—Puedes abrirlo.
Sokolov descorrió la cremallera del bolsillo superior y abrió la maleta. Estaba toda llena de billetes de color magenta.
—Nuestro
obshchak
—bromeó Ivanov. Al menos Ivanov esperó que estuviera bromeando.
Todos los billetes eran del mismo valor: 100 yuanes. Estaban impresos en una fea mezcla de rojos purpúreos, y todos tenían el retrato del joven Mao Zedong. Ninguno de los billetes estaba suelto: todos estaban agrupados en bultos de diversos tamaños. Sokolov cogió uno pequeño.
—Ridículo país —dijo Ivanov—. Cien es el valor más alto. ¿Sabes cuánto es? Catorce dólares. No imprimen nada mayor porque si lo hicieran se falsificaría al instante. Por eso cambiar el dinero es un problema enorme. Ya estoy cansado.
El paquetito estaba compuesto por nueve billetes de 100 yuanes, con un décimo envolviéndolos.
—Así que esto es el equivalente local a un billete de cien dólares —dijo Ivanov.
Sokolov lo dejó en su sitio, rebuscó en la maleta, y sacó un fajo de billetes que tenían las proporciones aproximadas de un ladrillo. Miró intrigado a Ivanov.
Ivanov se encogió de hombros.
—Diez mil dólares o así —entonces agitó un dedo ante Sokolov—. Pero recuerda: ¡El dinero abre todas las puertas en China!
—¿Cómo lo transportan? —preguntó Sokolov, asombrado.
—En monederos.
Sokolov guardó el ladrillo.
—¿Cuáles son las órdenes? —preguntó.
—Trae aquí a los hackers y preparad un plan para encontrar al Troll.
—Han estado hablando del tema —dijo Sokolov—. Quieren salir a la ciudad. Patear las calles —dijo la expresión en inglés.
—¿Crearán problemas? ¿Intentarán escapar?
—Peter podría.
—Deja siempre a uno aquí para asegurarnos.
—Y ese no puede ser Csongor —dijo Sokolov—. Ya que en realidad no lo conocen.
—Entonces o Peter o Zula se quedan siempre aquí. A menos...
—Zula no creará problemas si sabe que Peter es rehén —empezó a decir Sokolov—. Sin embargo, si la situación se invierte...
—¡Lo sabía! —Ivanov golpeó la mesa y su cara se puso roja. Para él, la vaga sospecha de Sokolov de que Peter podría ser el tipo de hombre capaz de traicionar a Zula era lo mismo que tener un vídeo de él en YouTube donde lo estaba haciendo. Parecía dispuesto a matar a Peter en el acto. Sokolov, por su parte, se sintió satisfecho de que Ivanov confiara en sus intuiciones de esta manera, pero no podía dejar de preguntarse si habría juzgado injustamente a Peter.
—Es solo una suposición mía —dijo.
—¡No, tienes razón! Peter se queda aquí. Zula saldrá con Csongor. Y envía a dos hombres con ellos en todo momento.
—Señor, pido permiso para ir yo solo con ellos.
—¿Por qué?
—Porque no he visto nada más de la ciudad excepto lo que se ve desde esta ventana.
—Bien. Buena idea. Sal y descubre cosas de este lugar. Verás más de lo que quieres ver, eso te lo aseguro.
Sokolov se volvió hacia la ventana. Los hackers, como los llamaba Ivanov, estaban esperando fuera. Indicó con un movimiento de la cabeza que podían entrar.
Csongor, Zula y Peter entraron en la habitación y se quedaron de pie al otro lado de la mesa, frente a Ivanov, fingiendo no haber visto la bolsa llena de billetes. Ivanov les habló en inglés.
—Han pasado mucho tiempo durmiendo, volando, durmiendo. Es fácil olvidar la naturaleza de la misión. ¿Recuerdan cuál es la misión?
—Descubrir quién es el Troll —dijo Peter.
Ivanov lo miró como si hubiera hecho algo profundamente ofensivo. Y en verdad, no había nada que Peter pudiera haber dicho que lo hubiera ayudado.
—¡Encuentren al hijo de puta que me ha jodido! —gritó Ivanov, tan fuerte que podían haberlo oído en Vladivostok.
Dejó que el grito resonara en sus oídos unos instantes. Los hackers se arrugaron físicamente, como pasas.
—¡Tienen que patear las calles! —ordenó Ivanov.
Peter se volvió a mirar a Sokolov.
—¡Míreme a mí! —gritó Ivanov.
—Sí, señor —dijo Peter—. Sí. Tenemos que recorrer la ciudad, conectar con Internet en diversos sitios, comprobar las direcciones IP...
—¿Y enviar llamadas de socorro a mamá? —inquirió Ivanov.
El rostro de Peter estaba rojo desde el principio, pero ahora se volvió más rojo todavía.
—Usted se queda aquí —dijo Ivanov—. A ayudar a trazar un mapa o lo que sea —miró a Zula—. Hermosa Zula, usted patea las calles en compañía de Csongor —volvió su atención hacia Csongor—. Csongor, tú eres la única persona que toca un ordenador —agitó un dedo—. Nada de e-mail, ni de Facebook, ni de Twitter. ¡Y si hay otras cosas de las que no haya oído hablar todavía... tampoco!
—¿Y si tenemos que entrar en el mundo de T’Rain? —preguntó Csongor, en ruso.
Ivanov respondió en inglés:
—Única excepción a la regla: Zula puede jugar a T’Rain si es necesario. Csongor, Sokolov vigilará con atención, para asegurarse de que no pasa nada raro.
Zula y Csongor asintieron.
Ivanov se volvió a medias y extendió una mano hacia Sokolov.
—Sokolov estará presente en todo momento para protegerlos de cualquier daño y asegurarse de que se cumplan las normas. Si las normas se quiebran de forma seria, si Zula va al tocador y no vuelve, cualquier otro problema, entonces tendré una conversación enormemente seria con la Raíz de Todos los Males aquí presente.
Extendió las manos hacia Peter con un gesto cuya conclusión natural habría sido el estrangulamiento.
Todos asintieron.
—Vayan a patear las calles.
Rebuscó en la bolsa, sacó tantos fajos de billetes como pudo coger con una sola mano, y los deslizó por la mesa hacia Sokolov.
—Excepto para Peter. Usted —señaló a Peter como si en la habitación hubiera más de una persona de ese nombre—. Quédese para una breve conversación.
Sokolov recogió el dinero, retrocedió hasta la puerta y la abrió para que Zula y Csongor salieran de la sala. Nadie quiso mirar a Peter, que se había vuelto una visión casi insoportable tan solo por su postura: los hombros encogidos, el cuerpo temblando, la nuca rojo brillante. Sokolov se sintió favorablemente impresionado porque todavía no se había cagado en los pantalones. Los hombres siempre hacían chistes soeces acerca de la gente que se meaba encima de miedo, pero en la experiencia de Sokolov, cagarse en los pantalones era más común si se trataba de una cuestión de estrés emocional extremo. Mearse encima era completamente improductivo y sugería un colapso total del control elemental. Cagarse en los pantalones, por otro lado, vaciaba las entrañas y por tanto hacía que hubiera más sangre disponible para el cerebro y los grandes grupos de músculos que de otro modo se habría dedicado a la actividad de prioridad inferior de hacer la digestión. Sokolov podría haber perdonado a Peter por cagarse en los pantalones, pero si se hubiera meado encima, entonces habría sido realmente necesario deshacerse de él. En cualquier caso, Peter no había hecho ninguna de las dos cosas todavía.
Sin embargo, un minuto o dos más tarde, después de que se hubieran reunido cerca de la zona de recepción con sus botellas de agua y sus raciones para el día, Sokolov advirtió que Zula (que había mantenido una expresión impasible casi todo el tiempo) miraba con preocupación a través de la puerta de cristal de la sala de reuniones, donde Peter estaba siendo procesado, o algo parecido, por Ivanov.
No obstante, algo había cambiado. Ivanov seguía gesticulando, pero en vez de dar golpes en la mesa y hacer gestos de estrangulamiento, sus manos hacían pequeños gestos de corte sobre la mesa, esbozando círculos concéntricos, extendiéndose hacia la ciudad más allá de la ventana y reuniendo cosas imaginarias y vertiéndolas sobre la mesa. Peter asentía e incluso movía la boca de vez en cuando.
Peter estaba interesado.
—No hay problema —dijo Sokolov—. Ahora trabaja para Ivanov.
Ivanov se había ofrecido a alquilarles un coche con conductor, pero Sokolov pensaba que aprenderían más usando taxis. Bajaron en el ascensor hasta el aparcamiento, encontraron una salida de emergencia, subieron por una escalera de hormigón sin ventanas, y salieron a una calle de jardines. Rodeaban el edificio hasta la avenida de la costa. Sokolov se dio media vuelta y sacó con el móvil una foto del edificio del que acababan de salir. Más tarde, cuando quisiera volver al piso franco, podría mostrárselo al taxista. Ya estaban transpirando libremente, o tal vez era solo la humedad que se condensaba en su piel artificialmente enfriada. Sokolov había adquirido una chaqueta en una tienda del aeropuerto en Vladivostok, y ahora se la quitó, la dobló, y la metió en la mochila encima de los billetes magenta.
Los taxistas que abarrotaban y esperaban en la plaza ante el hotel rematado por el cartel de KFC se sintieron confundidos y casi indignados por la forma en que los tres occidentales parecieron teleportarse en esta esquina normalmente poco frecuentada. Estaba claro que su costumbre era estar ojo avizor en busca de todos los sitios de donde pudiera aparecer un posible cliente. Los occidentales a pie, inadvertidos y sin abordar eran una afrenta al orden cívico como las bocas de riego abiertas y las estruendosas alarmas de los coches. Sokolov tenía la sensación de que la próxima vez que salieran por aquella salida de emergencia, habría al menos un taxi esperándolos. No fue una buena sensación.
Sacó fotos de la plaza y el hotel. De manera ostensible. En realidad, naturalmente, lo que estaba haciendo era usar el visor de su teléfono para mirar a todos los chinos que los estaban mirando.
Sokolov nunca había sido espía per se, pero había recibido un poco de formación en espionaje básico como parte de su pase al comercio privado. Se suponía que los espías tenían un fuerte sentido de la intuición respecto a cuándo habían sido localizados o alguien los estaba mirando. O al menos esas eran las chorradas que a los formadores de espías les gustaba decirles a sus alumnos. Si era verdad, entonces ningún espía occidental podría tolerar ni siquiera unos pocos segundos de exposición en una calle china, ya que ese sentido interno estaría disparando alarmas continuamente, y en modo alguno serían falsas alarmas. Si se hubieran disfrazado con ropas de payaso, se hubieran colocado luces giratorias en la frente y hubieran salido corriendo hacia el tráfico disparando ametralladoras al aire, no habrían atraído un escrutinio más intenso e inmediato que lo que lo hacían simplemente al entrar en este espacio público siendo personas que no pertenecían a la etnia china. Sokolov solo pudo reírse. No había pensado que fuera a ser así, simplemente porque Xiamen tenía una larga historia de contactos con el mundo exterior.
Por supuesto, sería así en todas partes. No eran simplemente advertidos. Eran famosos.
Y, como lo hacía todo en el asiento trasero de un coche con los cristales tintados, Ivanov no comprendía estas realidades. Sokolov nunca podría explicarle la dificultad de hacer nada con discreción en esta ciudad.
—Al hotel. Usen Internet —dijo Sokolov. Rechazando las propuestas de los taxistas, caminaron por el borde de la plaza hasta el hotel, dejando en su estela a un centenar de ciudadanos chinos corrientes que se detuvieron a verlos pasar. Una buena porción de ellos tenía literalmente la boca abierta. Sokolov, decidido a no mirarlos a los ojos, miró a otras cosas y contó ocho cámaras de seguridad... que pudiera ver.
Observados desde diversas distancias por al menos seis miembros uniformados de las fuerzas de seguridad, subieron los escalones del hotel. Dos docenas de taxistas, sentados fuera en sus vehículos, observaban cada movimiento a través de las puertas de cristal del hotel, por si cambiaban de opinión y volvían a salir.
Como Sokolov había esperado, la mayor parte de la clientela del hotel era china, y por eso su grupito siguió siendo inspeccionado mientras se detenían vacilantes en el vestíbulo. Había imaginado que podrían sentarse en algunos cómodos sillones y pedir té y echarle un vistazo a los periódicos. Pero este vestíbulo no era de ese tipo. En vez de ponerse en evidencia, Sokolov condujo a los otros dos directamente a los ascensores y pulsó el botón con la imagen del Coronel Sanders al lado. Un minuto después estaban en el tejado. Pero el restaurante no estaba abierto todavía.
—Tengo wi-fi —dijo Csongor, mirando la pantalla de su PDA.
—Bien —repuso Sokolov—. Nos vamos.
Cogieron el ascensor para bajar, salieron por la puerta principal, y subieron a un taxi.
—Al Hyatt —dijo Sokolov. Sabía que había un Hyatt porque los pilotos estaban alojados allí. Estaba cerca del aeropuerto.
—Muy bien, al menos tenemos una IP —dijo Csongor durante el trayecto.
Sokolov estaba tomando fotos por la ventanilla, imágenes sobre todo de hoteles. Esta aventura de cinco minutos le había dicho que los hoteles de negocios al estilo occidental eran los únicos sitios de Xiamen donde podían respirar sin ser la comidilla de la ciudad durante semanas seguidas después.
—¿Algún sitio cerca de la dirección que nos interesa? —preguntó Zula.
—¡La verdad es que sí! —dijo Csongor—. Usan la misma ISP. Lo cual no es decir mucho, claro.
—Es un principio —dijo Zula.
Entraron en el Hyatt y pidieron el desayuno.
En las inmediaciones del aeropuerto había grandes proyectos urbanísticos en desarrollo: un montón de zonas comerciales y un centro de congresos internacional con una gigantesca esfera de cristal delante. Sokolov anhelaba esconderse en su anonimato y su vacío. Pero estaban tan desconectados de la ciudad propiamente dicha que bien podría haber intentado cazar al Troll desde un centro comercial de Toronto.
En todas las lámparas había estandartes con imágenes del héroe local, Zheng Chenggong. Un estandarte similar pero mucho más grande estaba montado delante del nuevo centro de congresos. Al parecer esta imagen era el logotipo oficial de la conferencia que había atraído a la flota multinacional de pequeños jets: algo relacionado con suavizar las relaciones entre Taiwán y la China continental.
Mientras comían sus tortillas, Sokolov le pidió a Csongor (que había conectado con la red wi-fi del Hyatt) que buscara en Google una lista de hoteles de cuatro y cinco estrellas. Csongor no solo hizo eso: descubrió un modo de conectar con el centro comercial del Hyatt e imprimió la lista. Un miembro del personal del hotel se la trajo a su mesa en una pequeña bandeja.