No, en ese punto la única carta que podía jugar (la única forma de ayudar a Jake y John y los demás a salvarse) era avisarlos. Porque hasta ahora Jones no había mostrado ningún indicio de saber que Arroyo Prohibición estaba habitado. Debía de haber visto unos cuantos tejados asomando entre los árboles en las fotos por satélite de Google Maps, pero podía haber hecho la razonable suposición de que eran solo cabañas de verano para los odontólogos de Spokane, cerradas y tranquilas en aquella época del año. Aunque supiera que allí vivía gente todo el año, no podía haber adivinado (¿verdad?) que se trataba de los civiles más armados de la historia del mundo, chalados de las armas que hacían que los pastunes parecieran cuáqueros.
Incluso los chalados de las armas podían ser víctimas de un ataque sorpresa, pero si Richard podía hacerlos conscientes de algún modo de que corrían peligro, entonces podrían demostrar quiénes eran.
El plan que acabó por elaborar, justo cuando el techo de su tienda empezaba a arrojar unos cuantos fotones dispersos a sus ojos abiertos, era que podía actuar dócilmente hasta que pudieran oír disparos desde la casa de Jake, y entonces intentarlo. Los yihadistas le dispararían, y probablemente lo alcanzarían. Pero todos los habitantes del valle lo escucharían.
Y entonces se desataría el infierno.
Dormitó un poco más, tal vez una hora, y despertó para ver que había más luz filtrándose a través de la lona de la tienda y escuchar el siseo de un hornillo al ser encendido.
Algo le dijo que empezara a moverse. Salió como pudo del saco de dormir, giró sobre su culo, sacó los pies inmovilizados por la puerta, y luego se arrastró por el suelo.
Solo había dos de los nueve yihadistas allí: el alto somalí-minesotano llamado Erasto, y otro tipo cuyo nombre Richard no era capaz de recordar. Un egipcio con una oscura mancha callosa en la frente, causada por el contacto con el suelo durante la oración. Estaban calentando una olla de agua, presumiblemente para cocinar algunas gachas. Richard se arrastró hasta el hornillo y acercó sus manos sujetas por las trabillas a la olla para hacerlas entrar en calor. Erasto comía una barrita energética, y el egipcio tan solo miraba a la nada.
Richard advirtió que tenía que cagar, y que tenía que hacerlo en ese momento.
Se levantó. Erasto lo observó con atención. Miró hacia la letrina del campamento, que se hallaba a unos treinta metros en la base del acantilado por el que habían descendido ayer.
—¿Tenéis papel higiénico, tíos?
No hubo respuesta.
—Tíos, tengo que ir de verdad —dijo Richard—. No es broma.
Erasto parecía entre incrédulo y asqueado por tener que tratar con esas cosas.
—¡Jabari! —dijo. Eso pareció atraer la atención del egipcio. Richard lo aprovechó para aprenderse el nombre del tipo. Jabari. Como jabalina. Como clavarle a alguien un cuchillo.
Erasto hizo una especie de pregunta. Jabari se puso en movimiento y empezó a hurgar en una mochila cerca, aparentemente buscando el suministro de papel higiénico.
Richard saltaba de un pie a otro, lo mejor que podía con las trabas. La duda era si llegaría a un lugar adecuado a tiempo.
—Voy a empezar a ir a saltitos para poder ir a cagar —anunció. Hablaba con toda la calma posible, ya que no quería gritar y causar una idea equivocada a los que no hablaban inglés, como Jabari—. Podéis seguirme, podéis pegarme un tiro por la espalda, lo que queráis. Pero tengo que hacerlo.
Recalcó la frase con un pedo impresionante, que demostró ser una comunicación mucho más efectiva que nada de lo que escapaba por el otro extremo de Richard. Dio saltitos hasta quedar de espaldas a Erasto y luego empezó a cruzar el campamento, alejándose del río hacia los matorrales que creían profusamente entre la orilla y la base del acantilado. Después de medio minuto de saltos, maldiciones y pedos entre la maleza (que creía intensa aquí, regada por la bruma que caía de las cataratas) llegó a un lugar despejado, salpicado de mojones y papel higiénico usado, en la base del acantilado.
«Acantilado» era una palabra demasiado simple para describir el fenómeno geológico que se alzaba sobre él. No era tanto una pared vertical como un rápido aumento de la pendiente hasta hacerse completamente vertical, y luego se convertía en una especie de saliente, cinco o seis metros por encima. No se trataba de un simple monolito, sino de un amasijo de peñascos, tenaz vegetación y tierra compactada que era realmente empinada. No veía la cima, pero sabía que estaba a unos quince metros más arriba. De todas formas, estaba lo suficiente a resguardo para poder considerar que podía cagar decentemente, así que saltó arriba y abajo varias veces, invirtiendo su dirección grado a grado, y luego empezó a luchar con su cinturón.
Un rollo de papel higiénico dentro de una bolsa de plástico le golpeó en el pecho, lanzado por Jabari desde unos seis metros de distancia, y rebotó en el suelo a sus pies.
—Gracias —dijo Richard, bajándose los pantalones. Jabari le dio la espalda y se retiró un poco. Richard, al asomarse por encima de los matorrales mientras se acuclillaba para obedecer la llamada de la naturaleza, vio al egipcio alzar ambas manos y agitarlas alegremente hacia alguien en el campamento: al parecer, alguien, probablemente Abdul-Wahaab, quería saber qué demonios estaba pasando y necesitaba confirmación de que todo iba bien.
Richard estaba a la mitad del asunto cuando un oscuro objeto cayó del cielo ante él. Al principio pensó que era una rama que habría caído de algún árbol desde lo alto del acantilado. Pero al mirarlo con atención vio que era perfectamente rectangular.
Era, lo vio ahora, una navaja multiusos de bolsillo (una Leatherman o similar), dentro de su negra funda de nailon.
—Se trata de construir un caso —dijo Seamus.
La máquina de gofres automática emitió un penetrante pitido electrónico, indicando que le dieran la vuelta. Seamus extendió la mano y así lo hizo. Los Cuatro estaban en el salón de desayunos de su hotel en Coeur d’Alene. Ninguno de los demás había visto antes una máquina de gofres automática, y por eso Seamus les estaba haciendo una demostración sobre la marcha de lo mejor que América tenía que ofrecer.
—No estoy seguro de cómo se traduce eso al chino o al húngaro —continuó—. Lo que estoy intentando decir es lo siguiente: Vamos a ver a mi jefe, que casualmente vive en la otra punta del país. Tendremos que ir en coche porque no puedo meteros en un avión sin documentos de identidad. Da la casualidad de que estamos a un tiro de piedra de un lugar por donde creo que Jones podría cruzar la frontera. La última vez que conecté con T’Rain (hace como media hora), Egdod seguía deambulando por el desierto, seguido de un par de centenares de curiosos y buscadores de fama. Lo cual apoya mi teoría.
—¿Ah, sí? —preguntó Yuxia.
—Vale, dejemos a un lado lo de Egdod. Es algo que se cree o no se cree. Yo lo creo. De todas formas, he llamado a este tipo que tiene un helicóptero —Seamus palpó el folleto del tipo en cuestión, que sobresalía de su bolsillo trasero—. Está dispuesto a llevarme allí para sobrevolar la zona. Solo estaré fuera un par de horas. Nos pondremos en camino por carretera a media tarde. Hay posibilidades de que lleguemos a Missoula esta noche. Vosotros podéis quedaros aquí, ver una peli, lo que sea. Evitad que os detengan o hacer cualquier cosa que pueda llamar la atención sobre vuestro complejo estatus de inmigración.
—Quiero ir contigo —dijo Yuxia.
—No hay suficiente sitio en el helicóptero.
—El folleto dice que puede llevar cuatro pasajeros —dijo Yuxia, y se sacó otro ejemplar del mismo folleto del bolsillo de la chaqueta.
Durante el embarazoso silencio que se produjo a continuación, Seamus alzó la cabeza y vio que Csongor y Marlon lo miraban expectantes. El gofre parecía haber quedado olvidado.
—El grande puede llevar a cuatro —admitió Seamus—. Yo le había echado el ojo al pequeño.
—¿Qué es exactamente lo que piensas hacer? —preguntó Csongor.
—Sobrevolar la zona en la que estoy interesado. Sacar fotos. Captar una impresión general.
—¿Y en qué impediría eso que nosotros vayamos en el mismo helicóptero? —quiso saber Marlon.
Seamus se encogió de hombros.
—Tal vez en nada.
—¿Nos estás mintiendo? —preguntó Yuxia.
—¿Por qué iba a mentiros?
La máquina de gofres volvió a pitar.
—Actúas de forma rara —dijo Yuxia—. ¿Esperas, no sé, aterrizar y luchar con Jones?
—No, no voy a tener que luchar con Jones. No se trata de eso.
—Bien, porque si ese es tu plan, deberías avisar al piloto.
—¡SU GOFRE ESTÁ YA HECHO! —gritó un cliente molesto desde el otro lado de la sala.
Yuxia apartó a Seamus de un codazo, descubrió cómo abrir la plancha de hierro, y depositó su humeante contenido en un plato. El pitido cesó.
Csongor quiso intentarlo ahora. Cogió un recipiente de masa líquida y vertió el contenido en el aparato y observó asombrado cómo se infiltraba en los valles entre los surcos.
—Naturalmente —dijo Seamus—, si creyera que existe alguna posibilidad de entablar combate con los yihadistas, sería conveniente que se lo dijera al piloto.
—¡Muy conveniente! —coincidió Yuxia.
—Así que es totalmente seguro —dijo Csongor.
—Tan seguro como jamás será volar en helicóptero —reconoció Seamus. No creía una palabra de todo eso, pero lo habían acorralado.
—Pero si nos quedamos aquí, existe la posibilidad de que nos metamos en líos —señaló Csongor—. Eres responsable de nosotros.
—Ay, sí.
—Si el helicóptero se estropea, y te quedas atrapado en el norte, entonces nosotros estaremos aquí sin las llaves del coche, sin hotel, sin documentos...
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Seamus—. Podéis venir conmigo y contemplar los árboles desde las alturas toda la mañana.
Richard había visto esa navaja y su funda antes. Estaba seguro de que era la que Chet llevaba siempre en su cinturón.
Estaba a un par de metros de él. Cuando terminó de vaciar los intestinos, se inclinó hacia delante hasta quedar arrodillado, luego a cuatro patas, extendió los brazos y la recogió del suelo con las yemas de los dedos. Entonces volvió a ponerse en cuclillas. Dejó la navaja multiusos en el suelo junto a su pie, y luego cogió la bolsa de plástico que contenía el rollo de papel higiénico y la abrió.
Pudo oír a algunos de los otros yihadistas salir de sus tiendas en el campamento, a unos cincuenta metros de distancia. Si se comportaban como de costumbre, comenzarían el día calculando la dirección de La Meca, y luego arrodillándose a rezar.
Cuando terminó de usar el papel higiénico, volvió a guardar el rollo en la bolsa de plástico. Con una mano agitó y sacudió la bolsa, haciendo ruido con el que esperaba cubrir el sonido del velcro de la funda de la Leatherman, pues usaba la otra mano para abrirla. Sacó la navaja y la manipuló hasta convertirla en unas tenazas con cortadores de alambre que se encargarían de las correíllas de plástico produciendo un sonido característico, un nítido chasquido que Jabari sin duda reconocería si lo escuchaba. El rugido de las Cataratas Americanas y los rápidos corriente abajo podrían cubrir parte de ese sonido, pero Richard tuvo cuidado en cortar las correíllas con el mínimo de fuerza requerida, serrando el plástico en vez de cortarlo de golpe. Solo quitó las ataduras que unían sus tobillos y las de sus muñecas, dejando en su sitio las que servían como esposas.
Cerró entonces la herramienta multiusos y estaba a punto de guardársela en el bolsillo cuando advirtió que un cuchillo le vendría bien. El artilugio tenía varias hojas externas, limas, escofinas. Richard encontró la que tenía la hoja más afilada y más tradicionalmente parecida a una navaja y la abrió hasta que un chasquido anunció que estaba encajada.
La dejó en el suelo, se medio levantó, se subió los pantalones y se abrochó el cinturón. Todavía en cuclillas, recogió la navaja y empezó a caminar por el espacio relativamente despejado que corría a lo largo de la base del acantilado. Hasta ahora no se había molestado en alzar la cabeza porque sabía que solo vería un saliente a varios metros por encima. Pero al avanzar por la base del acantilado encontró una zona donde el saliente retrocedía, y en ese momento alzó la cabeza, esperando ver la cara de Chet mirándolo.
En cambio, vio una mata de pelo negro asomando bajo una gorra de lana.
Tardó unos instantes en comprender que la persona a la que estaba mirando era Zula.
Ella extendió un brazo y señaló, llamando su atención sobre algo a sus espaldas: Jabari, que venía a investigar.
Richard volvió a mirar hacia atrás y la vio haciendo señas frenéticamente, diciéndole que continuara avanzando por la base del acantilado. Ella había empezado a moverse en esa dirección, exhortándolo con sus gestos a seguirla.
Hasta ahora Richard se había movido despacio, para ocultar el hecho de que se había quitado las trabas. Pero Jabari se acercaba al lugar donde había cagado y vería las correíllas cortadas muy pronto. Richard echó a correr.
Momento después comprendió que Jabari venía a por él.
Era difícil correr, echarle un ojo a Jabari, y al mismo tiempo mirar hacia arriba, donde estaba Zula. Pero en un momento determinado advirtió que ella extendía las dos manos, indicándole que se detuviera.
Lo cual no tenía sentido. ¿Por qué quería que se parara?
Miró hacia atrás y vio a Jabari mucho más cerca de lo que esperaba. El egipcio había sacado una pistola semiautomática pero no apuntaba todavía con ella: seguía usando ambas manos para apartar los matorrales que impedían su avance.
Richard alzó de nuevo la cabeza y vio a Zula en el mismo borde del acantilado con un puñado de palos en los brazos. Los lanzó al espacio.
Jabari salió de los matorrales. Estaba a unos tres metros de Richard, mirándolo de arriba abajo, asombrado de que se hubiera quitado las correíllas.
Richard miró de nuevo hacia arriba y vio una extraña construcción desplegándose: dos finas líneas de cuerda de paracaídas con palos entrelazados a intervalos regulares.
Una escala de cuerda.
Jabari la había visto también. Parecía solo ligeramente más aturdido que Richard.
La escala estaba enrollada y empezó a caer y desenrollarse en una maraña. El peldaño central era el más largo y pesado de todos, y su peso ayudaba a que todo el rollo cayera y se mantuviera recto. Richard comprendió que caía hacia su cabeza, así que se apretó contra la pared del acantilado, permitiendo que cayera delante de él.