—¿Tu tío vive en una estación de esquí?
—Parte del tiempo.
—¿Tienes mucha familia en Columbia Británica?
Ella volvió a negar con la cabeza.
—En Iowa. Él es la oveja negra de la familia.
—Yo pensaba que la oveja negra eras tú.
Zula no pudo reprimir un leve atisbo de sonrisa.
A Jones le encantó.
A Zula no le hizo gracia. Le molestó que él hubiera jugado la carta de su color tan pronto y que todavía funcionara con ella.
¿Cómo podía haber adivinado que era adoptada? Ser de Iowa era claramente una pista. Eso, y su acento.
—Así que las dos ovejas negras se entretienen mientras Peter practica snowboard. ¿Es ahí donde todo se volvió loco?
—No. Ahí es donde empezó.
—¿Cómo empezó?
—Un hombre entró en el bar.
—Ah, sí. Un montón de buenas historias empiezan así. Por favor, continúa.
Y Zula continuó. Si Jones le hubiera dado tiempo para considerar sus opciones, para elaborar la estrategia y las tácticas de lo que debería o no debería divulgar, ¿habría hecho lo mismo? No podía saberlo. Empezó a relatar sus recuerdos de Wallace en la taberna, y el resto de la historia se fue desplegando, como la estela tras un barco. El señor Jones escuchó con atención al principio, pero a medida que avanzaba hasta el punto en que pudo deducir las conexiones por su cuenta, su mente se distrajo, y se puso cada vez más al teléfono.
Parecía entenderse bien en árabe, pero empezó a quedar claro que no era su lengua materna: hablaba despacio, deteniéndose y empezando ocasionalmente mientras elaboraba las frases, y de vez en cuando, mientras escuchaba al hombre al otro lado de la línea, una sonrisa de perplejidad asomaba a su rostro y a Zula le parecía que pedía clarificación.
Nada de lo cual parecía interponerse en su plan. La primera parte de la conversación había sido empezar y parar, con un montón de callejones sin salida para luego salir de ellos. O eso juzgaba Zula por el tono de voz y los gestos de Jones. Pero de repente, en los últimos minutos, el señor Jones y su interlocutor parecieron tener un plan a su gusto: finalmente él alzó los ojos del asiento que tenía delante y empezó a mirar alrededor animosamente y dejó de decir «De acuerdo» en sus frases.
Estaban en la curva oriental de la isla. Era la parte menos edificada, pero nadie podría confundirla con un espacio natural preservado. Parte de la carretera estaba construida sobre tierra recuperada al mar, por encima de un rompeolas, de modo que el agua quedaba justo bajo la ventanilla de Zula. En otras secciones, una ancha playa de arena se extendía entre la carretera y la orilla. De vez en cuando la carretera se internaba tierra adentro, cediendo la costa a un campo de golf o un complejo residencial. Llevaban largo rato rodeando la isla: Zula no tenía reloj, pero calculaba que debían de haber pasado al menos dos horas. Ahora, a una orden del teléfono, el taxista dio media vuelta y empezó a dirigirse al norte, hacia el tramo oriental de la isla.
—Oh, Dios mío —dijo Yuxia—, está dando la vuelta.
—¿Por qué hace eso? —preguntó Csongor retóricamente.
—Teme que lo estemos siguiendo —teorizó Marlon.
Pasaron junto al taxi, que había parado en un cruce en la mediana y estaba esperando una ocasión en el tráfico de cara. Sus ventanillas traseras eran tan oscuras que no pudieron ver nada a través de ellas. Pero el conductor era claramente visible, sujetando el volante con una mano y con un teléfono en la oreja. No les prestaba ninguna atención.
—¿Por qué habla por teléfono? —preguntó Yuxia, introduciendo la furgoneta en una abertura en el tráfico y pasando al carril izquierdo.
—Creo que estoy equivocado —dijo Marlon—. No me parece un tipo que piensa que lo están siguiendo.
Csongor, el forastero, fue el primero que se dio cuenta.
—No habla inglés —dijo—. Y Zula y el terrorista no hablan chino. Tienen a alguien al teléfono que está traduciendo.
Yuxia frenó con fuerza, provocando una tormenta de furiosos cláxones, y viró hacia el próximo cruce.
—Lo cual plantea la pregunta —continuó Csongor—, de quién está ayudando a ese tipo.
Una abertura en el tráfico se presentó fortuitamente, así que en vez de detenerse Yuxia viró hacia los carriles de frente y se internó en el arcén, esperó que unos cuantos coches pasaran, y luego aceleró. No habían perdido mucho terreno respecto al taxi, que había tenido peor suerte con el tráfico y en cualquier caso avanzaba de manera más conservadora. Pero si alguien miraba por aquellas ventanillas tintadas, le habría quedado ya claro que la cascada furgoneta los estaba siguiendo.
Marlon se encogió de hombros, diciéndole que la respuesta era obvia.
—Tiene amigos por aquí.
—Pero todos están muertos.
—No todos. Debe de haber otros. En otro edificio.
—¿Entonces por qué no van directamente a ese edificio? —preguntó Csongor—. ¿Por qué dar vueltas por la isla durante horas?
—¿Quería ver si lo seguían? —dijo Marlon—. Pero nosotros lo estamos siguiendo descaradamente y no se ha dado cuenta.
—No tan descaradamente —dijo la ofendida Yuxia, lanzando un breve intercambio de recriminaciones en mandarín.
—Ha estado organizando algo. Un tipo de canje o de bajada —dijo Csongor, acabando con la discusión—. Usa el asiento trasero del taxi como oficina.
—Mierda, tío —dijo Marlon—. Nunca tendría que haber subido a esta furgoneta.
—¿Ahora sales con esas? —preguntó Yuxia, todavía un poco irritada con él.
—Dijiste que me ibas a llevar a dar un paseo —dijo Marlon, mirando a Csongor.
—Puedes bajarte cuando quieras.
Yuxia dijo algo en mandarín que pareció reforzar el ofrecimiento de Csongor con considerable vigor.
—En serio —dijo Csongor—, me has salvado la vida, eso es suficiente por un día.
—¿Quién me salvó la mía? —preguntó Marlon—. ¿La mía y la de mis amigos?
Csongor se volvió a mirarlo con curiosidad.
—Conectando y desconectando la corriente. Avisándonos.
—Oh —dijo Csongor. En medio de tantas otras cosas, se había olvidado de este detalle—. Fue Zula.
Asintió en dirección al taxi, a unos doscientos metros por delante.
—Y por eso el hombretón, Ivanov, estaba tan furioso —dedujo Marlon—. Porque sabía que Zula había estropeado su plan para matarnos.
—Sí.
—Comprendo —asintió Marlon, luego inspiró profundamente y empezó a frotarse la barbilla lampiña, ausente. Por fin, llegó a algún tipo de decisión y se irguió en el asiento—. No he hecho nada malo hoy. Los policías no pueden acusarme de nada.
—Excepto de REAMDE —le recordó Csongor.
—Por eso ya estoy jodido —dijo Marlon—. Pero es poca cosa comparada con todo esto. Así que iré con vosotros un poco más y veré qué pasa.
—Pues claro que sí —dijo Csongor.
Cada vez que la vista era buena, el señor Jones contemplaba el agua. Zula trató de seguir su mirada. Pero no había mucho que ver. Directamente al otro lado de un angosto estrecho, tan cerca que un buen nadador podría haberlo cubierto en un par de horas, se encontraba la más pequeña de las dos islas taiwanesas. Tal vez eso explicaba lo despoblado de la costa, y la falta de tráfico de barcos. Durante unos pocos minutos, su trayectoria los desvió de aquel fragmento de territorio extranjero. Una masa de tierra más grande y edificada apareció a su derecha, y empezaron a ver más tráfico marítimo, ya que el agua a su derecha era ahora un estrecho de un kilómetro y medio de ancho, entre Xiamen y otra parte de la República Popular. La carretera se desviaba de la costa para dejar sitio a un puerto de contenedores construido en una zona ganada al mar, indiferenciable, para Zula, de las mismas instalaciones de Harbor Island en Seattle, con equipos similares y los mismos nombres grabados en los contenedores. Una serie de enormes complejos de apartamentos los acompañaron tierra adentro. Entonces el mar acudió a saludar de nuevo la carretera, y todo el tráfico se encarriló a un complejo de calzada elevada y un puente que ya habían cruzado varias veces hoy; llegaba hasta una caleta, un brazo de mar que penetraba el círculo que era la isla y se perdía en su interior.
Al mirar en perpendicular por la ventanilla mientras cruzaban el puente, el señor Jones vio algo. Parecía estar concentrándose en un típico barquito chino que se había separado del tráfico marítimo y pasaba bajo el puente para entrar en la caleta: un largo zapato plano en el agua, con una cabina de piloto en lo alto, hacia la popa, el cargamento apilado en la parte delantera de la cubierta. Un hombre se había subido a la carga y estaba de pie con los codos proyectados a ambos lados de la cabeza; Zula advirtió que los estaba mirando con unos binoculares. Bajó los codos e hizo un gesto que ella pudo reconocer como sacar un teléfono y llevárselo a la cabeza.
El teléfono del señor Jones sonó. Lo atendió y escuchó unos momentos. Sus ojos se dirigieron a la nuca del taxista. Tras escuchar una larga perorata del hombre del barco, dijo: «De acuerdo», y le tendió de nuevo el teléfono al conductor.
Salieron de la carretera de circunvalación en la siguiente oportunidad.
—Un barco —dijo Yuxia, retirando el pie del acelerador y disponiéndose a tomar la salida—. Van a subir a un barco. Eso lo explica todo.
—¡No los sigas tan de cerca! —la reprendió Marlon.
—No importa —dijo Csongor—. Ni siquiera están mirando. Pensad. Todos los rusos han muerto. Y si los policías los estuvieran persiguiendo, habrían sido arrestados hace rato, ¿no? El hecho de que no hayan sido arrestados demuestra que nadie los está siguiendo.
—Pero pronto será obvio —insistió Marlon, y sabemos que el negro tiene una pistola, y si tiene amigos en un barco, probablemente tendrán armas también.
Y miró nervioso la pistola que Csongor había dejado descargada en el asiento de la furgoneta.
¿Estaba nervioso porque estaba allí?
¿O porque Csongor no la había cargado todavía?
Era una pregunta que Csongor tenía que empezar a hacerse a sí mismo.
El taxi avanzó cien metros por una carretera de cuatro carriles que parecía haber sido construida para nada en concreto, ya que se extendía sobre tierra ganada al mar, perfectamente llana, solo a unos pocos pal-mos sobre el nivel del agua, y completamente yerma: cieno que había sido traído del estrecho y estaba demasiado salado o contaminado para albergar vida. Pronto, sin embargo, giraron hacia una calle más pequeña que atravesaba una zona en desarrollo, trazada y esbozada pero todavía por realizar. Esto los conectó con la carretera que flanqueaba la costa de la caleta. Zula había perdido el sentido de la dirección con las últimas vueltas, pero ahora vio el puente que se extendía hasta la conexión de la cala con el mar, y que habían cruzado un minuto antes.
La caleta tenía un kilometro de ancho. Muelles y paseos diversos adornaban la costa, pero el tráfico marítimo era mínimo. Después de más discusiones al teléfono, el taxi volvió a un sistema de edificios que se estaban levantando junto a la costa, unidos por pasos elevados para peatones que se extendían sobre pilares en los bajíos. El complejo entero parecía estar en construcción, o quizás era un desarrollo urbanístico que había sido suspendido por falta de fondos. Cerca, un embarcadero ancho y recio, sembrado de palés vacíos, conectaba con la caleta. Jones extendió la mano libre sobre el asiento y utilizó la pistola como puntero, indicando al conductor que se dirigiera hacia allí. El taxi casi se detuvo, y el conductor, nervioso, expresó alguna objeción.
El señor Jones señaló una vez más, enfáticamente, y retiró la mano. Entonces, asegurándose de que el taxista pudiera verlo por el retrovisor, le quitó el seguro a la pistola y la apoyó sobre la rodilla, apuntando con ella directamente a la parte posterior del asiento y la espalda del conductor.
El taxista viró con cuidado hacia el embarcadero, que era lo bastante amplio para dar cabida a tres vehículos, y avanzó a paso de tortuga. El barco que traía a los amigos de Jones se dirigía hacia ellos, levantando una considerable estela de agua.
—Bien. Alto —dijo Jones.
Seguir al taxi ya no era necesario, ya que había llegado a un callejón sin salida en el embarcadero. Yuxia detuvo la furgoneta entre dos edificios, a unos doscientos metros de distancia, desde donde podían espiar semiocultos. Obviamente, el taxi estaba esperando algo, y obviamente ese algo tenía que ser un barco, y con diferencia el candidato más probable estaba allí delante en la caleta, avanzando a plena vista, transportando a varios pasajeros jóvenes que iban sospechosamente demasiado abrigados para el clima pegajoso y caliente de hoy.
Csongor soltó un gran suspiro que se convirtió en una risotada. Cogió la pistola semiautomática. Había dos cargadores. Se guardó uno en un bolsillo y metió el otro en la culata de la pistola hasta que el chasquido anunció que había encajado en su sitio.
Marlon y Yuxia lo observaban con atención.
—Hay una expresión inglesa: «novia cara de mantener» —observó Csongor—. No, desde luego, Zula no es mi novia. Probablemente no lo sería nunca, aunque no estuviera pasando nada de esto. ¿Y si fuera mi novia? ¡No sería nada cara de mantener! No es de ese tipo de chicas. Da igual. Dadas las circunstancias, hoy es la novia más cara de mantener desde Cleopatra.
Si su pistola funcionaba como la mayoría, tendría que hacer algo, como retirar la corredera, para colocar la primera bala del cargador recién instalado. Así lo hizo. La pistola cobró vida, lista para disparar.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Marlon, con admirable calma.
—Acercarme hasta allí, a menos que queráis llevarme, y matar a ese tipo —dijo Csongor. Extendió la mano hacia el tirador de la puerta e intentó abrir. Pero por los daños sufridos antes, no cedió fácilmente. Antes de que pudiera abrirla, Yuxia arrancó el motor, dio marcha atrás, y empezó a salir del lugar donde se habían escondido.
—Yo te llevo —dijo, aunque Csongor sospechó que solo intentaba complicar las cosas. Y, en efecto, lo siguiente que dijo fue—: ¿Por qué no llamamos a la OSP?
—Hazlo si quieres —dijo Csongor—, pero entonces me pasaré un montón de tiempo en una cárcel china.
—Pero tú eres un buen tipo —dijo Yuxia bruscamente.
Marlon hizo una mueca y, en mandarín, le explicó a Yuxia (según dedujo Csongor) la efectividad del sistema judicial chino para distinguir adecuadamente entre buenos y malos en las mejores circunstancias, por no decir nada donde el bueno era extranjero, estaba ilegalmente en el país, tenía conexiones con gánsteres extranjeros asesinos y sus pisadas estaban por todo el sótano de un piso franco terrorista desplomado y sus huellas en un montón de armas y fajos de dinero. O eso supuso Csongor; pero hacia el final de esta disquisición Marlon también empezó a señalarse a sí mismo, sugiriendo que el tema había pasado ahora a su propia culpabilidad. Y, por si eso no fuera bastante, señaló con un dedo o dos a Yuxia también. Pues durante el recorrido por la carretera de circunvalación, Yuxia había contado la historia de cómo había esposado a un pobre cerrajero al volante, mientras le decía un montón de mentiras al policía del barrio.