La cremallera de la pequeña tienda ya estaba descorrida; se había encargado de eso antes. Solo después de tenerlo todo preparado extendió la mano y separó las portezuelas una fracción de pulgada para asomarse.
A la luz de la luna, pudo ver al menos a dos criaturas merodeando los restos de comida que había dejado. Por el ruido que hacían, supuso que eran oseznos. Pero se trataba solo de mapaches.
Vio ahora, demasiado tarde, que dejar la comida había sido un error. Había atraído a animales que eran lo bastante grandes para despertar a los hombres pero no lo suficiente para suponer una verdadera amenaza para ellos.
En cualquier caso, no podía quedarse allí agazapada en la entrada de la tienda. Tarde o temprano los hombres se despertarían. Salió de la tienda. El aire húmedo le heló las extremidades, pero sabía que pronto estaría sudando. Tratando de ignorar el frío, caminó en línea recta, moviéndose deliberadamente hacia la tienda que compartían Zakir y Sayed. Las botas de acampada del segundo (recién compradas en Walmart) estaban colocadas delante. Las recogió del suelo con un rápido movimiento con la mano (un movimiento que había ensayado mentalmente toda la noche) y se dio media vuelta. Se encaminó entonces hacia la tienda que compartían Ershut y Jahandar. Su intención era coger también sus botas y perderlas en el bosque. No le preocupaba tanto Zakir, pero le ayudaría enormemente dejar a esos dos descalzos.
Algo cruzó su visión a seis metros de distancia, gris oscuro moviéndose velozmente contra un gris más oscuro. Hubo un alboroto, luego un grito, como un bebé atropellado por un coche. Zula se detuvo. Dejar de moverse era una mala idea, pero su mente no funcionaba al nivel de las ideas.
Una especie de lucha estaba teniendo lugar, sacudiendo las paredes de la tienda de Ershut y Jahandar, revolcándose por el suelo, enviando por los aires ramas y basura.
Un mapache había sido atacado por otra criatura. Algo que lo había estado acechando.
Zula echó a correr.
Nunca sabría, ni le importó especialmente saberlo, en qué orden habían sucedido las cosas en el campamento. Ershut y Jahandar no podían haber seguido dormidos. Habrían salido de sus tiendas, las armas dispuestas, y se encontraron una especie de melé sacada de Wild Kingdom en progreso, o tal vez solo su sangrienta consecuencia. Sin saber que a cien metros de distancia Zula estaba sentada en el suelo, entre los árboles, calzándose las botas de Sayed. Su adrenalina bombearía como loca. Puede que se rieran al advertir que todo el alboroto no habían sido más que animales salvajes peleando en la noche. Tal vez esa risa despertó a Zahir y Sayed, si no estaban despiertos ya, y quizá Sayed miró alrededor y se dio cuenta de que sus botas habían desaparecido. O tal vez Ershut se acercó a la tienda de Zula con una linterna, miró dentro, y vio el engaño, o no.
Todo lo que sabía era que, quizás un cuarto de hora después de su marcha, empezaron a oscilar luces en la pendiente formada por el alud tras ella, siguiendo el sendero por el que Zula corría tan rápido como podía.
Corrió más rápido.
Una oleada de náusea se apoderó de ella, y tuvo que detenerse a vomitar. Le picaban las manos. No estaba absorbiendo suficiente oxígeno. Había corrido anaeróbicamente. No tuvo más remedio que continuar los tres kilómetros siguientes a paso más medido. Tras ella (a poco más de un kilómetro) podía ver una linterna oscilando rítmicamente mientras su propietario corría por el sendero. Eso le proporcionó una idea aproximada de cuánto tiempo tendría, cuando llegara al Schloss, para entrar y llamar a la policía. Ahora mismo era bastante favorable. Temblando un poco por la náusea pero sintiéndose mejor a medida que su corazón y sus pulmones se recuperaban de la pérdida de oxígeno, ganó velocidad hasta que consiguió el ritmo más veloz que creía ser capaz de mantener.
En su mente, la distancia del campamento al Schloss había aumentado cada hora que había pasado encadenada a aquel árbol, y por eso se sorprendió cuando vio uno de sus tejados a la luz de la luna. Había cubierto la distancia en muy poco tiempo. Cuando corrió el riesgo de reducir la velocidad un poco para poder mirar por encima del hombro, vio la luz tambaleante que todavía la perseguía, quizás un poco más cerca que la última vez, pero todavía a unos pocos minutos de distancia.
Probó con la puerta delantera solo para ver si estaba abierta, pero el tío Richard al parecer la había cerrado con llave al salir. No importaba. Había estado visualizando mentalmente el lugar y ya había decidido por dónde entrar. Dio la vuelta hasta el lado que daba a la presa, que era la parte menos escénica de la propiedad y por tanto donde habían situado cosas como los cobertizos y los aparcamientos. Las habitaciones que daban a ese lado solían ser salas de reuniones y oficinas. Cogió del suelo una piedra redonda, del tamaño de un meloncillo, puesta allí de adorno. Cargándola con las dos manos, corrió hacia la ventana de una oficina y la lanzó contra el cristal, que estalló con un ruido que debió de escucharse en Elphinstone. Se apoyó en un pie y usó el otro para apartar los añicos que sobresalían, luego metió la mano y abrió la ventana.
Unos momentos más tarde estaba dentro de la oficina, llevándose el teléfono al oído. No oyó nada.
Las luces tampoco funcionaban.
Toda la energía, todos los teléfonos, todas las conexiones a Internet estaban muertas.
Jones debía de haber cortado los cables cuando vino a visitar a Richard.
Un impulso muy poderoso la presionó entonces para que estallara en lágrimas, pero le dio la espalda, como si fuera un invitado no deseado en una fiesta, y trató de pensar.
Todo su plan se había basado en la suposición de que podría hacer una llamada telefónica desde aquí. O al menos disparar el sistema de alarma. Encender y apagar las luces. Era todo lo que necesitaba; llamar la atención de alguien en el valle. Chet era su mejor esperanza: vivía en una casita ocho kilómetros carretera abajo. En una noche tranquila tal vez fuera posible escuchar la alarma desde esa distancia.
Esta orilla del río (la orilla derecha) era infranqueable más allá de ese punto, debido a la Roca del Barón, que convertía la orilla en una muralla vertical de piedra azotada por agua helada en violento movimiento. Para llegar a Elphinstone tendría que cruzar la orilla izquierda a través de la presa, siguiendo la carretera que corría por encima. Desde allí tendría treinta kilómetros de mala carretera entre Elphinstone y ella. Jahandar (estaba segura de que el yihadista que corría veloz era él) estaba ya solo a corta distancia, y corría más rápido. Si Zula seguía la carretera, podría abatirla de un disparo, o simplemente alcanzarla y clavarle un cuchillo por la espalda.
Tendría que subirse a los árboles y esconderse.
Entonces sucederían dos cosas. Una, los yihadistas controlarían la carretera. Para poder llegar a la ciudad, ella tendría que subir a las montañas boscosas que se alzaban sobre la orilla izquierda y luego atravesar toda la espesura. Dos, empezaría a sentir frío y sufriría los efectos del hambre y la sed. Se lo había jugado todo en esta carrera, dejando atrás sus ropas de abrigo, sin traer comida ni agua.
Lo único que se le ocurría para llamar la atención era prenderle fuego al edificio y esperar que alguien advirtiera el humo y las llamas.
Y eso podría funcionar o no. Pero tardaría un tiempo. Y no podía esperar en un edificio en llamas. Una vez más, tendría que huir a la espesura y tratar de seguir viva durante unas cuantas horas, posiblemente más.
Solo tenía unos pocos minutos para equiparse para un viaje de supervivencia en los bosques de duración desconocida.
Ni siquiera podía ver nada. Había localizado a tientas el teléfono siguiendo el tenue brillo de la luna. La única fuente de luz en aquella habitación era una LED roja, a la altura de las rodillas, en la pared.
Esto le trajo un vago recuerdo: el Schloss tenía linternas de emergencia colocadas en las paredes, una en cada habitación, cargándose todo el tiempo, excepto cuando se iba la luz.
Obligándose a moverse con pasos lentos y cuidadosos (no quería tropezar y caer sobre los cristales rotos) cruzó la habitación, llegó hasta la pared, y encontró la linterna. Se encendió, deslumbrantemente brillante. La cubrió con la palma, pues no quería convertirse en un claro blanco para alguien que estuviera apuntando con su teleobjetivo, y permitió que un resquicio de luz escapara entre sus dedos, iluminando el camino para salir de la oficina.
Llegó a un pasillo y se alejó de la entrada principal. A la derecha había una fila de oficinas y almacenes que contenían en su mayor parte material de cocina. A la derecha estaba la zona donde se preparaba la comida para la taberna. Al pasar rápidamente por allí, se arriesgó a retirar la mano de la luz (la cocina no tenía ventanas) y cogió un largo y afilado cuchillo de carnicero y otro cuchillo más pequeño de una panoplia magnética de la pared. Los metió en un cubo de plástico blanco que había en el suelo bajo un fregadero. Usándolo como una especie de bolsa de la compra, metió unas cuantas cosas que podrían servirle: dos manoplas de cocina, por ejemplo, que podrían mantenerle las manos calientes si no podía encontrar algo mejor. No había, naturalmente, ninguna comida perecedera almacenada en el lugar, ya que habían cerrado para el Mes del Barro. De un frigorífico cogió una botella de aceite de colza que habían dejado allí para que no se pusiera rancio, y unos veinte botellines de agua. En los cajones encontró paquetes de patatas y otros aperitivos, además de arroz, pasas y pasta. El cubo empezaba a llenarse, y Zula pensó que tenía suficientes calorías para seguir viva durante días, suponiendo que pudiera encontrar un sitio donde cocinar las cosas.
Lo que le llevó a la idea de los hornillos de acampada y otro equipo. ¿Era esperar demasiado, en un albergue de esquí en las montañas?
Alguien golpeaba la puerta principal del albergue de manera exploratoria, tratando de calcular cuánta fuerza necesitaría para derribarla. Así que estaban aquí.
¿Por qué no disparaban a las cerraduras? Desde luego, tenían medios para hacerlo.
Porque tenían miedo de que escucharan los disparos en el valle.
El tío Richard tenía armas aquí. Una buena idea. Pero imposible. Estaban guardadas en una caja fuerte en su apartamento.
Tenía la impresión general de que el equipo de acampada solía estar guardado en el sótano. Un mapa de emergencia en la pared le dijo dónde estaban las escaleras. Encontró unas y las bajó.
Una ventana se rompió en la fachada del edificio.
Zula casi se dejó llevar, por un momento, por el impulso de huir. Pero solo acabaría muriendo de hipotermia.
Su nariz le dijo que no se había equivocado con respecto al equipo. No era exactamente un mal olor, pero todo el material de acampada olía igual después de un tiempo. Escrutó con la luz y encontró lo que necesitaba, disperso por todo el suelo.
Naturalmente. Si Jones había obligado a Richard a acompañarlo, habría necesitado su propia mochila, ropas de abrigo, el saco de dormir, la tienda. Tendrían que haber bajado aquí y saqueado el lugar.
Eso, al menos, le estaba saliendo bien. Casi tropezó con una mochila vacía, grande y con un armazón exterior de aluminio. Soltó el cubo, cogió la mochila, y comprobó que estaba más o menos en buen estado. Cogió un saco de dormir, metido ya en su funda, y lo amarró a la mochila con un par de cuerdas elásticas. Vació el cubo indiscriminadamente en el compartimento superior y recordó que había un par de cuchillos en el fondo. Guardarlos sería peligroso, así que los apartó por el momento.
En un estante había almacenados hules de nailon verde, perfectamente doblados en rectángulos. Cogió tres. Si le cortaba un agujero en el centro, uno de ellos podría servirle como poncho para la lluvia. Otro podría ser una estera para el suelo, y el tercero servir de tienda improvisada. Cogió algunas cuerdas de otro estante, una CamelBak de un gancho donde la habían colgado boca abajo para vaciarla.
El albergue había recopilado tantos pantalones, guantes y parkas de esquí usados que estaban almacenados en bolsas de basura en los rincones. Abrió dos y rebuscó en ellas, seleccionando un abrigo y unos pantalones para la nieve más por su color (negro) que por su tamaño (demasiado grande), y cogió dos pares de guantes azul marino. Una gorra de lana. Un par de gafas de esquí, ya que no tenía gafas de sol, y podría encontrarse con nieve.
La mochila se tensaba a medida que la iba llenando de cosas. Volvió a los cuchillos y descubrió un modo de insertarlos con cuidado entre el armazón de aluminio y el saco de nailon. Allí quedarían sujetos y las hojas no estarían en posición de hacerle daño, ni dañar otro material. Los mangos sobresalían en la parte superior: podría extender la mano por encima del hombro izquierdo y cogerlos si hacía falta.
Un fuerte olor la asaltó: combustible. Abrió el mueble más cercano y encontró un compartimento donde guardaban los hornillos de campo y los suministros.
Los yihadistas parecían estar dándole todo el tiempo del mundo. Había alguien haciendo ruido arriba, pero por lo que podía decir era una sola persona.
Entonces adivinó por qué. Jahandar había llegado primero. Pero no había entrado en el edificio. En cambio, se había apostado en la carretera, o cerca de la presa, para impedir que Zula cruzara a la orilla izquierda. Jahandar podía ser un pez fuera del agua en Columbia Británica, pero tenía más que suficiente del equivalente afgano de la sabiduría callejera para comprender que, si Zula no cruzaba a la orilla izquierda, no podría llegar hasta Elphinstone. Ershut, probablemente, había llegado unos cuantos minutos después; sería él quien lo estaba revolviendo todo, intentando hacerla salir del Schloss para que Jahandar pudiera abatirla con el rifle. Zakir, que no estaba en forma, y Sayed, que carecía de zapatos, no llegarían hasta dentro de un rato.
Los hornillos eran de los que se conectan directamente a las bombonas, que no tenían depósitos propios. Zula metió un hornillo, una caja de cerillas impermeables, y un puñado de velas en un bolsillo lateral de la mochila. En el compartimento principal metió unos cuantos útiles de cocina: una olla pequeña, una sartén y un plato, todo perfectamente unido. Era difícil usar el hornillo sin eso.
Las bombonas de combustible (cápsulas de aluminio con cuellos estrechos y tapones de plástico) estaban desperdigados por el suelo como si fueran un puñado de bolos después de un pleno. Abrió una, se agachó, la sujetó entre las rodillas, luego cogió una lata de combustible de cinco litros del estante inferior, le quitó el tapón, y descubrió lo difícil que era decantar gasoil blanco de un receptáculo de cuello estrecho a otro sin que le temblaran violentamente las manos. La mitad se le derramó sobre las rodillas y empapó sus leguins, un detalle que tendría que recordar si se acercaba a un fuego en algún momento cercano.