Era lo de rezar a cambio de resultados lo que no le encajaba. ¿Desde cuándo tenía ella voz y voto? El barco iría adonde ellos quisieran.
Y podría ir a cualquier parte. Eso estaba claro. Los barcos de pesca servían para salir al mar, a aguas internacionales. Zula no tenía ningún mapa, pero sí una vaga idea de que este barco podía llevarlos a cualquier parte del Sudeste Asiático en unos cuantos días. Ese tenía que ser el plan de Jones.
La quincalla de la puerta empezó a sonar de nuevo. La escotilla se abrió y Jones entró. Cerró la escotilla tras él, se sentó luego con las piernas cruzadas sobre la alfombra, apoyando la cabeza contra un mamparo de acero. Ella permaneció sentada en el borde del camastro.
—Háblame del jet.
—Vinieron desde Toronto.
—Eso ya lo sé. ¿Dónde está el jet ahora?
—Estás de mal genio esta noche.
Él la miró con dureza.
—La adrenalina se ha agotado —dijo—. Diez de mis camaradas han muerto hoy. Creo que la mitad de ellos gracias a tu amigo Sokolov. Había una muralla de fuego en mi apartamento. Él estaba atrapado dentro. No había salida. Mató a uno de mis hombres para conseguir su rifle y luego disparó a través de las llamas. Alcanzó en la cabeza a varios de mis compañeros. Me jode bastante.
—¿Cuántos hombres de Sokolov sobrevivieron?
—Ninguno.
—¿Entonces?
—En las horas posteriores a algo así, tienes un subidón. Cuando se pasa... bueno, es el momento en que los cristianos van y se emborrachan.
—¿Y qué hacen los musulmanes?
—Rezan sus oraciones y sueñan con vengarse.
—Bueno, no tengo ni idea de dónde pueda estar Sokolov, ni siquiera si está vivo.
—Está vivo —dijo Jones—. No te pido que me digas dónde está. Reconozco que no puedes saberlo. Te estoy preguntando por el avión.
—Y yo estoy pensando en voz alta —respondió Zula—. No creo que fuera propiedad de Ivanov. Creo que lo alquiló.
—¿Y en qué te basas para eso?
—Algunos de los otros parecían sorprendidos por sus acciones. Como si lo que estaba haciendo fuera pasarse de la raya.
—Estoy dispuesto a creer eso —dijo Jones, y Zula se animó al oírle decir algo positivo—. No me importa cuánto dinero tienen esos rusos, no pueden ir por el mundo viajando en jets privados como cosa rutinaria.
—Bueno, yo no sé nada de ese mundo. Crecí en una granja en Iowa. Pero he oído que aunque no seas dueño de uno de esos jets, puedes alquilarlo. Creo que es lo que hizo Ivanov.
—¿Está en el aeropuerto de Xiamen?
—No tengo ni idea. Lo vi allí por última vez.
—¿Los pilotos?
—Los dejamos en el Hyatt, cerca del aeropuerto.
—Llevas tres días en Xiamen.
—Este es el final del tercer día entero —dijo Zula.
—¿Te enteraste por Ivanov o por Sokolov de cuál era el plan para hoy? ¿Aparte de coger a los hackers?
—Nos dijeron que sacáramos todas las cosas del piso franco.
—Así que el plan era marcharse. Salir de aquí volando hoy.
Zula se encogió de hombros, dejando saber a Jones que no tenía ganas de especular.
—Sigue allí —dijo Jones—. El avión sigue allí.
—No tengo forma de saberlo.
—Cuenta con ello. Lo más caro en la aviación es el combustible. Todo lo demás es una minucia en comparación. Es absolutamente imposible que ese avión se marchara y volara a otro sitio durante tres días, solo por ahorrarse la factura del hotel de los pilotos. No. Créeme, los pilotos llevan todo el tiempo en el Hyatt, viendo pornografía y acabando con el minibar, y probablemente les han dicho que estén preparados para partir hoy. Probablemente estarán sentados allí ahora mismo preguntándose cuándo demonios va a aparecer Ivanov.
Zula se contentó con dejar hablar a Jones. No veía que nada de esto fuera relevante para ella.
—Pero Ivanov no va a aparecer, porque yo lo maté —continuó Jones.
Se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro, pensando. El camarote era tan pequeño que sus pasos se redujeron pronto a un irritado cambio de peso de un pie al otro. No quiso mirarla a los ojos. Estaba en la pista de una idea, intentando elaborar algo.
—De modo que, ¿cuáles serían sus órdenes, si el jefe no aparece? —continuó—. No pueden marcharse sin más. Tienen que esperarlo. Es todo lo que hacen esos tipos, sentarse y esperar a que sus amos chasqueen los dedos.
La idea que había empezado a gestarse en la cabeza de Jones era tan grande que Zula tardó el percibirla. Entonces tuvo que morderse la lengua antes de exclamar: «¡Quieres el jet!»
¿En qué estaba pensando? Necesitaría a los pilotos para que lo sacaran de aquí. Lo que significa que tenía que obtener poder sobre ellos de alguna manera.
Fue consciente, de pronto, de que Jones la miraba.
Zula intentó poner cara de esfinge. Pero supo que era demasiado tarde. Él había visto la verdad.
Menos de treinta minutos después de la conclusión de la charla en el apartamento de Olivia, Sokolov estaba de vuelta en el piso franco de la planta 43 del rascacielos.
Todo había desaparecido excepto la basura que habían dejado, y el ordenador que habían adquirido mientras estaban aquí. Cuando el consejo de Peter de no dejar esto atrás cayó en los oídos sordos de Ivanov, Peter había empezado a abrirle la carcasa para quitarle el disco duro, que pensaba llevarse consigo. Pero lo hizo demasiado despacio para el gusto de Ivanov y se vio interrumpido a la mitad.
Sokolov se vio de pronto ante una máquina desmantelada en parte, cuyo disco duro (un bloque de acero del tamaño de un sándwich) había sido desconectado pero no extraído físicamente de la carcasa. Volver a conectarlo fue estúpidamente sencillo, ya que los contactos solo encajaban en los enchufes de una forma. Reinició la máquina y se encendió con normalidad. Internet parecía funcionar, pero no navegó, ya que casi todo lo que buscara podría alertar a la OSP. Olivia había escrito la URL de un popular chat chino donde ocasionalmente había conversaciones en inglés. La introdujo en la barra de direcciones y visitó la página y navegó por el chat que le había dicho que buscara. Parecía muy tranquilo, y no vio ninguna de las frases en código que ella le había dicho que buscara. No era sorprendente, ya que probablemente ni siquiera había llegado al
wangba
todavía.
Lo que realmente tenía que hacer era dormir, para poder estar en plenitud mañana. Odiaba desperdiciar las horas de oscuridad, durante las cuales le resultaba más fácil moverse sin llamar demasiado la atención. Pero no había ningún motivo para ponerse en movimiento, nada que hacer. Recorrió de arriba abajo la
suite
de oficinas un par de veces, contemplando la galaxia de colores que se extendía debajo, las letras de neón que no sabía leer.
Ya sabía que a pesar de su inmenso cansancio no dormiría bien.
Su comando había sido eliminado hoy. Todos los hombres a sus órdenes habían muerto. Tenían esposas, madres, novias en Rusia que esperaban oír noticias suyas y no sabían, todavía, que los habían perdido para siempre. Había mantenido esto apartado de su mente hasta ahora, ya que pensar en ello era inútil. Llevaba mucho tiempo dirigiendo hombres, desde que lo ascendieron a cabo y le asignaron la responsabilidad de un pelotón. Dada la naturaleza de los lugares a los que lo habían enviado, las bajas fueron frecuentes y graves. Había escrito cartas a los hogares de aquellas madres y esposas en duelo. Había usado la misma cansada verborrea de cómo aquellos hombres habían caído mientras luchaban por la patria: algo difícil de sostener durante la invasión de Afganistán, algo más fácil en Chechenia.
Si tuviera aquí lápiz y papel, y las direcciones de los deudos, ¿qué mentiras reconfortantes escribiría? Estos hombres habían sido mercenarios que trabajaban para una oscura organización cuyo único motivo era el beneficio.
Igual que lo era él.
Aunque fuera posible instalar una sensación de lealtad personal hacia un cartel criminal organizado (cosa que, puestos a pensar, no debía ser tan difícil, ya que los hombres luchaban y morían por grupos así todo el tiempo) la cruda verdad era que esta no había sido una operación justificada, sino un colosal error, emprendida por un hombre que había defraudado a ese grupo y se había vuelto medio loco.
Incluso eso podía explicarse. Haría falta ser ingenioso a la hora de hacerlo, pero podía ser expresado de manera coherente, si llegaba el caso. Lo que nunca podría poner por escrito en una carta era el hecho de que se hubieran topado accidentalmente con una fábrica de bombas dirigida por una célula de yihadistas.
No era extraño que las autoridades chinas dijeran que había sido una explosión de gas. No es que estuvieran intentando encubrir nada. Era sencillamente una explicación mejor.
Si iba a decirles algo a los familiares, tendría que ser que habían muerto en una explosión de gas, o un accidente de coche, o algún otro de los azares de la guerra, sin sentido y aleatorio. Como los soldados americanos que murieron electrocutados mientras se duchaban en sus bases militares construidas de manera chapucera. ¿Quién escribió aquellas cartas?
Mientras caminaba de un lado a otro contemplando las luces veloces e intermitentes de la ciudad, vio que solo había un modo de hallarle sentido a toda esta situación, si «hallarle sentido» quería decir «llegar a la conclusión de que había que escribir cartas adecuadas a las madres de los hombres que habían muerto esta mañana». Y era cazar a Abdalá Jones y matarlo.
Se sentó en cuclillas, estirando los músculos cansados y doloridos de sus piernas de un modo que le dolió pero le sentó bien, y cruzó los codos sobre las rodillas y apoyó la barbilla en sus antebrazos y contempló China.
Lo tenía todo claro, excepto cómo salir de este país. Eso dependía de Olivia. Indefensa como una niña descalza, sola. Y sin embargo infinitamente más poderosa, más capaz que Sokolov en este contexto.
Había habido un momento extraño allí, hacia la conclusión de su entrevista, cuando ella insistió en que no podía quedarse en su apartamento. Un detalle extraño por su parte. Como si Sokolov hubiera esperado semejante invitación. Y sin embargo a ella le pareció importante dejarlo claro. ¿Por qué? Porque se sentía atraída hacia él, como él hacia ella, y era imperioso que se observaran los escrúpulos, que se siguieran las normas.
Hundió la barbilla, se dejó caer sobre el trasero, rodó, lanzó los brazos hacia atrás y dio una palmada contra el suelo alfombrado para evitar la caída, como en el SAMBO. No sería el peor lugar donde había dormido. Incluso mejor si se sacaba la Makarov de la cintura. Eso hizo, colocándola junto a su cabeza, y se sacó también el cargador de repuesto del bolsillo del pecho del traje de chaqueta y una linterna pequeña del bolsillo trasero del pantalón y lo puso todo junto. Se quitó los cordones de los zapatos de Jeremy Jeong. Pero en vez de quitárselos, decidió aprender de la lección de Olivia y dejárselos puestos sueltos, por si había alguna otra fuga de gas.
Pero el sueño no vino, ya que no podía dejar de pensar en lo vulnerable que sería si alguien entrara en el piso franco.
Se echó al hombro la CamelBak y entró en la sala de reuniones. La mesa grande estaba preparada para Internet, con un montón de cables grises sujetos con trabas de plástico debajo. Con un rápido trabajo con el cuchillo soltó unos metros de cable y se los echó a la espalda. Plantó una silla en medio de la mesa, se subió encima, extendió las manos y desplazó una placa del techo.
Encima de él, como recordaba, había un zigzagueante puntal de acero. Estaba fuera de su alcance, pero con un par de intentos pudo lanzar un extremo del cable a través y luego suministrar más cable hasta que el cabo suelto se dobló por su propio peso y quedó a su alcance. Tiró del cable y ató los extremos para formar un lazo que colgaba del agujero del techo hasta aproximadamente un metro de la superficie de la mesa.
Entonces colocó la silla en el suelo, se acostó en el centro de la mesa de reuniones, y durmió profundamente.
—El argumento a transmitir con esta pequeña demostración debería quedar claro para cualquiera con una pizca de imaginación. Y tú obviamente eres de ese tipo de chica. Así que yo, personalmente, lo considero una pérdida de tiempo. Pero mis colegas aquí presentes son poco sofisticados. Les gusta la concreción. No se fían de su capacidad para comunicarse a través de barreras culturales y lingüísticas.
Jones precedía a Zula bajando una escala de peldaños de hierro camino de la bodega del barco.
—Oh —añadió sonriente—, tal vez solo sean unos sádicos.
Zula volvió la cabeza y atisbó brevemente un espacio grande y pobremente iluminado con varios hombres dentro, y a Yuxia sentada en una silla en el centro. Sus instintos, claro, le dijeron que saliera de allí. Pero el lugarteniente de Jones (había descubierto que se llamaba Khalid) estaba tras ella en la escala, prácticamente pisándole las manos.
Los motores del barco habían arrancado hacía unos minutos, habían levado anclas, y se habían apartado de la atestada cala y se dirigían hacia la parte trasera de la isla, que parecía completamente despoblada, expuesta a las inclemencias del mar y sin bahía natural, por lo que probablemente no era apreciada. Aquí, entre cubiertas, los motores hacían un ruido ensordecedor. Pero cuando Zula llegó al último escalón y pisó el suelo, el sonido se redujo a un grave ralentí, suficiente para poder seguir avanzando y mantener el barco bajo control.
Habían atado las piernas de Yuxia por los tobillos y las rodillas, y tenía los brazos sujetos a la espalda.
Un miembro de la tripulación bajó por la escala detrás de Khalid, doblado bajo el peso de un cubo de plástico de veinticinco litros lleno hasta arriba de agua de mar. Buena parte se derramó mientras avanzaba por el camarote, pero cuando lo depositó en el suelo delante de Yuxia, seguía lleno hasta un par de pulgadas del borde.
—Alto —dijo Zula—, esto es totalmente...
—Innecesario. Sí. Acabo de decírtelo —respondió Jones—. Para ti y para mí, sí. Y para ella, desde luego. Pero parece enormemente importante para todos los demás.
Khalid se había colocado detrás de Yuxia, y durante un momento el panorama que se presentó antes los ojos de Zula pareció uno de esos granulosos vídeos tomados con webcam donde un rehén indefenso es decapitado.
Pero no era uno de esos casos. No exactamente.
—¡Tu amiga! —anunció Khalid, y asintió a los hombres que estaban a cada lado de Yuxia. Estos se dirigieron hacia ella y, con una muestra de torpeza e ineptitud que habría sido graciosa en otras circunstancias, consiguieron ponerla boca abajo, los pies al aire, la cabeza abajo, y después le metieron la cabeza dentro del cubo. El agua desplazada rebasó el borde y se derramó por el suelo.