Cosa que tenía intención de hacer. Solo un cuarto de la lata grande bastaba para llenar la bombona. El resto quedaba para otros usos.
Primero tuvo cuidado de volver a colocar el tapón y guardar la bombona en la mochila. Luego cogió un par de cerillas que había guardado antes y las sostuvo con la boca. Se levantó y se echó la mochila a la espalda. Durante todas esas acciones, había encontrado una vieja linterna con las pilas casi agotadas, así que la dejó en el suelo, apuntando al techo, encendida. Eso le permitió apagar su propia linterna. Con la lata de combustible en una mano, subió las escaleras lo más rápido que pudo sin hacer mucho ruido. Que Ershut la persiguiera por el Schloss sería malo, y quedarse acorralada en el sótano sería peor, pero ser capturada en medio de la escalera era lo peor que podía ocurrírsele.
Se detuvo al llegar arriba, horrorizada un momento por el desagradable pensamiento de que Ershut podría estar al otro lado de la puerta, esperándola. Eso fue más que suficiente para que tanteara por encima del hombro y comprobara que el mango del gran cuchillo de cocinero estaba allí donde podía agarrarlo.
Esperó en la oscuridad hasta estar segura de que oía un estruendo lejano: probablemente Ershut abriendo de una patada una puerta en el ala de invitados.
Abrió la puerta y esperó algún tipo de desastre, o al menos movimiento cercano: pero el lugar estaba tranquilo a excepción del eco de otra puerta abierta a patadas.
Avanzó a tiendas dos esquinas y entró en la taberna. Guiándose por el leve brillo rojo de la linterna a través de la carne de su mano, encontró el camino al comedor y de allí a la sala dominada por la barra y el televisor y los cómodos sofás y los sillones. Un puñado de bolsas vacías de patatas y latas de refresco le dijeron dónde estaba su tío en el momento en que Jones vino a hacerle una visita.
Odiaba hacerlo, porque sabía cuánto amaba este lugar el tío Richard. Pero la gomaespuma de este mueble ardería mejor que ninguna otra cosa, cuando prendiera. Roció el gasoil por todo el sofá y los brazos de los sillones adyacentes, y luego vació el resto en un charco en el suelo.
Antes de encender la cerilla, se acercó a una ventana desde la que podía ver la zona norte de la propiedad y comprobó sus sospechas de que Jahandar (o al menos alguien con una linterna) estaba allí apostado, justo en mitad de la carretera, en el lugar donde empezaba a descender hacia la presa.
Ershut seguía dejando claro dónde se hallaba. No estaba cerca de ella.
Se sacó una cerrilla de la boca, la encendió, y la arrojó. Demasiado rápido, pues falló el objetivo y se apagó en la alfombra. La segunda prendió y las llamas se extendieron con sorprendente efecto, cegando sus ojos aclimatados a la noche. Para Jahandar o cualquiera que estuviese en la carretera, sería tan brillante como el amanecer, incluso con las persianas echadas. Parecía desaconsejable salir por una puerta que estuviera cerca, así que dio un rodeo hasta el ala de invitados, donde no parecía estar Ershut. Esta era solo un largo pasillo recto que apuntaba al sur, flanqueado por puertas de habitaciones de invitados a ambos lados. Moviéndose lo más rápido que pudo con la pesada mochila a la espalda, fue derecha al fondo, atravesó la salida de emergencia (combatiendo una ridícula sensación de vergüenza de niña buena porque nunca debía usarse excepto en una emergencia real) y se encaminó lo más directamente que pudo en dirección al escondite más cercano: la línea del bosque a lo largo de las orillas del Blue Fork, a unos treinta metros de distancia.
Le resultó sorprendentemente fácil ver por dónde iba sin la ayuda de la linterna y pensó durante un segundo que era debido al gran incendio que asomaba por las ventanas de la taberna. Entonces comprendió que el cielo empezaba a iluminarse por el este. Quien había escrito aquello de «la hora más oscura es antes del amanecer» al parecer no había pasado mucho tiempo en el Noroeste, donde, durante horas antes de llegar al horizonte, el sol esparcía una vaga luz azul por debajo de la omnipresente capa de nubes.
Un timbre empezó a sonar, asustando su corazón de loca niña buena mientras se preguntaba si lo había causado ella misma al usar la salida de emergencia. No era un timbre eléctrico. Sonaba como una pieza de metal de verdad golpeada por un percutor. El sonido era intermitente y vacilante, como si el artilugio que lo impulsaba estuviera en las últimas. Pese a todo, se transmitió claramente por el aire tranquilo del valle.
La silueta de un hombre fornido (Ershut) se recortó contra las brillantes ventanas de la taberna mientras corría delante de ellas. Había salido al exterior cuando advirtió que el edificio estaba ardiendo. Se dirigía hacia la fachada, con intención, supuso ella, de llegar a la fuente del ruido. Lo perdió en la oscuridad. Entonces Zula volvió la mirada hacia las ventanas y advirtió un dramático descenso en la intensidad de la luz.
Los aspersores debían de haber entrado en acción dentro de la taberna. Estaban conectados a algún tipo de aparato en la parte delantera del edificio; el agua que corría por las tuberías de los aspersores hacía girar una ruedecita que golpeaba el timbre, haciendo sonar la alarma aunque no hubiera energía eléctrica.
Las grandes ventanas de la taberna empezaron a explotar: alguien las atacaba con una maza o la culata de un rifle, venteando humo. Tenues llamaradas de luz naranja brillaban en los sitios que no cubría el sistema de aspersores. Unos minutos más tarde Zula escuchó el siseo rugiente de un extintor que funcionaba con breves estallidos y vio que esos pequeños incendios eran apagados uno a uno. El timbre siguió sonando incluso después de que el fuego hubiera sido extinguido, y continuaría hasta que el sistema se quedara sin agua o fuera desconectado cerrando una válvula en alguna parte.
Zula había hecho esas apreciaciones mientras se movía furtivamente a través de la espesura, ascendiendo las laderas que daban al norte para poder ver el Schloss. El cielo era apreciablemente más claro. Cuando llegó, no pudo ver nada más que tenues reflejos de la luz de la luna en los tejados, y los puntos de luz de las linternas, pero ya podía ver todo el complejo, aunque de un débil gris sobre gris, y podía ver a Ershut y Jahandar moviéndose de un lado a otro aunque no estaban usando sus linternas.
Todo lo cual iba a su favor pero le decía que era mejor que se internara más en el bosque antes de que hubiera suficiente luz para que la localizaran con facilidad.
Retrocedió otros cien metros, preocupada por la cantidad de ruido que hacía mientras se movía con la gruesa mochila entre los matorrales. Entonces se dio la vuelta y miró atrás, ya que había captado luces brillantes en su visión periférica.
Un coche bajaba por la carretera, acercándose a la presa. Le emocionó verlo y luego se horrorizó ante la certeza de que quien estuviera dentro iba a ser tiroteado.
Sin embargo, Jahandar se acercó, agitando los brazos y haciendo que el coche se detuviera en el extremo de la presa. Llevaba el rifle colgado al hombro. Se puso a charlar con el conductor.
Debía de ser el equipo de apoyo. Dos días antes, debieron de llevarse la caravana a Elphinstone para dejarla aparcada en un camping o algo por el estilo. Cuando Zula escapó, Jahandar o Ershut debieron de contactar con ellos por teléfono o walkie talkie para decirles que acudieran rápido. Las puertas traseras del coche se abrieron y un hombre salió de cada lado, arrastrando una bolsa que se cargaron a la espalda.
Después de unos minutos más de conversación, el coche volvió a ponerse en marcha, dio media vuelta y regresó a Elphinstone.
Oyó un chasquido tras ella: el crujido de una rama.
Se volvió para ver a Sayed que se acercaba, a unos tres metros de distancia.
La estaba mirando directamente. En los pies llevaba puestas las Crocs rosas que ella había dejado en el campamento. Se movía con torpeza debido a las zapatillas y porque tenía las manos ocupadas con una escopeta de corredera.
Los movimientos de Zula no eran menos torpes. Pero sabía que tenía que permanecer alejada del alcance de esa arma, y por eso retrocedió. Al comprender que lo había visto, él avivó el paso y empezó a vacilar, agitó el arma peligrosamente a su alrededor, cayó de rodillas cuando las Crocs resbalaron en el empinado terreno, maldiciendo y dejando escapar pequeñas exclamaciones cuando las ramas lo golpearon en la cara.
Las correas de la mochila tiraron violentamente de sus hombros. Zula pensó que había tropezado con un árbol, que sus ramas se habían enganchado en la mochila, trató de volverse.
Pero cayó de bruces. Extendió las manos en un intento por impedir la caída, pero las palmas le resbalaron y acabó despatarrada en el suelo. Sintió en la espalda el peso de la mochila. Un momento después, sintió un peso mucho más grande. Un peso que se movía.
—¡La tengo! —dijo Zakir. Su voz sonaba encima de ella: estaba arrodillado sobre la mochila o algo. Pero entonces hubo un súbito y violento movimiento y todo su peso se cernió sobre ella con una fuerza que bien podría haberle roto las costillas. Ciertamente, la estaba dejando sin aire en los pulmones.
—Puta, ¿qué tal sienta estar muerta? —le preguntó.
Ella solo podía hacer un movimiento, lo que hizo que la elección fuera mucho más fácil.
Doblando bruscamente el codo, llevó la mano derecha al hombro izquierdo, tanteó hacia arriba un par de pulgadas, encontró los mangos de los cuchillos, cogió el grande. El peso de Zakir casi lo inmovilizaba, pero ella lo liberó con un movimiento convulsivo. Entonces, sin solución de continuidad, invirtió el movimiento y apuñaló hacia atrás, apuntando al sonido de su voz.
Él se atragantó con su propio grito y rodó apartándose. Mientras se movía, ella sintió el mango del cuchillo retorcerse en su mano. Lo sujetó con fuerza, tiró, sintió el chorro de sangre. Plantó ambas manos en el suelo y se puso a cuatro patas, luego rodó para apartarse y terminó sentada de culo.
Zakir estaba arrodillado en el suelo con ambas manos sobre la boca. Sus antebrazos se teñían de rojo. La sangre empezaba a correr por un codo, luego por el otro.
Ella oyó una exclamación. No de Zakir, que había perdido la capacidad de hablar. Alzó la cabeza y vio a Sayed allí de pie con sus Crocs, a tres metros de distancia, sujetando flácidamente la escopeta en sus manos, mirando horrorizado a Zakir.
En ese momento estaba definitivamente dentro del alcance de aquella escopeta. Llevaba a la espalda la mitad de su propio peso, y estaba sentada, inmovilizada por la mochila.
Por primera vez en mucho tiempo no tuvo ninguna idea concreta de qué hacer. Estaba cansada de elaborar ideas.
Sayed y ella se miraron mutuamente unos instantes. Él le miró la mano y vio el cuchillo ensangrentado.
Posiblemente quería ir en ayuda de Zakir, que estaba desplomado contra un árbol, desmoronándose mientras se quedaba sin sangre y sin aire. Pero no quería ponerse al alcance de aquel cuchillo. Debería hacerla volar por los aires con la escopetea. Pero no era capaz de hacerlo.
Así que estaban en tablas.
Algo cruzó el aire tras él. Una especie de ave, excepto que pesaba tanto como Zula. Pero la calidad de su movimiento (una combinación extraña y casi sobrenatural de velocidad y silencio) era ajena a la de las aves.
Sayed cayó de cara como si hubiera sido atropellado por un coche. La escopeta salió volando de sus manos y rebotó en el suelo y resbaló hacia Zula.
Ella se centró tanto en ese detalle que no vio nada más hasta que liberó los brazos de las correas de la mochila y se lanzó a recoger el arma de la gruesa capa de hojas y viejas agujas de pino marrones donde había acabado por posarse.
Entonces alzó la cabeza y se encontró ante el dorado rostro de un felino enorme que la miraba desde unos dos metros de distancia. El animal tenía sangre en los colmillos. Había plantado ambas patas en la espalda de Sayed; cada una de sus garras estaba metida en un disco de sangre que se extendía. Pero la mayor parte de la sangre procedía del cuello de Sayed, que había sido destruido: el animal lo había abatido de un salto, y lo había mordido hasta la cervical, en el mismo instante.
Zula recordó que tenía una escopeta en las manos. Apuntó con ella al puma. Pues su mente, pasando tardíamente al análisis taxonómico animal, lo había identificado como tal. El mismo puma, sin duda, que había estado acechando la pasada noche el campamento y había atacado a los mapaches. Se preguntó si Sayed habría tenido la presencia de ánimo de cargar una bala y quitar el seguro. Tiró hacia atrás con la mano derecha, vio el brillo amarillo del cartucho en la recámara, la cerró. Miró de nuevo al puma. Encontró el seguro con el pulgar, miró y vio que estaba puesto, lo empujó hacia arriba hasta que apareció un punto rojo. Rojo, estás muerto. Miró de nuevo al puma. No hacía ningún esfuerzo por atacarla, pero estaba decididamente prestándole atención, rugiendo, dejando claro que no la quería allí.
Estaba defendiendo su presa.
Sujetando la escopeta con la mano derecha, apuntando al puma, Zula se agachó, metió el brazo izquierdo por una de las correas de la mochila, y se echó la carga a la espalda. Esto irritó al puma, que se puso a rugir y a amagar. Pero Zula retrocedía claramente ahora, aumentando la distancia.
Algo la cogió por la rodilla. Ella vio con horror que era la zarpa ensangrentada de Zakir, intentando no tanto detenerla como implorarle ayuda. Se zafó de él y se apartó. Hasta que no estuvo a treinta metros de distancia no se echó bien al hombro la mochila y se abrochó el cinturón de la cadera.
Su sentido del oído se había embotado durante todo el incidente, pero cuando volvió a la normalidad, advirtió que Ershut o alguien más parecían haberse encargado de la alarma. Todavía un leve sonidito repicante, pero la campana ya no sonaba y probablemente no podría oírse a mas de unos cientos de metros de distancia.
Eso hizo posible oír dos sonidos que antes habían quedado oscurecidos por el tintineo del timbre. Uno, tras Zula, era Zakir gritando. Al parecer había conseguido volver a encontrar la voz. Sus gritos tenían un sonido borboteante e incompleto. El otro era un motor que venía por la carretera desde la dirección de Elphinstone.
Zula estaba bastante segura de que era una Harley Davidson.
Chet venía. Había oído la alarma de incendios y subía a ver qué sucedía.
Zula lo había atraído aquí al iniciar el incendio, y ahora iban a matarlo.