus hijos consigo. Los guías tampoco eran novatos: uno de ellos, cofundador de la compañía, llevaba haciendo esto tres décadas y el otro era un hombre de las Primeras Naciones cuyo pueblo llevaba decenas de miles de años viviendo en la zona. Viajaban en un Suburban de tracción a las cuatro ruedas de dos años de antigüedad, bien equipado con cadenas, cable de tracción y todo lo demás que pudiera ser necesario para salir de problemas o sobrevivir si quedaban atascados.
Cosa que era parte de su método, y parte del problema al que ahora se enfrentaba la policía. Como los guías no estaban anclados a una cabaña cómoda, podían vagabundear allá donde la caza fuera mejor, y como ofrecían la garantía de la devolución del dinero, tenían un buen incentivo para hacerlo. En el curso de una semana de caza, podían moverse entre varios lugares para cazar osos distribuidos en un área de cientos de kilómetros, montañosa en su mayor parte, y que apenas era franqueable sin máquinas quitanieves. La teoría más razonable era que habían ido demasiado lejos con el Suburban, se habían salido de la carretera, y estaban atascados en el lecho de un río o un banco de nieve.